La semana pasada, en el cielo límpido, inmenso y suave de Santa Cruz de La Palma, vi por dos veces, y durante unos segundos únicos, un milagro asombroso que no había visto hasta entonces y que no volveré a ver en lo que me resta de vida.
Instante antes de amanecer, sin contaminación lumínica alguna, cuando la oscuridad todavía parece gobernar sobre el firmamento y la multitud de estrellas aún alumbran con sus guiños el color azul petróleo de lo que llamamos universo, apareció con una imperial luminosidad a la izquierda de la luna en fase creciente el cometa del siglo. La astrofísica ha bautizado este fantástico fenómeno cósmico con el científico nombre de cometa C/2023 A3 Tsuchinshan-ATLAS y avisan de que es el más brillante que se podrá ver desde España hasta dentro de muchos años.
Ver el cometa del siglo, mientras desayunaba jamón ibérico, pan caliente, café con leche y un jugo natural natural de naranja recién exprimido, mirando arriba, al cielo, y a diez metros de distancia el mar africano de Canarias —hacia el oriente de las islas— extendido a mis pies y entonando las primeras músicas de su mañana en ese movimiento incesante que nos traen las olas hasta la orilla, es un episodio único en toda mi existencia y un regalo de lujo que me brindó el Gran Arquitecto del Universo, a quien rindo, sea dicho de paso, creencia con un respeto imponente.
El cometa era un centauro astral, blanco, brillante, armonioso, y cabalgaba al galope por el llano azul e interminable del cielo palmero a la izquierda de la luna para la privilegiada experiencia de mis ojos, mi reflexión y mi asombrado temor. El caballo llevaba un galope tendido hacia su destino mientras dejaba celestialmente tras su cola un polvo de luces que se difuminaba en la oscuridad en unas décimas de segundo.
Esa visión de la eternidad luminosa caminando a toda velocidad en el vacío universal no me duró más de tres o cuatro segundos, las dos veces de mi asombro, del que todavía no estoy recuperado ni quiero jamás olvidar aquellas sensaciones recientes, sino todo lo contrario: recordarlas para el resto de mi vida hasta que me haya ido, mis huesos sean quemados antes de comenzar a pudrirse desde un rincón sagrado del Huerto de las Flores, fundación de mi abuelo Frasco de Armas Merino en el pueblo de Agaete, al noroeste de Gran Canaria, y esos mismos huesos míos llenos de memoria sean esparcidos entre las piedras grises del seco barranco, con la música secreta de los cañaverales que vayan acariciando mis restos, hasta que lleven el polvo de sus recuerdos al mar de las Nieves, la playa de mi infancia feliz, del despertar primario e ingenuo de mi adolescente sexualidad, en fin, mi playa primera y final.
“La visión del cometa te dejará una cicatriz inextinguible en tu vida”, me dijo el astrofísico Juan Carlos Pérez Arencibia. Tenía toda la razón
Juan Carlos Pérez Arencibia, experto astrofísico del Instituto Astrofísico de Canarias, con sede en el Observatorio del Roque de los Muchachos, me lo había advertido días antes, durante una tenida asombrosa que pasamos en blanco hasta el amanecer, sin dormir e hipnotizados ambos por nuestra interminable conversación y sus rincones inesperados: “La visión del cometa te dejará una cicatriz inextinguible en tu vida”.
Tenía toda la razón: ya noto cómo el queloides de la herida va dibujando sobre la piel de mi memoria la figura milagrosa del cometa, como en la novela larga, que se titula Cuatro veces mariposa y que estoy escribiendo en estos momentos con la voluntad de hierro que Henry James exigía de todo buen novelista, en la que Memé Rejón, protagonista del relato, siente crecer casi a la altura de su hombro izquierdo la cicatriz perenne del dibujo de una mariposa roja, salvadora de su vida.
Santa geometría del universo, ¿cómo no creer en ti? Allá arriba, en tu dibujo perfecto e interminable, crece la paz, se oye la armoniosa música de la vida eterna, nos regalas de vez en cuando el privilegio milagroso de ver el trasluz de la verdad insondable frente a los embustes, farsas, robos, violaciones y crímenes de esta especie de mono que cultiva su bélica, ignorante e insaciable brutalidad como una de las Bellas Artes.
Harari tiene razón en su ensayo titulado Nexus: no, el ser humano no ha llegado todavía al “sapiens” que nos creemos pomposamente que somos. Hobbes tenía razón: “el hombre es un lobo para el hombre”. Maquiavelo tenia razón. Tenía razón Sun Tzu al escribir El arte de la guerra. Razón tenía Juan cuando anuncia el Apocalipsis desde la Isla de Patmos. Toda la razón tuvo Blanco Ibáñez cuando denunció la destructiva estupidez de la condición humana en su novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis. ¿Qué añadir a la razón de Albert Camus al escribir El extranjero o La peste?
Esta mañana, tras escribir este reflexivo exorcismo, inútil e inservible para el mono bastardo y asesino al que estamos amarrados desde el principio de nuestra historia, rezo, en silencio y al estilo de Aretha Franklin, una pequeña oración al pacífico cometa del siglo, desde el amanecer de un día más, tumbado y plácido sobre la arena amarilla de la playa de las Canteras, Isla de Gran Canaria.