El incomodador por Juan Sardá

Clásicos veraniegos (I): Yasujiro Ozu, los tiempos cambian

4 agosto, 2017 16:59

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Yasujiro Ozu[/caption]

No deja de ser llamativa la forma en que la obra de autores de nacionalidades totalmente dispares pertenecientes a la misma época abordan los mismos asuntos aunque quizá a bote pronto no somos conscientes de la fuerza de los hilos que los unen. De esta manera, desde puntos de vista, estilos y planteamientos completamente divergentes, el cine de Yasujiro Ozu (Tokio, 1903-1963) enlaza perfectamente con obras como Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955), Jules et Jim (1961, François Truffaut) o Nunca pasa nada (Juan Antonio Bardem, 1963) al reflejar a una sociedad de la segunda mitad del siglo XX sometida a la mayor tensión que ha vivido en siglos, la ruptura de los hijos con los padres.

Mientras el comunismo y las utopías políticas fueron cayendo, Occidente, y buena parte del mundo, sí vivieron una revolución más silenciosa que tuvo lugar no en las calles sino dentro de las casas: la lucha de los hijos por reafirmar su libertad frente a los padres, una lucha muy unida a la de los derechos de la mujer. No es casualidad, por tanto, que ese cine que el propio Ozu, no se sabe si con falsa o verdadera modestia, llamaba “pequeño” se desarrolle casi íntegramente en la intimidad de los hogares. Es, sin embargo, en esas pequeñas historias de hijos que luchan por conquistar la independencia para casarse con quien quieren donde se produce el cambio sísmico que transformaría buena parte del mundo y sigue siendo motivo de sangriento, en ese caso, conflicto en los países musulmanes.

No fue Ozu un director punk, o no lo fue a la manera convencional. En sus películas, el maestro japonés se pone del lado de los hijos pero nunca deja de comprender a los padres. Su cine ejerce como puente entre generaciones y trata de establecer un mismo diálogo entre modernidad y tradición, un dilema insalvable en último término que aparece en toda su filmografía.

Veamos una de sus primeras y más famosas películas, He nacido pero... (1932), una de las pocas que se conservan de su período mudo, para ver cómo el maestro se coloca en el lugar de los niños. Tanto le gustaba esta historia de unos querubines que se rebelan contra las convenciones burguesas que él mismo haría una nueva versión casi treinta años más tarde, la también maravillosa Buenos días (1959).

La idea central de ambos filmes, una huelga de los hijos, es la misma aunque los motivos y su éxito final sean distintos. En He nacido pero... los dos hermanos se irritan al ver al padre humillarse delante de su jefe. El hombre severo y autoritario con ellos se rebela como un ser arrastrado ante los poderosos. Y los niños protestan con una huelga de hambre trastocando el sistema de valores del progenitor y alzando ante él un espejo. En Buenos días los tiempos han cambiado y en este caso los hermanos deciden hacer voto de silencio para conseguir un televisor y quejarse ante las convenciones sociales. Para ellos, los mayores solo saben decir “buenos días, qué precioso día” y son unos “farsantes”. En ambos casos, queda claro que Ozu está del lado de los pequeños.

Vayamos a su etapa canónica, la representada por la “trilogía de Noriko”, marcada por el protagonismo de la actriz y musa del cineasta Setsuko Hara. Son películas profundamente feministas y bellísimas en las que la misma intérprete parece dar rostro a los distintos tipos de mujeres japonesas.

En el primer filme, Primavera tardía (1949), Hara da vida a una joven de corazón puro que se niega a buscar el amor para cuidar de su padre, interpretado por el actor Chishû Ryû, una suerte de James Stewart con su aire de caballero apuesto y decente, que sale en todas sus películas. En este caso, es el padre el que debe casi obligar a su hija a independizarse y lo hace mediante una treta que Ozu, como Shakespeare, utilizaba mucho en sus películas y es que los personajes hacen ‘trampas’ o se inventan una historia para hacer reaccionar al héroe (recordemos la obra de teatro que organiza Hamlet para asustar a su tío). En este caso el padre le dice a la hija que se va a casar por segunda vez sin ser cierto para liberarla de la cadena que ella misma se ha impuesto de cuidarlo. Para la retina queda esa bellísima escena final en la que ataviada para su boda con toda la pompa japonesa, Noriko le da las gracias al padre con lágrimas en los ojos.

Vemos otra Hara/Noriko en Principios de verano (1951) donde representa a la heroína feminista modélica. Noriko es una ofinista en sus veintitantos que vive con tres generaciones de su familia en la misma casa. No tiene prisa por casarse a pesar de la presión a la que se ve sometida por su entorno. Y cuando decide casarse, lo hace sin contar con la opinión de sus padres. Es la clásica historia de Ozu, que vuelve a tratar el mismo asunto en filmes como Flores de Equinoccio (1958) u Otoño tardío (1960), también interpretada por Setsuko Hara.

En estos filmes, vemos a la vez la lucha de la mujer por conquistar su espacio en el mundo laboral y familiar y también una mirada compasiva y comprensiva con los desconcertados padres, que en último término siempre acceden a que se respeten los deseos de sus hijos después de mucho quejarse. En Flores de Equinoccio, Ozu utiliza la técnica del ardid para confrontar al severo padre con sus propias ideas. Mientras se muestra tolerante y comprensivo con las ansias de liberación de las hijas de sus amigos, entra en cólera cuando es su propia hija la que escoge marido sin consultarle. Al final, reina la paz porque en las películas de Ozu los personajes se equivocan pero nunca son malos.

En Otoño tardío el mensaje feminista es muy claro. En este caso, es la madre la que ejerce como figura represora de su propia hija, a la que desea ver casada con un joven adinerado cuanto antes. De esta manera, la negativa de la obstinada protagonista a cumplir con los deseos de los amigos de su padre se convierte en un rotundo canto feminista que sigue conmoviendo por la grandeza de los sentimientos que alberga. Como feminista es Crepúsculo en Tokio (1958), película que finaliza la trilogía de Noriko, en la que se rebela en todo su esplendor el fino y penetrante observador de los cambios de la sociedad en la época. En este caso, la historia de dos hermanas marcadas por una historia familiar violenta, que deben sobrevivir a sus maridos y el entorno laboral se convierte en uno de los más importantes testimonios audiovisuales sobre los albores de la edad moderna en la que vivimos.

El cine de Ozu nos acerca al mundo de las mujeres, que suele desarrollarse en los confines del hogar, pero también al del capitalismo paternalista del siglo XXI. Nos encontramos ante una cultura de ancestrales costumbres y delicadas maneras (qué envidia ante tanta modestia y educación frente al griterío español) que se inserta en un nuevo entorno corporativo que recuerda al mundo que conocemos de Estados Unidos. Hay algo de Muerte de un viajante, la obra de Arthur Miller, o del teatro y cine de Mamet, en ese Japón ultraproductivo y entregado al trabajo que progresa de manera asombrosa en un entorno capitalista. Un mundo distinto al de hoy en el que la gente entraba a trabajar en las empresas para el resto de su vida y donde se establecen relaciones de jerarquía estrictas entre jefes y empleados que reproducen esas relaciones de poder que existen en el interior de los hogares.

Ozu nos adentra también en el mundo de los hombres, con esos businessmen tan mametianos que durante el día se comportan de forma meticulosa y eficaz y por las noches se emborrachan en los bares. Un mundo masculino de camaradería y sake en el que parece dominar el desconcierto y un cierto orgullo trasnochado que contrasta con ese universo de las mujeres en el que deben sobrevivir a base de ingenio y de establecer alianzas que muchas veces se rebelan imposibles entre generaciones.

No cabe terminar este somero homenaje a la filmografía de Ozu sin hablar de Cuentos de Tokio (1953), quizá no su mejor película, es muy difícil decir cuál es, pero sí la más popular. Es quizá, sorprendentemente, uno de sus títulos más amargos y también más equilibrados en esa lucha generacional. El desencanto de unos ancianos de pueblo que visitan Tokio para visitar a sus hijos para encontrarse con adultos con vidas ocupadas y entregadas por completo a la nueva religión de la productividad y el consumismo. Esto revela en toda su esencia la grandeza de ese Ozu que al mismo tiempo que admiraba las posibilidades de liberación personal de la modernidad también recelaba de una sociedad que avanzaba a pasos agigantados hacia la indiferencia y la falta de compasión. Como suele suceder con los maestros, su lucidez nos sigue conmoviendo y concerniendo hoy en día.

Un detalle final: No deja de ser curioso ese bar llamado Luna, en el original en español, en el que los personajes de Ozu abandonan los rigores de la costumbre japonesa para relajarse y confesarse los unos a los otros. Quizá para Ozu esa Luna tan lorquiana representaba esa pasión y arrojo que contrasta con unos japoneses mucho más moderados y exquisitos en el trato. Salvo cuando se emborrachan, en el Luna, por ejemplo.

 

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