Aquel día, en La Paz, Baja California Sur, iba a ser de un fulgor inolvidable. Por la mañana playa: una playa a kilómetros de la ciudad, una playa desierta donde vivía en una cueva el chamán del territorio. Nos había prometido que los tiraría los posos del café y que cuanto saliera de esos mismos posos sería sin duda la imagen de nuestro futuro inmediato.

Íbamos por un territorio desértico, un pedregal interminable cruzado por falsos caminos, por carreteras sin final que indicaban el laberinto en el que nos estábamos metiendo. Por fin llegamos a la playa prometida, el lugar de nuestro futuro inmediato que el chamán navajo iba a desvelarnos.

Carlos Barral me reveló, minutos antes de la sesión espiritual a media tarde, que su escepticismo sobre los brujos esotéricos y descubridores del futuro le hacía sentirse, por la experiencia que tuvo en otras sesiones, muy incómodo en estas situaciones.

Pepe Esteban y Bryce Echenique se tomaban esta aventura un poco en broma, como una experiencia más que contarles cuentos a sus nietos cuando los tuvieran. En mi caso, la incomodidad de Carlos se tornaba poco a poco, mientras la sesión subía en silenciosos decibelios, en irónica inquietud espiritual.

Sucede que cuando alguien acude a estas citas espiritistas de mucha fama internacional, su estado de ánimo suele alterarse hacia el lado que menos se espera y uno comienza a sudar o a enfriarse sin poder contener los nervios que genera la curiosidad infinita del modo que llevamos dentro.

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El chamán, muy amable y condescendiente con las sonrisas frecuentes de Bryce y Pepe Esteban, debía de estar cansado ese día que además había empezado a menguar bajo un sol que iba cambiando en minutos el color de las arenas de la playa. Entonces decidió leernos los posillos antes de que la sesión terminara, con la coartada de que se nos iba a hacer muy tarde para el regreso a La Paz. “La noche es mala en el desierto”, dijo convencido, “las almas de los muertos aúllan y la oscuridad lo confunde todo”.

No sé por qué estuvimos los cuatro de acuerdo con el brujo, supongo que porque todos queríamos salir de allí cuanto antes. Y porque, dicho sea de paso, no habíamos comido ni bebido nada desde el desayuno en el hotel y nos empezábamos a sentir exhaustos, sedientos y muertos de hambre a aquellas horas de la tarde y en territorio navajo, aquel inmenso desierto lleno de rocas y caminos engañosos que se abrazaban y separaban a cada segundo para despistar al turista que se atreviera a viajar por aquellos barrios solitarios. “Ustedes están muy cerca de encontrarse cada uno con su propia imaginación”, concluyó el chamán después de leer los posillos.

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La verdad es que nos despedimos, luego de pagar nuestro estipendio al chamán, y nos sumergimos de nuevo en la aventura de aquel desierto desconocido, polvoriento, pedregoso, sin vegetación y a la espera del aullido de los muertos.

“Busquemos un bar para tomarnos un trago”, dijo Bryce desde el silencio. “Eso, eso”, animó Pepe Esteban, “unas cervecitas heladas con unas órdenes de almejas chocolatas”. Ni Barral ni yo nos resistíamos a aquella tentación que le daba toda la razón a Pepe y a Alfredo. Y, encima se venía con lentitud -pero se venía- la noche.

Creo que anduvimos kilómetros y kilómetros sin rumbo ninguno, como tirando piedras al agua y sin encontrar la maldita salida del desierto. Hasta que, de repente, en lo alto de una loma no muy lejana, descubrimos una construcción civilizada. “¡Eso es un bar, un bar, ya es nuestro!”, gritó Bryce entusiasmado.

De modo que enfilamos por la carretera que teníamos a mano por ver si, cabalgando aquellos kilómetros que nos quedaban para subir a la loma, encontraríamos los tragos prometidos y las magníficas almejas chocolatas con chile picante y vinagre. Conforme íbamos acercándonos a nuestro palacio, la euforia se desató entre nosotros, volvió el humor, se quitó el cansancio, todo estaba arreglándose a nuestro favor y el día aventurero terminaría muy bien.

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En la última vuelta del camino antes de llegar a aquella casa en cuya fachada había unas letras que definían el destino del edificio, salivábamos sin poderlo remediar adelantándonos a nuestro merecido banquete.

Entonces, ya delante de la fachada descubrimos con asombro y pesar que el “bar” era una especie de gallinero vacío, que ese mismo “bar” tenía una barra seca donde campaban los zopilotes y demás animales del desierto como si fueran sus propietarios.

Todo era esta vez la sórdida fotografía de la miseria, de una tierra completamente deshabitada que seguro que había vivido mejores días. Observábamos con una desolación demoledora la ruina absoluta de aquel siniestro paraje. Entonces, me giré sin dejar de mirar al cielo y vi las letras inmensas que anunciaban el placer de bebida y comida que tuvo lugar en otros tiempos en aquel mismo sitio.

Leí entonces: “Bar Restaurante La Imaginación”. No había sido un espejismo. Los cuatro amigos estábamos leyendo lo mismo, desahuciados de la vida en un momento tan sublime como mezquino. Como nos había pronosticado poco tiempo antes el chamán navajo nosotros “estábamos a punto de encontrarnos cada uno con nuestra propia imaginación”.

Lo demás fue salir rezando de aquel lúgubre lugar y contar a nuestros amigos en el hotel la fantástica aventura que habíamos vivido en el desierto. Como era natural, no nos creyeron ni aunque lo juráramos por Ulises, que anduvo perdido en el laberinto del mar poblado de monstruos y falsos caminos por más de diez años.