La muerte del cine (2): Godard y Spurlock
En su fascinante Historie(s) du cinema, Godard plantea la muerte del cine como un hecho antiguo. El cine, prácticamente, muere antes de nacer por una cuestión temporal. Por dos motivos. Por una parte, los campos de concentración nazis y su horror infinito dejaron inerte la capacidad de cualquier película para "importar". Las películas no pudieron impedir el crimen y su fracaso pesa como una losa. Por la otra, la aparición del televisor (pensemos en los aparatos que había hace tan solo veinte años y la calidad en que se veían entonces muchas películas por no hablar de las insalvables pausas publicitarias) habían destruido ese carácter religioso de la sala. Para Godard, la historia del cine no significa nada (una nada que lo quiere todo pero puede "alguna cosa") en comparación con el catálogo de horrores que había visto el siglo XX. El cine solo puede ser en el mejor de los casos un bello pero pálido reflejo de lo que de verdad importa, la vida.
No deja de ser curioso hasta qué punto la última etapa de Godard traiciona sus propios principios del mismo modo que han hecho sus apóstoles. Godard, fascinado con la imagen, nos muestra en su peculiar historia del cine su doble condición: su capacidad para crear el mito pero al mismo tiempo para engañarnos con falsos mitos. Para Godard, en un mundo sin Dios como el que surge después del nazismo, en una Europa que ya jamás quizá podrá volver a ser idealista, el artista debe recoger los trozos que dejaron los dioses al marcharse para crear su obra. Esas imágenes de sus películas deberán ser un reflejo de su divinidad pero jamás, alerta el ilustre cineasta, sustituirla. Dios es Dios, vivo o muerto, y la imagen se vuelve monstruosa cuando intenta reemplazarlo. ¿Que otra cosa debe ser? Humano. Intensamente humano.
La muerte del cine como hecho social relevante parte de una doble dejadez. Por una parte, los artistas da la impresión de que han dejado de estar interesados con lo que ocurre aquí y ahora, con convertir su cámara en un vehículo para transformar la realidad ya que actuando como dioses no aspiran a cambiarla sino a destruirla para sustituirla por otra, haciendo un mal uso de esa capacidad que señalaba Godard de la imagen para crear mitos. Asistimos, pues, a un cine de autor cada vez más ensimismado y plegado en sí mismo que ya no aspira a emocionarnos sino a deslumbrarnos o transportarnos a ese "otro mundo" que el cine es capaz de crear con una fuerza indiscutible. Como sucede con el cine comercial, es cada vez más bonito y más perfecto, más inteligente y habilidoso, pero le falta sudor, ambición y valentía para enfrentarse al mundo tal y como es y subvertirlo.
Veamos, por ejemplo, el caso de la crisis que padecemos actualmente. Ha habido varias películas y algunas muy buenas sobre la catástrofe, sin embargo, la inmensa mayoría nos explican la crisis no a través de sus víctimas, como hiciera la gloriosa comedia italiana de los 50 y 60, sino de sus perpetradores. Todas las películas de calidad que han reflexionado sobre el tema (veamos, Margin Call, Wall Street 2, incluso El capital de Costa-Gavras) al mismo tiempo que denuncian los tejemanejes financieros sucumben a su glamour de revista de colorín. El cine que aspira a contar la realidad, aun con estos casos, sigue siendo poco. Los autores parecen mucho más preocupados por dialogar con la propia historia del cine y reflexionar sobre conceptos telúricos relacionados con la "leyenda" y el "mito" que con influir y transformar la realidad. En este sentido, el regreso de lo posmoderno al cine moderno es un hecho y en la mayoría de los casos, una mala noticia. Muchos críticos, eso sí, están encantados porque son películas que animan su retórica y que les produce el inmenso placer de sentirse muy inteligentes por dominar unos referentes y chistes privados que en relación a la mayoría, lo alejan. Un cine que no aspira a ser popular, deja de ser cine, y eso no significa vulgarizarlo.
A la evidente crisis del cine de autor, que señala de una forma muy clara la del propio cine europeo, hay que añadir la colosal crisis que padece Hollywood y que también nos plantea la cuestión crucial de quién financia el cine y qué significa eso. Veamos el documental de Morgan Spurlock La película más grande jamás vendida, en la que vemos una paradoja inmensa. Se dan dos factores. La cada vez mayor resistencia de la gente a gastar dinero en cultura que desemboca en una disminución de ingresos del cine (con el vídeo desaparecido, el vídeo bajo demanda siendo muy poco rentable, etc.) que ha aumentado la dependencia de la industria a fuentes de financiación con intereses ocultos capaces de ejercer una censura mucho más terrible de las conocidas hasta la fecha: las corporaciones.
Spurlock, que está en la escuela de Michael Moore o Sacha Baron Coen en su condición de payasos "terroristas", trata de montar una película únicamente a base de patrocinios para darse de bruces con su propio éxito, ya que su rebeldía puede ser reducida a un mero perfil de marketing. Una compañía de zumos lo apoya porque Spurlock se hizo famoso destruyendo McDonalds y pretenden demostrar la naturalidad de sus productos y la marca de coches que le presta el transporte busca identificarse con los valores de "juego y autenticidad" asociados a la marca Spurlock. Lo que el cineasta pretende demostrar mediante infinitas reuniones con jefes de marketing es cómo la proliferación del product placement ha desplazado el poder creativo de los ejecutivos de cine a los de las grandes compañías, que financian las películas asociándolos con sus productos y, como es lógico, esperan sacar el mejor partido de su inversión. Un objetivo que no tiene nada que ver con el arte, al revés, lo destruye.
En un momento en que la cuestión de la financiación del cine está en solfa y hay quien reclama que la cultura sea "libre" y el cine regrese a unos orígenes underground que en la práctica significa mal pagados, lo que el filme de Spurlock pone de manifiesto es la propia supervivencia de un cine libre porque solo puede serlo si depende, precisamente, de un público que esté dispuesto a financiar esa independencia pasando por taquilla. La ridícula imagen del director en un talk show con el cuerpo rodeado de pegatinas con marcas comerciales lo único que hace es llevar al absurdo uno de los mitos más estúpidos y dañinos del mundo contemporáneo, ése de que la cultura gratis conlleva una nueva era de la libertad cuando es exactamente al contrario. Otro tanto respecto a las supuestas virtudes del "patrocinio" o las exenciones fiscales que propugnan miembros del gobierno en nombre de una supuesta libertad de expresión que a la postre será peor que cuando pagaba el Estado. Si el cine no quiere morir, los espectadores deben pagar la independencia de los artistas directamente de sus bolsillos y los artistas volver a apuntar, sin rodeos intelectuales ni con trucos de aprendiz de mago, al corazón del espectador, a lo verdaderamente humano.