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Por si no lo sabíais, las series son el mal. Perdón, EL MAL. El apocalipsis creativo, el holocausto del talento, la grisura expresiva. La peste, vamos. No son pocos los críticos que lanzan acusaciones indiscriminadas –esto es, a colegas y a espectadores– sobre la permisividad con que las juzgamos. También están los directores que hablan de un anquilosamiento narrativo que castra las conquistas alcanzadas por un determinado tipo de cine que ha querido (y logrado) evolucionar el medio –ejem– audiovisual.
Con el ánimo de establecer un debate provechoso, antes que de corregir a nadie, creo que acuñar afirmaciones de ese calibre en un contexto tan multiforme como el actual es arriesgar mucho. En primer lugar, si hablamos de cine, del cine al que tiene acceso el espectador común, no del catálogo de películas que conforman ese circuito de exhibición alternativo que son los festivales; ese cine que está formado por títulos como Tres anuncios a las afueras de Ebbing, Missouri (Martin McDonagh, 2017), El extranjero (Martin Campbell, 2017), 120 pulsaciones por minuto (Robin Campillo, 2017) o Los archivos del Pentágono (Steven Spielberg, 2017); ese cine, es un cine que no se aparta ni un milímetro de las convenciones narrativas tradicionales. Para no hacer trampa diré que dos películas que se estrenan mañana sí se alejan de esos patrones –la inconmensurable Zama (Lucrecia Martel, 2017) y la magnética El mar nos mira de lejos (Manuel Muñoz Rivas, 2017)– aunque si viven lejos de una capital es prácticamente imposible que las vean.
En la televisión sucede algo similar. Si bien es cierto que una inmensa mayoría de las producciones ponen la cámara al servicio del guion, no lo es menos que existen no pocas series que exploran nuevas vías expresivas que trascienden, incluso, la propia serialidad: para no hablar de Twin Peaks: The Return (David Lynch & Mark Frost, 2017), me valen Legion (Noah Hawley, 2017), Hannibal (Bryan Fuller, 2013-2015) o The Leftovers (Damon Lindelof & Tom Perrotta, 2014-2017), obras que apuestan por una narrativa distinta, cuando no directamente disruptiva. Dicho esto, propuestas como The Night Of (Steven Zaillan, 2017) o The Deuce (David Simon & George Pelecanos, 2017), que se adecuan a los principios aristotélicos de la estructura en tres actos, siguen pareciéndome sendas maravillas. A mí también me gusta que me cuenten historias como las de siempre, siempre que me las cuenten bien. Y disfruto tanto adentrándome en piezas tan vanguardistas como Meteors (Gürkan Geltek, 2014) como con la solvencia de un juglar tan canónico como Steven Soderbergh (no se pierdan La suerte de los Logan).
En el fondo, toda esta discusión que orbita en torno al cine y las series –y en la que animo a profundizar siempre que no se adopten posturas maximalistas– revela un cambio de paradigma en el que las segundas le han arrebatado el primer puesto a las primeras en el pódium de la industria audiovisual (y también en el del entretenimiento). También creo que, en lo que al mundo del cine se refiere, en demasiadas ocasiones, no nos damos cuenta de que los que escribimos/hablamos sobre estas cosas lo hacemos desde una posición privilegiada: la del que tiene acceso a un objeto vetado para la mayoría (eso no quiere decir que no tengamos que luchar para que ese cine desgraciadamente minoritario tenga más visibilidad; se trata justo de lo contrario). Con las series, aunque también hay distinciones, es más fácil (y sí, también hablo de la piratería: podréis encontrar sin pagar ni un euro una serie con una audiencia mínima, pero no la ganadora del último festival de Locarno. Eso también cuenta).
Sobre todo este embrollo, me interesa especialmente la opinión de alguien como Mariano Llinás. El director de Historias extraordinarias (2008) apunta que, cuando uno ve Thor: Ragnarok (Taika Waititi, 2017) en una sala de cine, está, efectivamente, viendo cine. Sin embargo, si lo que vemos es Thor: Ragnarok en el blu-ray de nuestro salón, estamos viendo televisión. Para Llinás lo importante es el concepto de proyección: no es lo mismo ver King-Kong en un Smartphone que en el cine. Y no lo es, porque la reproducción en una pantalla pequeña invalida el juego con los tamaños que la propia película plantea. La cuestión, para mí (no sé si para Llínas), está en si aquel que piensa la película o la serie lo hace en esos términos. Es decir, si cuando planifica una secuencia imagina las posibilidades volumétricas, cromáticas o de profundidad que permite el cine o si lo mismo le da que su creación se pueda ver en una tablet que en un IMAX (y todas las consecuencias que ello conlleva). Dicho de otro modo, ¿da igual –aunque obviamente no sea lo mismo– ver un capítulo de Juego de Tronos en la tele que en la mejor sala de los Kinepolis? Repito, todas estas memeces mayéuticas forman parte de un debate que yo solo puedo regar con preguntas (preguntas que, me temo, no sirven para nada).
En ese sentido, La peste plantea disyuntivas interesantes (hemos tardado en llegar, ¿eh?). Mitad period drama, mitad thriller, la nueva producción de Movistar + rompe esquemas ya desde un punto de vista industrial: un presupuesto de 10 millones de euros, 18 semanas de rodaje, un centenar de actores, 130 localizaciones,… Pero para quien esto suscribe, la ruptura más importante es de orden estético y está directamente relacionada con la fotografía y la iluminación. La peste es oscura como la mente de un concejal de urbanismo de la Costa del Sol a finales de los noventa. La luz de las velas y de los candiles es la única que ilumina débilmente los rincones de una ciudad a la que la puesta en escena priva de su brillo natural. Apenas hay escenas diurnas y la belleza de la ciudad queda emborronada por un tenebrismo de raíz pictórica (más información aquí). Desconozco qué experimentó la afortunada audiencia que pudo ver los dos primeros episodios estrenados en el Festival de San Sebastián, pero no me cabe ninguna duda de que ‘percibieron’ mejor una propuesta en la que las decisiones fotográficas tienen más que ver con el trabajo que Stanley Kubrick y John Alcott desarrollaron en Barry Lyndon (1975) que con Los Tudor (Michael Hirst, 2007-2010), que aquellos que la hemos visto en la televisión. De hecho, a poco que uno rastree las redes sociales en busca de comentarios sobre la serie, no son pocos los espectadores que se quejan de que “hay momentos en los que no se ve nada”. De nuevo el concepto de proyección y la manera de concebir la obra. Por cierto, y para liarlo un poco más, en esta magnífica entrevista de Juan Sardá, Alberto Rodríguez habla de “película larga”.
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Todo esto no quita para que La peste se inscriba en una tradición narrativa muy concreta. Los asesinatos de varios miembros destacados de la sociedad sevillana en mitad del brote de peste que asola la que, en 1597, era una de las ciudades más importantes del mundo, recuerda, por su desarrollo y sus conexiones libreras a El nombre de la rosa y, por extensión, a la bibliografía de Arthur Conan-Doyle. Aunque carezca del humor de la novela de Umberto Eco, las relaciones semánticas son evidentes: los libros prohibidos, el arte de la deducción, el detective esta vez disfrazado de impresor proscrito y su joven y sagaz ayudante, la comunidad cerrada, la importancia del conocimiento, el peso de la religión… Todo está ahí, de otra manera, pero está ahí.
Lo más interesante de La peste es como esa tradición novelística se conjuga con una puesta en escena que siempre apoya la narración (ayuda a contar) aunque se oponga frontalmente a la manera de relatar de las series actuales. Me explico. La fotografía, por un lado, y su construcción en dos niveles, por otro, inciden en la oscuridad que envuelve una época marcada por la corrupción, la miseria y la explotación de los débiles (principalmente, mujeres, niños y esclavos) y en la existencia de un submundo –alcantarillas, trampillas, sótanos, catacumbas– en el que los poderes fácticos ordenan una sociedad que ignora el funcionamiento de esos engranajes subterráneos. Esa negrura también es intrínseca a una trama enrevesada en la que los hechos solo se clarifican al final (no es casual que termine en una escena diurna… pero sin un sol deslumbrante). Una trama en consonancia con una puesta en escena que jamás nos brindará un plano diáfano, porque sería absurdo apostar por la nitidez visual para contar una historia en la que rigen la podredumbre moral, el arribismo y traición.
Una de las cosas que me llama la atención es que La peste es, primero y antes que nada, una serie de Alberto Rodríguez. Lección número uno de la teoría de los autores. Después es, también, una serie de Rafael Cobos (esto dicho como si nos hubieran sellado los labios con una gotita de poxipol y costara abrirlos para hablar). Fran Araújo, que escribe los seis guiones junto a Cobos, y Paco R. Baños, que dirige los episodios 4 y 5, es probable que ni os suenen. Sin embargo, a los amantes del thriller en todas sus vertientes, la alianza formada por Cobos y Araújo debería alegrarnos. El primero ya ha demostrado querencia por el género y sobrada habilidad para manejarse según sus reglas (sigo quedándome, con mucho, con Grupo 7). Del segundo hay dos cosas –y sigo sin apartarme del género– que me ‘sulibeyan’: su participación junto a Michel Gaztambide, Manuel Burque y Patricia Campos en el guion de Vuelo IL8714 (que me sigue pareciendo un hito dentro de la ficción televisiva española) y su colaboración en el libreto de La propera pell (2016) al lado de Isa Campo e Isaki Lacuesta. Precisamente, en una entrevista con los dos realizadores catalanes mantenida durante el estreno de la película en el Festival de Málaga de 2016, surgió una frase de Araújo a propósito del thriller: “el final tiene que ser sorprendente e inevitable”. Esa máxima se aplica en La peste a rajatabla. Después de un primer capítulo introductorio que apenas guarda relación con el grueso de los acontecimientos, la mecánica detectivesca se despliega con soltura. Chirría un tanto que no se respete escrupulosamente el punto de vista de esa inopinada pareja de investigadores formada por Mateo (Pablo Molinero) y Valerio (Sergio Castellanos), pero también es cierto que la omnisciencia permite aprovechar mejor el pluscuamperfecto diseño de producción que describe un universo que funciona por oposición (palacetes/mancebías, calle/subterráneos, interior/exterior, hombres/mujeres,… ) y aliña el relato de posibles sospechosos para cerrar con un giro final “sorprendente e inevitable” (y sin trampear).
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Es cierto que al guion se le pueden reprochar la verbalización de algunas metáforas obvias, a la producción la falta de unos cientos de miles de euros para mejorar el CGI de la secuencia de la hoguera y al casting mayor uniformidad (algo imposible con Manolo Solo –OTRA VEZ– bordándolo). Detalles que me parecen nimios para una apuesta arriesgada que se remonta al siglo XVI para hablar de temas inequívocamente actuales como (allá voy): el control del trigo, un alimento básico, por parte de los detentores del poder económico (hoy los grandes fondos de inversión); la explotación infantil (imposible no pensar en Oliver Twist); el cambio del concepto de élite, de la sangre aristocrática a la nobleza por el oro; la reducción de la mujer a objeto (magistral el encajonamiento de Teresa (Patricia López) en la secuencia del asalto); la conexión entre la iglesia y la explotación sexual; la supremacía del dinero como mediador en cualquier tipo de relación (de sexual a política),… Podríamos seguir, pero baste con decir que las relaciones evidentes entre una serie ‘de época’ como La peste y un documental de guerrilla como Expo Lío 92 de María Cañas deberían ponernos en alerta sobre lo poco que han cambiado las cosas en los últimos siglos.
Según los datos facilitados por la propia plataforma –datos que hay que analizar con cautela y teniendo en cuenta otros factores– La peste ha sido su mejor estreno, superando en un 40% al de la séptima temporada de Juego de Tronos. Tras una semana en antena –qué demodé me ha quedado esto– ya se ha anunciado una segunda temporada. Veremos, tras el cierre contundente de la primera entrega, que se inventan Rodríguez, Cobos, Baños, Araújo y compañía. Stay tuned.
P.S.: A propósito del concepto de ‘proyección’: una pena que la ‘TV-Movie’ de los hermanos Safdie, Good Time, no se haya podido ver en ni una sola sala de cine de España.