'Hombre escribiendo una carta', de Gabriël Metsu (1665). Foto: National Gallery of Ireland

'Hombre escribiendo una carta', de Gabriël Metsu (1665). Foto: National Gallery of Ireland

A la intemperie

La inspiración y el poeta

En estos días grises de invierno, dana tras dana, me acuerdo de todos aquellos que intentaron ser grandes literatos sin demostrar el más mínimo respeto a la literatura. 

Más información: El alma de los grandes libros no se puede clonar

Publicada

Hace unos años conocí a un poeta de carácter colérico que toda la vida había vivido muy cerca de una iglesia en una ciudad pequeña del sur de España. Toda su vida había escrito y publicado poemas que habían encontrado su inspiración —según él mismo— en el silencio. En el silencio total. Durante años no se había dado cuenta de que el reloj de la iglesia cercana daba las horas con frecuencia exacta y que también las campanadas llamando a los fieles a la oración interrumpían el silencio necesario para su inspiración poética.

Con los años y los achaques de la edad le fue más fácil sacar a relucir su cólera airada y acabó por perder la paciencia: decidió ir a la iglesia a quejarse del ruido insoportable de las horas del reloj y las campanadas. De modo que le rogó al párroco que evitara que el reloj cantara las horas y dejara de tocar las campanas porque de otro modo se quejaría a la policía con una denuncia en toda regla contra lo que no le dejaba “ejercer su trabajo con el silencio de siempre”.

Nunca escribió un gran poema, ni cuando le llegaba la inspiración porque no había ruido, ni cuando llegó el ruido impertinente de la iglesia a robarle el silencio de su inspiración. Cuando murió, sus paisanos no dudaron en calificarlo como el gran poeta del silencio y la inspiración.

El otro día, una vez más (porque son miles las variantes que he escuchado de miles de escritores), volví a oír por alguna de las tantas emisoras de hoy una conversación de dos escritores actuales sobre la inspiración poética y los rituales necesarios para que llegue ella, el hada madrina, la inspiración.

Uno de ellos volvía a hablar de la fuerza del silencio y el retiro absoluto para convocar y provocar la inspiración para escribir; el otro mantuvo todo el tiempo la misma tesis que sé que mantenían muchos de los grandes creativos del siglo XX: “Que la inspiración me coja siempre trabajando”, decía más o menos Picasso; “La verdadera inspiración es el trabajo, no hay otra inspiración”, afirmaba Cela, y para confirmarlo traía de testigo esa misma frase de Baudelaire.

Después de tanto, tengo para mí que la inspiración poética, o musical, o plástica, la inspiración creativa, quiero decir, se presenta cuando le da la gana a aquel escritor que respeta mucho lo que hace, lo que escribe, y que huye como alma que persigue el diablo de aquellos escritores que no respetan para nada ni su literatura ni mucho menos la de los demás.

 "Tengo para mí que la inspiración creativa se presenta cuando le da la gana a aquel escritor que respeta mucho lo que hace"

El respeto por cualquier cosa seria hoy no está de moda. Al contrario: casi no existe y se le tiene por una antigualla que no lleva a ningún lado. El tiempo de las musas ha terminado y ahora se impone una suerte de arbitrariedad blandita a la hora de ponerse a escribir casi siempre de uno mismo.

Decía Henry James, y está en los libros de texto que los profesores de los talleres literarios han puesto de moda para seguir engañando a los pobres que pretenden aprender a escribir en serio las horas que le contratan al profesor, que para escribir una novela lo primero que se debe tener es una voluntad de hierro.

Una voluntad de hierro: me convence Henry James, que añadía en su sabiduría indestructible una frase que venía a decir que ese género literario, la novela, se basaba fundamentalmente en los detalles que le convertían en un texto de verdad, verdad que Nabokov, hablando de la novela, cogió por los pelos para aplomar su devoción por la novela: “Detalles, benditos detalles”, dijo el autor de Lolita, y he llegado a suponer que esa frase de James y Nabokov procede del lenguaje común del hombre cuidadoso en su trabajo: “El diablo está en los detalles”. También lo creo.

Regreso a la inspiración, de donde nunca debemos salir para sentirnos poetas del silencio. Aquel bardo local al que me referí arriba fue, en los últimos años de su vida, emborronando su trabajo con frases lapidarias, hechas tal vez para su epitafio, destinadas quizá a alumbrar sus últimos trabajos poéticos sobre la faz de la tierra.

Murió poco a poco, por hacerse el demasiado viejo, y sus amigos lo santificaron echándole la culpa a su falta de inspiración desde que cayó en la cuenta de que vivía desde siempre junto a una iglesia con un reloj ruidoso y exacto además de una campana que llamaba a una oración a la que nunca asistió. No sé por qué, en estos días grises del invierno, dana tras dana, me he acordado del poeta de marras y, a su vez, de tantos otros poetas que he conocido que trataron de ser grandes poetas sin demostrar el más mínimo respeto por la poesía, esa esencia de la literatura que no le permite a nadie la más mínima broma con sus misterios y sus inspiraciones.