Hace más de un año, mi viejo colega Ramón Salazar me invitó a ver su última película, 10.000 noches en ninguna parte. La condición entonces fue no escribir lo que me había parecido y desde luego no he pedido permiso para estas líneas, espero que Ramón no se enfade. La realidad es que la película sigue siendo uno de los secretos mejor guardados del cine español, una de las pruebas vivientes más palpables del alarmante estado en el que se encuentra el cine en nuestro país. Porque Ramón, que yo sepa o pueda cavilar, no ha encontrado distribución para una película imperfecta y al mismo tiempo sumamente bella, una rara joya que llega al corazón y que sorprende por su audacia y riesgo.



Me imagino que precisamente esa capacidad para la audacia y el riesgo son sus "problemas". En parte, parece comprensible, con los distribuidores manejando unos márgenes cada vez más pequeños, que no es buen momento para lanzarse a grandes aventuras. Por otra parte, es el reflejo de que la industria se vuelve conservadora cuando van mal dadas sucediendo lo contrario a lo que suponen quienes quieren cine gratis, que no triunfa lo extraordinario, vanguardista y original sino que sale adelante lo convencional, asumible y muchas veces sencillamente gris.



10.000 noches en ninguna parte cuenta una historia muy íntima y lo hace yendo al hueso del subconsciente de su protagonista, Andrés Gertrudix, uno de esos grandes actores españoles para los que parece no haber suficientes películas como ésta que hagan brillar su talento. Gertrudix es un chaval de vida triste y apagada, al que suponemos devorado por mil tormentos, muchos de ellos causados por su propia madre, una espléndida Susi Sánchez en un papel muy a lo Cassavetes de mujer histérica y vulnerable consumida por sus vicios.



Salazar nos cuenta las cosas desde la poesía y la imaginación, sin recurrir a los trucos y certezas de la narrativa lineal para convertir el celuloide en el paisaje de las emociones y los sentimientos más profundos de su protagonista. Hay escenas francamente chocantes, como su encuentro en París con Lola Dueñas en el que el cineasta alcanza cotas de surrealismo muy poco transitadas por el recio cine español pero que después de chocar acaban conmoviendo por su imaginación y ternura. La parte de Berlín, con Najwa Nimri, metáfora de la liberación sexual del reprimido protagonista, da paso a un final espléndido y catártico en un Madrid maravillosamente bien rodado.



Salazar se atreve a utilizar la cámara como un intruso impertinente para despojar a sus personajes de toda careta y mostrar su desnudez más brutal de forma rotunda, al mismo tiempo sensible y espantosa. Hay imágenes de este filme que aun hoy, un año después, regresan a mi memoria con extraña fuerza y me pregunto cuándo los espectadores podrán disfrutar de una película tan atípica como necesaria en nuestra cinematografía.