Tenemos un problema con las expectativas. Y ese siempre es un problema estrictamente subjetivo que jamás se refiere al objeto del que hablamos. Cuando la gente sale de ver el Episodio VIII de
Star Wars y suelta, mientras los créditos aún desfilan por la pantalla al compás de John Williams, un “me esperaba más” o la más tremebunda “me ha decepcionado”, yo me pongo muy nervioso. Las películas o las series no son un hijo que no quiere estudiar o un amigo que no te devuelve el libro que le prestaste. Quiero decir, está bien, vale, no pasa nada, no te gustó lo que hizo Rian Johnson, pero las expectativas no son un elemento de juicio, es como esperar que cada novela sea como
El largo adiós o enfadarse con Messi porque este año solo metió 42 goles en lugar de los 50 que tú habías vaticinado allá por el mes de agosto.
A los libros, a los discos, a las películas o a los cuadros habrá que mirarlos como son y no como nos gustaría que fueran, porque la segunda opción solo ofrece dos alternativas: la frustración o el impulso creativo.
Con Charlie Brooker sucede algo similar.
La primera temporada de Black Mirror, de solo tres episodios, dejó a la audiencia patidifusa. Brooker utilizaba las posibilidades de las nuevas tecnologías para calibrar hasta donde podía llegar la maldad (o la incompetencia) del ser humano.
La segunda entrega llegó en 2013, dos años después de la inicial, y contó con tres capítulos más el especial de Navidad. De esas dos primeras partes, recuerdo nítidamente y sin haberlos vuelto a ver,
The National Anthem (el piloto) y todos los episodios de la segunda temporada (especialmente
Be Right Back y
White Bear). De la tercera, solo
San Junípero (que me sigue pareciendo una obra maestra) y de esta cuarta el no menos brillante
Hang the DJ.
Las 19 historias independientes que forman todo el conjunto parten, casi sin excepción, de una idea brillante. Eso es tan cierto como que
Brooker no es un guionista sutil y las conclusiones a las que llega quieren golpearte como un mazo y no acariciarte el cerebro: lo suyo son las tesis. El mayor problema, en las ocasiones más desafortunadas, es que para demostrarlas no le importa sacrificar los medios en virtud de su objetivo. Dicho esto, creo que el 90% de los guionistas profesionales, todos los amateurs y los aspirantes a escritores de frases en sobres de azúcar venderían su casa con la familia dentro por tener solo una de las ideas que ha parido el creador de
Dead Set (no se olviden de ella, amigos). Algo de insana envidia hay, no lo neguemos.
Pero en general,
¿por qué nos gusta menos Black Mirror ahora que cuando empezó? (O, mejor dicho, ¿por qué yo tengo esa sensación a partir de lo que leo?) En primer lugar, creo que el juego de las expectativas del que hablábamos al inicio tiene parte de culpa. De cada capítulo esperamos un giro final que nos deje con el culo soldado al sillón; una genialidad tecnológica en la que no habíamos pensado (no sé, una Thermomix que cocina en función de la dieta exigida por un endocrino y que acaba matando de hambre a sus propietarios) o una resolución que nos desconcierte. Ahora bien, creo que la serie tiene problemas que nada tienen que ver con los deseos del público. En esta última temporada hay una visible disociación entre lo visual y lo escrito, capítulos que se entregan al poder de la imagen olvidándose del guion y otros más sólidos en su construcción pero formalmente desaliñados. Como si las dos cosas no pudieran ir de la mano. También pienso que
el discurso crítico que contenían la mayoría de episodios de las dos primeras temporadas se ha rebajado considerablemente (fíjense a quiénes se señalaba antes y a quiénes se señala ahora).
[caption id="attachment_561" width="560"]
Capítulo
Hang the DJ de
Black Mirror[/caption]
Para verlo mejor, podemos repasar esta cuarta entrega capítulo a capítulo. En
USS Callister hay una idea abracadabrante: el clon digital. Con los ropajes de
Star Trek, Brooker, William Bridges y el realizador Toby Haynes, nos hablan de un programador apocado y oscuro que, en un mundo virtual, domina a los empleados a los que rehúye en la vida real. Es una lástima que
esa crítica a la endogamia mitómana y a la tiranía patronal se resuelva de manera tosca. En un mundo hipertecnologizado en el que la seguridad es lo primero, basta con pedir una pizza y colarse por una ventana para liberar a la tripulación rebelde. Como sucede con demasiada frecuencia en las últimas entregas de la serie, la historia necesita llegar al punto que los guionistas han decidido previamente y para ello todo parece valer. También me genera dudas el comportamiento de Robert Daly (Jesse Plemons): ¿es un misógino y un abusador porque se siente rechazado o como se le aparta reacciona de esa manera? Dicho de otro modo, ¿justifica el guion su comportamiento?
Jodie Foster dirige
Arkangel, un episodio que cuestiona la sobreprotección a la que muchos padres someten hoy a sus hijos; en ese sentido, su didacticismo no le vendría mal a más de uno (ay, perdón, que yo no tengo hijos y no sé de qué hablo: hagan como si no lo hubieran leído). En resumen: una madre soltera implanta un chip en la cabeza de su hija para tenerla controlada en todo momento y, al mismo tiempo, evitar que vea cosas desagradables (violencia, sexo, etc.): una cámara con gps y control parental en el cerebro. A pesar de su solvencia, las cosas siempre suceden en el momento oportuno, como por ejemplo el infarto del abuelo en presencia de la nieta.
Quizá lo más interesante sea el hecho de que la tecnología utilizada termina siendo prohibida por ley, algo que sucede en más episodios de esta temporada y que, de manera menos evidente de lo habitual, alerta sobre las interferencias que los avances generan en nuestra intimidad y, sobre todo, incide en que el I+D+i va por delante de las leyes (y de la mayoría de la gente).
En
Crocodile tenemos a John Hillcoat a los mandos. El mismo tipo que ha firmado la adaptación cinematográfica de
La carretera de Cormac McCarthy (sobre él volveremos en las próximas semanas), la potente
Sin Ley y
Triple 9, un thriller brioso que no deberían perderse. Aquí nos enfrentamos a un cuento en clave
noir –tiene todos los tópicos– con una investigadora de seguros que tratando de resolver un caso banal se topa con otro mucho más macabro.
Lo mejor del episodio nos lo da Hillcoat, con ese tratamiento del espacio en concordancia con los personajes que describe. Lo peor viene de manos del guion, no porque desde el primer momento se nos ofrezcan los puntos de vista, el del cazador y el del cazado, o porque el distintivo tecnológico sea un tanto oportuno (un lector de recuerdos que se parece al detector de replicantes de
Blade Runner), sino por soluciones tan burdas como sacar un cadáver de un hotel en el carrito del servicio de habitaciones, sin ser observada por nadie, con la mano del muerto colgando, y metiéndolo en el coche como si tal cosa. El final tremendista, forzado para alterar y alertar nuestras conciencias, tampoco ayuda. Me repito:
en el universo de Charlie Brooker las cámaras observan cada paso que damos, así que saltarse las medidas de seguridad jamás debería ser fácil.
Y llegamos a
Hang the DJ. El San Junípero de este año. Mucho rajar (y me incluyo) pero ¿cuántas series de las que hemos visto en 2017 tiene un capítulo así?
Los famosos algoritmos que controlan las apps transformados en imágenes; un veterano de la televisión como Tim Van Patten (
The Wire, Deadwood, Roma, Los Soprano,…) buscando la simetría casi en cada plano para mostrar un mundo cuya perfección solo puede ser irreal, y las relaciones de pareja en la era Tinder vistas como jamás antes las habíamos visto. Esa mecánica basada en la repetición a lo
Atrapado en el tiempo, la sensación de extravío (¿Dónde están los protagonistas? ¿Qué sucede exactamente?) y el toque de comedia romántica cristalizan en uno de las cumbres de
Black Mirror.
Después del mejor capítulo de la temporada, llega el peor. A eso se le llama igualar la balanza.
Metalhead parte de una premisa sacada de un libro de aforismos buenistas de Paulo Coelho –no la revelaremos por lo que pueda pasar– y nos introduce en un entorno post-apocalíptico en el que, básicamente, una Thermomix (perdón por la obsesión) con patas persigue a una mujer para convertirla en cadáver. David Slade firma un capítulo ‘de director’. El blanco y negro, la atmósfera malsana, las persecuciones… Pura energía cinética. ¿Y el guion?
Parece que cuando las cosas van rápido las incoherencias se disimulan mejor… Pero no. Un par de ejemplos. La secuencia del coche en el precipicio: cabeza-obús llega, nuestra protagonista está a punto de caer al abismo junto con su vehículo, la roomba con patas rompe el cristal, unos minutos antes hemos visto que en una de sus extremidades tiene un arma de fuego, pero esta vez, y a pesar de estar diseñado para ‘buscar y destruir’ que diría Iggy Pop, no le pega un tiro a su objetivo sino que se mete dentro del coche a buscar esa chapa de dos euros que siempre se cuela entre los pliegues del asiento (todo esto lo filmamos con planos cortos para que la cosa no cante, claro). ¿Que los ‘perrobots’ tienen sensores para detectarlo cualquier onda sonoara? Me pongo hablar por el
walkie y encima digo que me pueden detectar… pero sigo hablando un poco más. De la parte final, que se concentra en un casoplón de esos que sale en
¿Quién vive ahí?, mejor ni hablamos. Lo dicho, poneos
Hang the DJ.
Afortunadamente, la serie que ahora produce Netflix (las dos primeras se forjaron bajo el auspicio del Channel 4 británico) termina con buen sabor de boca.
Black Museum podría formar parte de una actualización
The Twilight Zone o incluso figurar dentro del catálogo de
Masters of Horror. La elección de Colm McCarthy, director de la brillante
The Girl With All Gifts (2016), para captar esta visita guiada por una peculiar galería de los horrores no puede ser más acertada. La visita, aparentemente inopinada, de Nish (Laetita Wright) a un morboso museo en la que no solo se repasan, mediante una colección de objetos, crímenes de toda condición sino que incluso se puede ajusticiar a los delincuentes, da pie a una
reflexión sobre la explotación del morbo y el disfrute con el padecimiento ajeno. Esta historia de historias, que aprovecha su inspiración museística para compendiar continuas referencias a otros capítulos de la saga, termina con un giro final que, esta vez sí, está advertido desde el inicio del capítulo (aunque se nos haya pasado por alto).
Y dicho todo esto, si hacemos balance,
habrá que convenir que Brooker es un tipo al que hay que seguirle la pista, porque aunque “nos decepcione” algunas veces, en un momento determinado acabará poniéndonos las meninges del revés de un trompazo (y eso es algo que muchos jamás conseguiremos en la vida; conviene no olvidarlo). Por las de cal, por las de arena y por si acaso:
stay tuned.