Hace un par de años, saltó a la palestra un “crítico de cine en paro” que robó un Goya en una fiesta. Su gesta, dijo después, tenía como misión denunciar un cine español “nepotista y sectario” que siempre da premios “a los mismos”. El perjudicado por el robo fue Albert Solé, que había ganado el premio al mejor documental por Bucarest, la memoria perdida y quien censuró que se le hiciera caso a un “borracho”. La anécdota es un tanto tonta, pero plantea una cuestión fascinante: ¿se puede ser “crítico de cine” en paro? Uno tiende a considerar que ambos conceptos son contradictorios, ya que es una profesión que da la impresión de hacerse efectiva cuando uno la practica de la misma manera que no creo que la horda de chavales que, por desgracia, no encuentran trabajo después de haber pasado por una facultad de comunicación sean “periodistas en paro” sino “licenciados en periodismo” sin trabajo. Siempre me ha dejado de piedra la facilidad con que muchos directores de cortos, o incluso de largos, se llaman a sí mismos directores de cine y hablan como si compartieran el mismo lugar que Scorsese. Por no hablar de quienes han publicado un cuento y se llaman escritores o quienes han compuesto dos canciones y se consideran músicos. Haber estudiado derecho no lo convierte a uno en abogado ni medicina en médico sino ejerce nunca. Entre otras cosas, porque el fin de la Universidad es el principio, no es el final. Y porque para estar en el mismo grupo de Dostoievsky no basta con haber publicado un relato en la editorial de la comarca.



En el caso de los críticos de cine, para más inri, además puede decirse que lo somos todos, al menos en algún momento de nuestra vida. De hecho, la nueva era bloguera parece confirmar esta suposición. Ya se sabe que como culo, cada ciudadano tiene una opinión. Y en España resulta especialmente complicado que la gente admita, ni siquiera una vez, que quizá sería bueno que escuchara una voz más autorizada que la suya. Porque aquí, nunca nadie es capaz de confesar su ignorancia o que se puede estar equivocando. Eso sería tanto como admitir que hay gente mejor preparada que nosotros, cosa que se asume a la perfección cuando un médico dice que esto es un tumor y no una naranja pero que en el caso de las humanidades brilla por su ausencia. El taxista iletrado se sentirá airado si el catedrático le dice la verdad, que Federico Moccia es una mierda y el ingeniero que no ha visto más que películas de Tom Cruise se sentirá profundamente ofendido si un experto le dice que esa película es buena por mucho que él la deteste porque es “china” o es “lenta”, o esos descalificativos tan elevados que utilizan muchos de esos críticos sobrevenidos. Lo mismo sucede, con los propios expertos, cuando se obstinan en enfrentarse con virulencia al canon establecido o al ritmo de los tiempos y berrean que Godard era un fraude o George Clooney no tiene ni idea de actuar.



El susodicho “crítico en paro” aprovechó sus cinco minutos de gloria para publicar un artículo en El Mundo, periódico que recuperó el trofeo, y seguir machacando con que ese supuesto nepotismo del cine español que siempre premia a los mismos también está impidiendo que pase de la potencia al acto. Porque él está convencido de que es un crítico de cine pero la vida, cruel como es ellla sola, se niega a confirmárselo. Desde luego, convertirse en delincuente por un día, o simplemente hacer una astracanada no parece la manera más adecuada de abandonar el INEM y poder ejercer, con todas las de la ley, como “crítico de cine”, una profesión, por cierto, que ejerce un irresistible atractivo en muchísima gente pero que, por desgracia, cuenta con pocos puestos de trabajo. La inmensa mayoría de ellos, todo hay que decirlo, mal renumerados o muy justitos. Más que nada por si alguno piensa que esto es un chollazo.



Reina pues, la confusión. De esta manera, a falta de al menos una carrera universitaria específica que certifique que uno es “crítico de cine”, no resulta fácil dilucidar quién puede llamarse tal. O sea, siguiendo el ejemplo del ladrón de Goyas, uno bien puede ser crítico de cine, y no sólo estar en paro, sino que no lo sepa nadie porque sería algo que pertenece a nuestro fuero interno. Yo fui a la Universidad en la época del boom de los estudios culturales y me pasé horas discutiendo, inútilmente, con mis compañeros de que Harold Bloom tiene razón porque NO todo es arte y que no basta con sentirse un artista para serlo. Las buenas intenciones son hermosas desde el plano moral pero la estética es otra cosa. Pero al parecer, mi discurso de que vale infinitamente más una pintura de Picasso que otra de la tía de Alicante, por muy buena persona y pasión que le ponga, me convertía, irremediablemente, en un elitista y casi, casi, una mala persona. La era del relativismo, por suerte, ya está bastante superada.



Podría decirse, de acuerdo, me parece bien que todo el mundo que lo ansíe sea un crítico de cine pero deberíamos distinguir entre aquellos que son profesionales y aquellos que no lo son. Aquí, me toparía una vez más con mi ex compañeros igualitaristas de la Universidad y sería imposible llegar a una conclusión porque “todas las opiniones valen lo mismo” y hacer jerarquías es de fachas. Ignorémoslos, porque podríamos establecer, quizá, unos criterios objetivos. Por ejemplo, respetamos que la cosa laboral está muy dura y en estos momentos sea fácil estar en paro pero para ser “crítico de cine” quizá es bueno que los textos de uno, de una forma u otra, se hayan divulgado. Las nuevas tecnologías esto lo ponen muy fácil. También podría añadirse como condición un cierto conocimiento exhaustivo de la historia del cine, a ser posible sazonado con el dominio de otras materias (algo que muchos críticos y aspirantes olvidan, para escribir bien de cine es imprescindible saber también de otras cosas, que los hay que los sacas de su tema y no tienen ni idea); un cierto criterio, buen gusto y a ser posible, escribir con una cierta decencia. En este punto, es alarmante la cantidad de “críticos de cine” que uno se encuentra en la red incapaces de escribir dos frases seguidas sin una falta de ortografía. No parecen condiciones extraordinarias. Porque lo que tampoco puede ser es que todo el mundo sea crítico de cine porque esto sino sería un cachondeo.



Habría que añadir quizá, una condición más, que quizá es la que menos se tiene en cuenta y es la humildad. La misión del crítico de cine no es ser un justiciero alado que se eleva por encima de los mortales para desenmascarar, por fin, a todos esos falsarios que embrutecen la nobleza de un arte que sólo ellos, en su aptitud celestial, saben calibrar. O de forma más prosaica, el crítico de cine, si sirve para algo, no sólo es para decir si esto es bueno o esto es malo porque simplemente lo digo yo, que por algo soy, “crítico de cine”. La autoridad del crítico no surge de quién es sino de cómo argumenta y requiere de mayor bondad que de maldad porque, al fin y al cabo, el crítico busca y capta la verdadera belleza de las obras cinematográficas. El rencor, la inquina, el prejuicio, o un carácter ruin son malas herramientas para ello, incluso las peores. Porque más allá de la opinión de cada cual, que no hay que olvidar jamás que puede ser cambiante y que tiene mucho que ver con nuestro de ánimo o nuestra edad, es ridículo, por ejemplo, que a uno le entusiasme lo mismo a los 17 años que a los 70, está el respeto a quienes han logrado algo grande en su vida y merecen, más allá de nuestro juicio de valor, eso respeto.



Todo esto viene a cuento porque acaba de aparecer un libro de Carlos Aguilar, en el que el historiador cinematográfico comenta, agárrense, 27.000 películas. En la última entrega de su interminable Guía del Cine, Aguilar ha decidido buscar publicidad de la forma más antigua del mundo: atacando. Opina el historiador que Marlon Brando, James Dean o Paul Newman están “sobredimensionados”. Al parecer, su manera de actuar es un espanto pero se han beneficiado del éxito del Actor's Studio y el famoso “Método”. No solo eso, opina Aguilar que Marilyn ya no triunfa y sí lo hace Audrey Hepburn porque ésta encarna mejor el modelo de belleza femenina que consiste en ser “delgada y mona”, está claro que no lo dirá por Gisele Bundchen o Angelina Jolie.



Las puyas no terminan aquí, dice Aguilar que Penélope Cruz triunfa por “la promoción” y porque, oh paradoja, representa “el estereotipo de latina caliente, apasionada y visceral”, resulta que erigirse en representante de un tipo de mujer no es poco mérito. Al crítico tampoco le gusta Pedro Almodóvar, del que opina que no hay nada que valga la pena. Incluso Javier Bardem, o Elizabeth Taylor, a la que califica de “sosa”, no se libran de sus afiladas críticas. Todas estas burradas, porque otro nombre tampoco merecen, sin embargo no son producto de que el crítico haya decidido iniciar una campaña mediática a costa de poner a parir a los demás sino de su “inconformismo”. Cada cierto tiempo, es inevitable, hay quien quiere dar la nota a costa de lo mismo.



El señor Aguilar quizá es un señor de lo más simpático y está bien que haya bufones, pero serios no son. Decir que Penélope Cruz no sabe actuar, que Audrey Hepburn triunfa por “mona”, que Marlon Brando está sobredimensionado y todo lo que hace Pedro Almodóvar es un asco es, sencillamente, una idiotez. Los críticos, muchas veces, se aprovechan de una cosa, que como los vigilantes que no se sienten vigilados, saben que los artistas no harán su trabajo al revés, o sea, ponerlos a parir. Sería divertido que algunos lo hicieran y con su mismo lenguaje. Con la piel tan fina que tienen muchos, el espectáculo de egos frustrados y vanidades dolidas podría ser demoledor.