9-1-1
No sé si la papelera de reciclaje de Ryan Murphy y Brad Falchuk tiene las dimensiones de un estadio olímpico o si no tiran nada a la basura y cualquier deshecho lo convierten en una serie. Su ritmo de producción es tal que me gusta pensar que esas mentes en permanente estado de ebullición creativa son capaces de desarrollar cinco argumentos al día y prescindir de los menos interesantes para quedarse con lo bueno (Feud, American Crime Story…). Digámoslo ya: 9-1-1 no pasará a la historia ni de la televisión ni de la carrera del dúo creativo. La serie que emite FOX es un patchwork en el que bomberos, policías y paramédicos comparten protagonismo y los tics asociados a ese tipo de producciones se suceden. Murphy y Falchuk, que vuelven a ir de la mano de Tim Minear, no renuncian ni a algunos de sus temas (la homosexualidad) ni a sus actores fetiche (Connie Britton), ni a determinados rasgos muy presentes en su dramaturgia (el gusto por el melodrama más desgarrador). No obstante, 9-1-1 sigue al pie de la letra un libro de instrucciones que nos sabemos de memoria, recurre a una mecánica tan aprehendida que tiene difícil sorprendernos y funciona, precisamente, entre aquel público que halla placer cuando (se) reconoce (en) lo que ve. Ahora bien, la narración, aunque irregular, es briosa: ayuda que en cada capítulo se resuelvan varios casos, el trabajo bibliotecario en busca de hechos reales que fuerzan las reglas de la verosimilitud (el bebe encajado en la tubería o el amerizaje) permite mantener el nivel de tensión, si bien los conflictos entre los personajes se plantean en clave de hipérbole dramática, como si los creadores hubieran invertido parte de sus bienes en acciones de Kleenex en la bolsa, cosa que genera graves problemas de ritmo. Uno puede ver 9-1-1 mientras prepara la cena, mientras cena y mientras hace la digestión. Todo el mundo sabe qué se va encontrar cuando empiece a ver los créditos, sabe que por mucho que se despiste será capaz de seguir la historia (y casi siempre anticipará su resolución) y que si le pilla en un día tonto -o si el director de turno está avispado, como al final del episodio cuarto- es probable que acabe llorando desconsoladamente.
Altered Carbon
La versión corta de todo esto sería: pónganse Blade Runner (Ridley Scott, 1982). Ahora viene la larga. Imagino Altered Carbon escrita por alguien que se quedó encerrado en una biblioteca habitada por manuales de filosofía, las obras completas de Paulo Coelho, la colección de Teo y la novela original de Richard K. Morgan (que ya es un remedo de temática ciberpunk y relato negro versión hardboiled).
Bajo un diseño de producción al que le falta la etiqueta del precio en cada plano, la teleserie de Netflix esconde una historia noir que rinde tributo al género en el título de cada episodio. Y ya. La construcción es chapucera, parte de una premisa tan enrevesada que va poniéndose parches a sí misma capítulo tras capítulo. Los diálogos pretenden replicar el estilo de Hammet o Chandler y cuando no suenan forzados (y aquí no hay ni ironía ni mucho menos parodia) son malos de solemnidad. La solemnidad, precisamente, es otro de los grandes males de una serie marcada por su afectación: esas parrafadas de Takeshi Kovacs (Joel Kinnaman), que quieren imitar al Roy Batty (Rutgher Hauer) de la película de Ridley Scott, parecen extraídas de los resúmenes de un alumno desatento que cursa filosofía en primero de bachillerato y es fan de El Alquimista (¿sigue habiendo filosofía en bachillerato?).
Altered Carbon es una serie que se cree importante y que es incapaz de trascender ninguno de los géneros que toca. Su apariencia no mejora la de Blade Runner (¡hablamos de hace 36 años!) ni la de Desafío Total (Paul Verhoeven, 1990), su guion es casi tan elegante como la nariz de Karl Malden, igual de elemental y menos profundo que Teo va al colegio; todo eso por no hablar de los tics oculares que provoca el montaje de algunas secuencias. Eso sí, ahí están los abdominales y el culete (más culete que culazo, seamos serios) de Kinnaman, los pezones brújula (siempre marcan la misma dirección) de Kristin Lehman y un James Purefoy dispuesto a mostrar cuando haga falta a su otro yo (que a estas alturas debe ser miembro del sindicato de actores). Como diría un vendedor de vibradores, quien no se consuela es porque no quiere.
Black Lightning
Definitivamente, otorgar movimiento a las imágenes del universo DC se está convirtiendo en un deporte de riesgo. Si en la gran pantalla, solo Wonder Woman (Patty Jenkins, 2017) salva la papeleta, en la pequeña la cosa pinta cada vez peor. A los desastres de gran presupuesto del estilo de Batman v. Superman: el amanecer de la justicia (Zack Snyder, 2016) o Liga de la justicia (Zack Snyder, 2017), hay que sumar las chapuzas de serie B que suponen productos como Arrow o The Flash, adaptaciones de carácter teen que tuvieron cierta gracia en sus inicios y que han terminado agotándose a base de tanta repetición. El último en llegar es Black Lightning, algo así como el homónimo actualizado del Luke Cage marvelita. En su artículo publicado en el Diario Sur, Miguel Ángel Oeste explica perfectamente la génesis y las claves que rigen esta teleficción que en España puede verse a través de Netflix. Aunque la lectura política sea evidente y no le falte carácter reivindicativo, está producción de la Warner Brothers parece la demo de cualquier producto que lleve la firma de Marvel Studios. Los efectos parecen sacados de un proyecto de fin de curso de película infantil norteamericana (entre el volcán y los rayos de Black Lightning, ganaría el volcán), las escenas de acción parecen despacharse más que filmarse, la indumentaria del héroe resulta inverosímil como método de ocultamiento, los villanos carecen de complejidad alguna y Cress Williams, ese actor al que le han robado el cuello, ofrece menos matices que el Mr. Freeze de Schwarzenegger.
Si rastrean críticas sobre esta creación de Salim Akil, verán los numerosos halagos que ha recibido la serie que distribuye The CW en EEUU. En mi molesta opinión, al final, el tema devora la forma: esas series y películas ‘necesarias’ hacen que su mediocridad pase desapercibida porque el tema que tratan es importante. Get Out (Jordan Peele, 2017) sería el gran ejemplo reciente (aunque esto es mucho peor).
Cuerpo de élite
He aquí una serie española de las de toda la vida. Una comedia española convencional. Habrán notado que la nacionalidad es importante. Y es que la ‘marca España’ en la teleficción, hasta hace no demasiado, significaba capítulos de 70 minutos, hábilmente fragmentados entre ríos de publicidad e historias alargadas hasta la extenuación (me temo que tanto de los guionistas como de los espectadores). Pero, ¿qué hace de la nueva producción de Atresmedia (y Mod Televisión) algo diferente? Porque el resto tics propios de las teleseries de cadena generalista están ahí: la duración, la simpleza visual, la extensión de las tramas… ¿Dónde está, pues, la gracia? Muy sencillo: en su irreverencia, en mostrarse abiertamente crítica con la casta -¿se puede decir casta todavía?- y en no dejar títere con cabeza. Las desventuras de este cuerpo policial formado por agentes procedentes de las diferentes fuerzas del orden autonómico son la excusa para sacar al aire las vergüenzas de la Casa Real, los Pujol o el rajoyismo. Tampoco se salvan determinados ministros socialistas con tendencia a abrir las puertas de una patada, ni las incoherentes (o interesadas) actitudes podemitas… Llama la atención que Cuerpo de élite (la serie) cuente, prácticamente, con los mismos responsables del prescindible original fílmico y que el resultado final sea tan diferente, al menos en lo que a alcance crítico se refiere. Aquí hay una mordacidad mayor y el acomplejamiento brilla por su ausencia (que van a saco, vamos); es más, incluso el juego con los tópicos regionales funciona mejor. Si el humor verdadero es aquel que fija su blanco en los que detentan el poder, la serie de Antena 3 pega en el centro de la diana. Que en horario de prime-time se denuncie abiertamente la corrupción borbónica es algo que no habíamos visto en la ficción televisiva nacional hasta ahora. A ver si cunde el ejemplo.
The End of the F***ing World
La serie cool de este invierno. Dos adolescentes hastiados de la vida que les ha tocado en suerte, de unas familias a las que detestan y de un entorno que les asfixia. Para colmo, James (Alex Lawther), cree que tiene tendencias psicopáticas, teoría que está empeñado en demostrar. Por su parte, Alyssa (Jessica Barden) es un vendaval de indecisiones capaz de pensar una cosa y la contraria simultáneamente. Muy adolescente.
Al parecer, para fabricar una serie molona basta con un par de jóvenes airados -la versión vegana de los Kit (Martin Sheen) y Holly (Sissy Spacek) de Malas tierras (Terrence Malick, 1973)- que no saben muy bien qué hacer con sus vidas, sumar escenas chocantes, utilizar mucho el ralentí y llenarlo todo de canciones pop que pondrían a bailar al David de Miguel Ángel y a cantar a Harpo Marx.
A su favor: que se ve en un pis pas (ocho capítulos de 25 minutos). De hecho, se ve tan fácilmente como se le ven las costuras. Ahí está ese allanamiento de morada que, oh casualidad, deja a nuestros Bonnie & Clyde con acné en casa de un serial killer para que: a) James se pruebe a sí mismo si es lo que dice ser y b) justifique ese asesinato al no cargarse a un inocente sino a un ser despreciable. La sordidez prefabricada no es sordidez, que no te engañen.
Esta semana termino aquí. Me voy al rincón de pensar para ver sobre qué escribo la semana que viene. Es más, si se atreven a lanzar propuestas, igual les recojo el guante. Así que ya saben: stay tuned.