Ernest Hemingway.

Ernest Hemingway.

A la intemperie

Críticos literarios

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En una entrevista muy interesante que García Márquez concedió a su compatriota la periodista Ana Cristina Navarro, el Nobel colombiano arremete, sin levantar mucho la voz, contra los críticos literarios. "Son unos señores que se autoproclaman intermediarios entre la obra de un escritor y sus lectores", dice García Márquez. Y añade: "Sacan unas conclusiones definitivas como si fueran ellos mismos los autores de los textos… Yo dejé de leerlos desde que publiqué Cien años de soledad".

Siempre hubo críticos literarios en litigio constante con los escritores, de tal modo que ha llegado a decirse y escribirse muchas veces que los críticos literarios son escritores frustrados. No lo niego, pero no lo creo. Al menos del todo. Siempre hubo críticos literarios de todos los colores, de todos los barrios y tribus, buenos, malos, regulares, miserables, generosos, ácidos y, además, cítricos (sic).

Conocí personalmente a uno, con bastante renombre, que incluso hablaba por los codos del palo que le iba a dar a tal o cual novela en cuanto se publicara, sin haber leído ni una página de esa misma novela, que se publicaría seis semanas después de haber hecho el crítico semejante afirmación. Claro que hay bastantes, con firma pública y conocida, que apenas leen los libros de los que luego escriben en sus periódicos y culturales.

Esos son los malos, los venales, los pequeños miserables erigidos en dioses de bolsillo durante una temporada por los medios informativos y por las editoriales. Y claro que hay críticos literarios muy buenos, los consagratorios, que todo lo que tocan lo tocan con esmero y delicadeza y lo convierten en oro.

Hace unos años había dos en Europa que eran muy buenos, además de publicistas de la verdadera literatura en sus espléndidos programas de televisión: Marcel Reich-Ranicki, en Alemania, y Bernard Pivot con su programa Apostrophe, que llegó a tener tres millones de espectadores en la televisión francesa. Eran tipos serios, tipos duros que no se dejaban ablandar por las editoriales. Tremendos tipos.

Hubo un tiempo en que eran los escritores de tal o cual movimiento o amistad, o cercanía o tribu, quienes elegían a sus críticos y los convertían en uno más de los suyos. Eso hicieron los del boom, capitaneados por Carlos Fuentes, con el crítico literario uruguayo Emir Rodríguez Monegal, muy buen consagratorio de obras descomunales en su revista Mundo Nuevo. Época brillante aquella para la novela latinoamericana, por cierto.

Es leyenda el puñetazo que Ernest Hemingway le propinó a un crítico literario neoyorquino de su época cuando este publicó una muy mala crítica de una de sus novelas. El Gran Viejo estaba ya en Cuba, pero el día que leyó la crítica se informó de dónde almorzaba y a qué hora el susodicho crítico, de cuyo nombre, lo confieso, no me acuerdo. Al día siguiente tomó un avión desde el aeropuerto José Martí, en La Habana, hasta el de Laguardia, en Nueva York.

Después tomó un taxi hasta el restaurante del crítico y lo esperó sentado en un taburete de la barra del restaurante, tomándose sus ginebras como era su costumbre a esa hora. Cuando apareció el crítico, le propinó el puñetazo que se había propuesto, salió a la calle, tomó otro taxi al aeropuerto de Laguardia y por la noche ya estaba en La Habana, descansando como un bendito en su casa llena de gatos. Puede que esta leyenda sea una exageración, pero ya se sabe que en el Viejo Oeste la leyenda es lo que queda y la historia real se olvida.

Hubo en Inglaterra un magnífico crítico, entre otros muchos (ahí hay escuela), que a mí siempre me ha gustado releer: Cyril Connolly. Un genio ácido con un talento literario muy superior al de muchos escritores de su gran época. Un día publicó en su periódico su crítica teatral semanal. Esta era la crítica: "Ayer, en el teatro tal de Londres (no recuerdo el nombre), tal dramaturgo (no recuerdo el nombre) estrenó su última obra publicada. ¿Por qué?". Eso es una crítica ácida y lo demás son apenas minucias.

En España, hubo y hay de todo, como en botica, pero proliferan los malos que, en efecto, son sólo propagandistas de la fe literaria y se encumbran como si fueran los rectores de la literatura real del país. En fin, tengo para mí que la primera labor del crítico literario es jerarquizar esa misma literatura.

Hoy hay muchos críticos, o que pasan como tales, pero no jerarquizan. Al contrario, contemporizan, mediatizan mal, despistan al lector (o lo inducen a equivocarse en sus lecturas). Pero, en fin, no se asusten, por favor: también los hay buenos. Otro día, con más tiempo, hablaré y escribiré sobre ellos. Los escritores, aunque no sea nuestro deber, tenemos el derecho también a jerarquizar a los críticos literarios.