Las tres películas de Xavier Dolan son grandes obras independientemente de su autor, pero todo resulta mucho más sorprendente porque hoy mismo el director tiene 24 años. A los 20, Dolan estrenaba en Cannes su primer filme, Yo maté a mi madre, siendo recibido con una ovación de ocho minutos con el público en pie y ganando todos los premios que podía ganar: el de la Quincena de Realizadores, el de la juventud y el CICAE. Un debut resonante amplificado por la insólita juventud de su artífice, un dato sin duda curioso pero tan flamboyante que también puede despistarnos de lo más importante: las películas. Y las películas de Dolan lo convierten sin duda en el nuevo Fassbinder por su capacidad para la penetración psicológica, su afición por retratar pasiones extremas, los personajes fogosos llenos de rabia o la homosexualidad. Fassbinder, además, es ese hombre que dirigió más de 40 películas en 37 años muy bien aprovechados. Deseamos a Dolan una larga vida.
Hoy se estrena Laurence Anyways, la más ambiciosa de las películas del joven genio. Dolan da un paso más allá de sus tableaux juveniles, Yo maté a mi madre y Los amores imaginarios, que acaban de estrenarse en Filmin, para contarnos la historia de un adulto de 37 años, profesor de literatura de instituto con ambición de poeta y novelista, felizmente emparejado con una jefa de producción en rodajes con la que mantiene un romance jovial y luminoso que celebra la bohemia, y que de repente anuncia al mundo que quiere convertirse en una mujer. Hemos visto esta historia más veces y Dolan aporta una novedad interesante, ese Laurence transexual cambia de sexo pero no de orientación y le siguen gustando las mujeres. De hecho, la película es la historia de amor ¿imposible? entre una pareja profundamente enamorada pero separada por las convenciones sociales.
Laurence Anyways abarca una década en la vida de ese Laurence que el director ha definido como un "punk que se sale con la suya". Una década en la que un Melvil Poupad (actor que sustituyó al previsto Louis Garrel por desavenencias al inicio del rodaje) pletórico trata no de construir su identidad sino de conquistarla y al mismo tiempo no perder a la mujer de la que está enamorado. Para ello, Dolan necesita casi tres horas que se antojan excesivas para casi cualquier película incluida ésta, con algunas escenas reiterativas. Pero Laurence Anyways es una gran película. Con una profundidad y sagacidad insólita, Dolan crea un poderoso filme sobre la incertidumbre y la complejidad con la que buscamos la felicidad. Vuelve a brillar su capacidad para crear personajes de carne y hueso y resultar al mismo tiempo muy crítico con esa sociedad suburbana canadiense, la clase media de toda la vida, y tierno.
Sorprende también vivamente la madurez con que el cineasta recrea ese mundo de los años 80 marcado por la apoteosis de la cultura pop y la androginia representada por figuras como Boy George, cuyos videoclips parecen ser la inspiración del filme, a sumar esos neones y cromas de Tsai Ming Liang, cuyo cine Dolan se ha aprendido de memoria. Fassbinder asoma en todo su esplendor en esas transexuales viejas y la sombra de Almodóvar, muy presente en toda su filmografía, se deja ver en su capacidad para construir tramas retorcidas en el límite de la verosimilitud que acaban funcionando porque ambos comparten la capacidad para crear, insisto, personajes tridimensionales. De hecho, la transexualidad es casi lo de menos, a Dolan sobre todo le interesa reflexionar sobre la eterna tensión que todos vivimos entre las convenciones sociales y los deseos íntimos.
Lo he dicho, las acaban de colgar en Filmin, y ningún cinéfilo debería perderse dos películas como Yo maté a mi madre y Los amores imaginarios. La primera es una aproximación, que el propio director considera semiautobiográfica, a su relación con su madre. Protagonizada por el propio Dolan, es una versión libérrima de Los 400 golpes en la que se cuenta algo tan sencillo como qué sucede cuando una persona extraordinaria tiene una madre de una mediocridad lacerante. No solo eso, también la complejidad de las relaciones entre padres e hijos, esa madre a la que el protagonista "no puede querer pero tampoco dejar de querer", una situación imposible que todo el mundo ha conocido alguna vez. Todo ello lo explica el director mediante unos diálogos vivaces y elocuentes en los que a veces se deja llevar por su facilidad para resultar ingenioso pero que deslumbran en casi todo momento por la aparente facilidad con la que parece captar esa encrucijada.
Retrato demoledor de la clase media que no evita un cierto sano esnobismo, Dolan se convierte a sí mismo en una reencarnación del adolescente airado con peinado a lo James Dean para llegar a una conclusión demoledora y poco transitada por el cine, hay gente que no ha nacido para tener hijos y nunca debería haberlos tenido. Esa madre que Dolan retrata con ternura y displicencia se convierte en el símbolo de una clase media occidental anestesiada por la televisión y la cultura basura a la que Dolan reprocha, de forma furiosa, su falta de implicación en el mundo real, su burdo consumismo, su estúpida incultura. Es una película furiosa, tremendamente emotiva, muy atenta como todo su cine a los detalles (Dolan también diseña el vestuario y lo hace muy bien) que acaba reflejando con pasmosa profundidad el callejón sin salida al que se ve abocado ese chico que no puede ni dejar de querer a su madre ni tampoco quererla.
Los amores imaginarios nos traslada a un terreno más genuinamente francés. Dice Dolan que todas sus películas tratan sobre amores imposibles, la primera entre un hijo y su madre, la última entre un transexual y su novia y ésta que ahora comentamos entre una pareja de amigos y un atractivo y misterioso joven que enamora a ambos. El director explora en esta ocasión directamente ese sentimiento de pérdida y desamor, la tragedia que supone siempre amar y no ser correspondido. Él mismo interpreta a un homosexual sensible y cultivado y su composición del personaje femenino, esa chica no especialmente guapa pero tampoco fea, culta y sofisticada, que va vestida de forma vintage y abundante en Malasaña, es memorable. El seductor, un manipulador nato que esconde detrás de su aparente ingenuidad probablemente una insufrible banalidad, es otro de los grandes personajes del director que termina la película con un giro irónico en el que además de evitar la moraleja facilona se muestra una vez más como un socarrón a la altura de Fassbinder.