El libro de Nacho Carretero en el que se basa la serie producida por Bambú empieza con una anécdota que tiene lugar en ‘A raia’, la frontera que separaba Galicia de Portugal: “Un vecino mayor cruzaba a diario la frontera (...) en bicicleta, cargado siempre con un saco al hombro. Cada vez que (la) atravesaba (…), la Guardia Civil le daba el alto y le preguntaba qué llevaba en el saco. El hombre, paciente y educado, mostraba siempre el contenido: “es sólo carbón”, explicaba. Y los agentes, mosqueados, le dejaban pasar. En el otro lado se repetía la escena: la Guardia de Finanzas portuguesa también registraba el saco del hombre y lo dejaban seguir pedaleando. La misma escena se repitió durante años ante el malestar creciente de los guardias fronterizos. No solo eran incapaces de encontrarle material de contrabando, sino que en cada nueva pesquisa se manchaban el uniforme de carbón. Como en el cuento de Poe, en el que la Policía registra minuciosamente una casa en busca de una carta que ha estado todo ese tiempo en primer plano, el secreto del hombre de ‘A raia’ estuvo todos esos años a la vista”.
Quédense con ‘A raia’ más como concepto (raya, línea) que como definición estricta de la frontera que separaba a portugueses y gallegos. Más adelante seguiremos con la historia del ciclista.
Afrontar la adaptación del ordenado compendio de reportajes que es Fariña (el libro) es una empresa enormemente dificultosa, puesto que exige dramatizar un material de base documental (investigación periodística, informes judiciales), tramarlo y dotarlo de una unidad que solo existe en lo temático (el tráfico de drogas en Galicia): la multiplicidad de personajes y el largo arco temporal que abarca el libro de Carretero eran dos obstáculos que había que salvar para ganar en concisión y en consistencia. El equipo de guionistas formado Ramón Campos (productor ejecutivo de Bambú), Gema R. Neira (jefa de desarrollo de proyectos de la compañía), Cristóbal Garrido, Diego Sotelo y David Moreno apostó por condensar un año en cada capítulo y por establecer, más allá de la coralidad impuesta por los acontecimientos reales, una lógica de doble dirección protagonista/antagonista entre el comisario Darío Castro (Tristán Ulloa) –un personaje ficticio que simboliza a todos esos agentes de la ley que, como Enrique León, se enfrentaron a los contrabandistas– y Sito Miñanco (Javier Rey).
En ese sentido, Fariña funciona de manera opuesta a Gomorra (la serie), que partiendo del libro homónimo de Roberto Saviano, al que tanto le debe el de Nacho Carretero, se beneficia de la dilatación intrínseca al formato televisivo: el público observa el crecimiento de los personajes, los ve cambiar a medida que las temporadas se suceden. La serie de Atresmedia se construye por el procedimiento contrario: resumir todo lo que pasa a lo largo de 365 días en un mundo tan convulso como el del narcotráfico en apenas 70 minutos, síntesis que obliga a seleccionar los hechos relevantes, a prescindir de los matices y a ‘quemar trama’ con la velocidad de quien arroja la farlopa por el váter cuando la policía le ha pillado con las manos en la masa. Fariña va directa al meollo de la cuestión, como si tuviera la necesidad de contarlo todo en un periodo limitado de tiempo, como si solo quedara una bala en la recámara (como si solo tuvieran una temporada para poner toda la carne en el asador… conjetura más que probable). Tal vez por ello el diseño de personajes se resienta y carezcan de la profundidad psicológica que puedan tener el Ciro de Marzio (Marco d’Amore) de Gomorra, El libanés (Francesco Montanari) de Roma Criminal o Tony Soprano (James Gandolfini).
La apuesta de Fariña es otra: contar lo sucedido en Galicia en la década de los 80, desde los altos índices de paro provocados por la reconversión del sector pesquero, siguiendo por la transformación de los contrabandistas de tabaco en capos del narcotráfico y terminando por los movimientos sociales y las acciones judiciales que trataron de desarbolar aquel imperio de la droga. Para mostrar todo lo que rodea a esa cooperativa estupefaciente, nudo gordiano de la historia, formada por Terito (Manuel Lourenzo), Manuel Charlín (Antonio Durán, ‘Morris’), Laureano Oubiña (Carlos Blanco), Colombo (Monti Castiñeiras) y su larga nómina de secuaces (de braceiros a guardias civiles), sin perder de vista a los que están del lado de la ley, había que hacer sacrificios (un capítulo de Fariña, en otras circunstancias, podría haber sido una temporada entera).
Desde el punto de vista de la construcción dramática, los personajes apenas evolucionan a lo largo de los diez capítulos y, más allá de los dilemas propios que les plantean sus cometidos profesionales (si el fin justifica los medios o los límites de la criminalidad a propósito de convertir Galicia en la nueva Sicilia), siguen siendo los mismos en 1980 que después del mundial de Italia. Es cierto que los guiones buscan defenderlos desde el arquetipo y tratan, aunque no siempre lo consiguen, de huir del estereotipo añadiendo aportes de humanidad para ganar enjundia: la relación de Sito con su familia y sus amigos íntimos, la ‘integridad’ de Terito o, al otro lado de ‘A raia’, los brotes de violencia que afectan al comisario Castro y que lo acercan a sus adversarios. El ‘duelo’ final Miñanco-Castro apela a esa máxima que sobrevuela toda la serie: los narcos también somos personas.
Así pues, en una teleficción en la que la fruición narrativa lo es todo –en una serie más de trama que de personajes– la exigencia interpretativa para moverse a la misma velocidad a la que todo sucede sin quedar engullido por la vertiginosa sucesión de acontecimientos, era máxima. Y es que, por encima de todo, Fariña está sostenida por su actores. Tirando del anecdotario personal, en la pasada edición del Festival de Málaga, y tras recoger el premio al mejor actor por Sin Fin (Hermanos Alenda, 2018), Javier Rey contaba que la gran diferencia con respecto a otras series es que aquí habían podido preparar su trabajo con los guiones de los diez capítulos desde el principio y con el director Carlos Sedes al lado (en realidad, Rey se lo contó a Conchi Cascajosa, que luego nos lo contó al resto –y más tarde lo explicó en su Twitter– mientras yo, desde una distancia prudencial, observaba como, a escasos centímetros de distancia, la Biznaga me ofrecía su sonrisa de oro y meditaba si volver a casa con un premio que no me había ganado pero que podría lucir con la misma dignidad que un máster de la Rey Juan Carlos. Al final terminé hablando de las fiestas de mi pueblo, que era mucho mejor que robarle a Sito Miñanco. Chascarrillos aparte, el talento para modular la intensidad que Javier Rey demuestra en Fariña y el potencial que se le adivina hacen que me arrepienta de no haberle birlado el premio al que será, si es que no lo es ya, una estrella).
Lo dicho, que Fariña brilla como una raya (de las de droga, sí) sobre una pieza de granito gracias a una dirección de casting que sabía que en Galicia existe un star-system encabezado por Antonio Duran ‘Morris’, cuya interpretación de Manuel Charlín está a la altura de la del Junior Soprano de Dominic Chianese, y seguido por un veterano de las tablas como Manuel Lourenzo o por Carlos Blanco. Una selección de actores que mezcla rostros conocidos como el de Tristán Ulloa con descubrimientos (para los que no han visto TVG) como Iolanda Muiños o la que, para quien esto firma, la gran robaplanos de la serie, una Isabel Naveira que se apropia de cada rincón del encuadre cuando aparece en pantalla (no se puede tener mayor repercusión con un papel tan breve). Dos roles que, además, describen –esto es, no esconden o no reducen a condición de comparsa– la importancia del papel de las mujeres en un universo tan masculinizado como el del narco. Pilar Charlín (Naveira) asume el mando del clan familiar cuando su padre se ve obligado a exiliarse. Y lo hace porque tiene mayores conocimientos y determinación que sus hermanos, porque es el verdadero ‘pilar’ de la familia. Ella, junto con Esther Lago (Eva Fernández) encabeza el relevo genérico que se produce cuando los hombres ‘no están’. Juntas logran voltear el discurso basado en la inutilidad para según qué menesteres que excedan el ámbito del hogar que tiene a las mujeres recluidas y controladas. En la otra parte –acuérdense de ‘A raia’– Carmen Avendaño (Muiños), madre coraje a tiempo completo, creadora de la organización Erguete que plantó cara a los capos y logró vertebrar el movimiento social contra la lacra de la drogadicción y las organizaciones que la sustentaban, consiguiendo, a base de tesón y de jugarse el pellejo, que las autoridades exogallegas, finalmente, intervinieran.
La atinada elección actoral y el tiempo para trabajar los guiones mano a mano con los realizadores se ven beneficiados, por un lado, por la vivacidad de los diálogos –sí, seguimos hablando del guion–, casi todos obra de ese espadachín de la réplica que es Cristóbal Garrido y de Diego Sotelo, que no solo combinan densidad, naturalidad y humor sino que buscan en todo momento apropiarse de la musicalidad oral gallega y de sus expresiones (¡cómo suena ese ‘cara de cona’!), renunciando de una vez por todas a ese pernicioso acento neutro y dándole valor a una lengua viva (que Ramón Campos sea un rapaz de Noia, que Carlos Sedes haya nacido en A Coruña, o que Gema R. Neira sea de Ferrol algo tendrá que ver… ¡que Bambú es gallega, carallo!).
Esa decisión, la de no barnizar los diálogos e incidir en la riqueza idiomática, es consecuencia directa de un apego a la realidad de los hechos narrados, por más que determinados pasajes y personajes se ficcionalicen para ganar en potencia o para vadear disgustos legales. Esa relación de respeto, que no de literalidad, que se establece con las vicisitudes glosadas en el libro de Carretero, extensible al contexto y al entorno, se observa no solo en las conversaciones, sino también, y sobre todo, en la valentía de llamar a las cosas por su nombre. Fariña pone en imágenes la vinculación directa entre los narcos y la clase política, desde el presidente de la Xunta, Xerardo Fernández Albor (de Alianza Popular) al alcalde de Ribadumia, José Ramón Barral ‘Nené’; muestra sin ambages el alto grado de corrupción necesario para el mantenimiento de un sistema clientelar del que forman parte traficantes, policías, jueces y hombres y mujeres de a pie, y las dificultades que entraña desarticular una organización que ha hecho de sus actividades el modo de vida de una comunidad amplísima. Si la teleficción nacional se ha dedicado, durante muchos años, a cultivar un tipo de producciones que, tratando de conquistar al mayor número de espectadores posible, dejaban de mirar a la sociedad en la que surgían, Fariña, como La Peste o La Zona, es como el foco de una patrullera alumbrando directamente a una planeadora llena de ‘mierda’ hasta los topes (y sí, esa lancha se llama España). Hacerlo, además, desde una cadena generalista, aún tiene más mérito (algo que también le sucede a Cuerpo de élite, a la que le dedicaremos un post en breve). Tan próxima está a la realidad de la que habla que, insertadas en los créditos finales del último capítulo, desfilan imágenes extraídas de informativos y programas de televisión que ayudan a contextualizar, incluso, el lanzamiento de la serie, marcado por el secuestro de la obra de Nacho Carretero a instancias de la juez Alejandra Fontana a raíz de la demanda presentada por el ex alcalde de O Grove, José Alfredo Bea Gondar. Cabe recordar que Antena 3 decidió, primero, emitir lo que se consideraba un piloto de carácter provisional aprovechando la publicidad gratuita que la decisión judicial les brindaba y que, tras ver los datos de audiencia, no solo no remontó el episodio inicial sino que optó por emitir la temporada completa (lo que habrán sufrido Andrés Federico y Julia Juanatey en la última y apresurada fase de montaje es comparable a que te dejen como rehén de los colombianos hasta saber que la descarga llegó a buen puerto). Y las cifras dan la razón a la cadena: el episodio final fue visto por más de 2 millones de espectadores (un 13,3% de share).
‘A raia’ de luz
Al inicio de este post hablábamos de ‘A raia’ como concepto. Uno de los rasgos visuales distintivos de Fariña es cómo está filmada la luz. La fotografía de Jacobo Martínez, al servicio de las labores de dirección de Carlos Sedes y Jorge Torregrosa, provoca que los haces que destellan los faros de los coches o el alumbrado público seccionen las imágenes en dos. La línea de luz se extiende de un extremo a otro de la pantalla, corta el encuadre y traza una frontera. De este modo, una misma realidad se divide en dos partes desiguales que coexisten a pesar de que hay algo que las separa (una tenue raya lumínica): en la Galicia de Fariña convivían, en un clima de tolerancia parcialmente provocado por una delicada situación económica, narcos y tipos corrientes, habitantes de dos mundos distintos que, sin embargo, hallaron cierto grado de comunión, alterado únicamente por personas como el comisario Castro, aquel que traza la (fina) línea que separa la legalidad del crimen. Una dualidad yuxtapuesta (el ying y el yang) expresada, también, a través del enfático uso del contraluz y de los filtros.
Otro interesante apunte formal que se repite a lo largo de la serie es su lateralidad. Piensen, por ejemplo, en la conversación entre el juez Garzón (Miquel Fernández) y el comisario Castro en el episodio final. Las cosas no van bien durante el juicio de la Operación Nécora y ambos discuten sus opciones y se restriegan posibles errores. La cámara los toma de perfil, en profundidad de campo, de manera que observamos con nitidez el paisaje que está tras ellos: un acantilado que da al mar. Ese emplazamiento de cámara, y la insistencia en que observemos bien un entorno hermoso y abismal, define Fariña. Desde una óptica puramente descriptiva, permite observar en qué lugares y a qué condiciones orográficas se enfrentaban los pilotos de las planeadoras para efectuar sus descargas. Si pensamos esas composiciones de manera simbólica, observamos a unos personajes que están siempre al borde del precipicio, enfrentándose a decisiones que les pueden mandar al cementerio (a ellos o a los suyos) y que les llevan a vivir en un continuo estado de zozobra. El temor siempre al acecho. Belleza y muerte.
Es cierto que Fariña comparte con Narcos (Chris Brancato, Doug Miro & Carlo Bernarnd, 2015-?) determinados vínculos temáticos –la conexión colombiana iniciada por Sito Miñanco tras ser encerrado en Carabanchel junto a Jorge Luis Ochoa y Gilberto Rodríguez Orejuela… ¡menudo lince el juez que decidió su destino!– y alguna que otra huella visual (esa iluminación por momentos chillona), pero las relaciones de camaradería entre los personajes (los cooperativistas pero también el trío ROS), el relato de ascenso y caída de un grupo con fuertes vínculos emocionales (no solo laborales), el descubrimiento de Eldorado que suponía el tráfico de estupefacientes por parte de unos tipos que no tenían nada, o los partidos de fútbol y la música (el soundtrack es otro de los grandes aciertos de la serie: imprime ritmo, da información y amplia el contexto), acercan Fariña a Roma Criminal más que a ninguna otra serie.
Puede que a la mayoría le baste con su vértigo narrativo y que la intertextualidad o las cuestiones de puesta en escena les importen menos. Del libro de Nacho Carretero, que devoré con avidez en un viaje de ida y vuelta de Santiago de Compostela a Alicante, aprendí que para desenredar la maraña del narcotráfico el tesón y el interés por los detalles eran importantes. De hecho, si los guardias civiles que custodiaban la frontera entre Galicia y Portugal se hubieran fijado bien en aquel hombre que siempre llevaba un saco de carbón de un lado a otro de ‘A raia’, se hubieran dado cuenta de que era un contrabandista: de bicicletas.