La primera temporada de Atlanta quedaba resumida en una imagen: la de una pandilla de jóvenes afroamericanos capitaneada por el rapero Alfred ‘Paper Boi’ Miles (Brian Tyree Henry) sentada en un sofá. Ese plano contenía una ingente cantidad de información que la producción de FX desarrollaría a lo largo de sus diez capítulos. En primer lugar, el tresillo tirado en mitad de un descampado nos hablaba de una ciudad suburbial y de una generación –entre los 20 y los 30 años– que desde esa posición contemplativa imaginaba un futuro que, con toda probabilidad, ya le había sido negado. Formalmente, la ausencia de profundidad de campo aplastaba a esos jóvenes contra el entorno, como si les fuera imposible salir de ese espacio marcado por la precariedad, la delincuencia y las adversidades raciales.
Sin embargo, esos chicos del barrio miraban hacia el frente, oteando un horizonte que quizá les proveyera de esa oportunidad que llevara a Alfred al estrellato, a Earnest ‘Earn’ Marks (Donald Glover) a convertirse en un manager que además de comerse marrones ganara dinero y al resto del séquito a seguir viviendo a costa de su amigo rapero. Es curioso como esta conducta simbiótica, entre gregaria y parásita, se repite sin importar el estatus económico de la figura en cuestión: se observa en Atlanta con jóvenes de extracción marginal y en Ballers con ídolos del deporte… Seguramente porque los colegas de Vernon Littlefield (Donovan W. Carter) no son sino uno de los casos de éxito surgidos del banco de pruebas de la pobreza.
En la segunda temporada, que ya emite FOX en España, esa imagen vuelve a aparecer. Y lo hace en el undécimo y último episodio (‘Crabs in a Barrel’). Solo que esta vez esos chavales que ya no lo son tanto están de espaldas, negando aquella fotografía original, como si alguien bajara la persiana del gran almacén de oportunidades que es América. Pero ¿cómo pasamos de una imagen a la otra? ¿Qué ha sucedido en la segunda temporada de Atlanta?
Los once capítulos de esta última entrega siguen conservando gestos propios de la comedia incómoda y mantienen intacto el potencial crítico de la anterior temporada, sin embargo, su creador, Donald Glover, trasciende el análisis sociológico y reduce los toques cómicos para abrazar una suerte de género que solo puedo denominar como terror existencial. Cada episodio –y un estudio más amplio debería analizarlos uno a uno– se plantea como un ejercicio de angustia sistémica (vital, pero también social y cultural). Empecemos con un pequeño ejemplo: en ‘FUBU’ (2x10), que se desplaza hasta la infancia de Earn, la salida del colegio para coger el bus está filmada como una carrera de obstáculos en la que cualquier impedimento puede significar una paliza: el bullying vinculado a las estrategias del capitalismo (todo empieza con una camiseta que, quizás, es falsa). Por cierto, el capítulo se cierra con Earn encajonado entre las sillas y el sofá del comedor de su casa: el encierro, la imposibilidad de escapar, como el signo que marcará su vida.
El horror, el horror
Atlanta deja en paños menores a propuestas como Get Out (Jordan Peele, 2017) –con la que es imposible no emparejarla– porque su caudal crítico devasta las tibias reflexiones de Peele y porque sus estrategias formales van más allá del ejercicio de terror solvente (aunque resuelto de manera atropellada) que propone el título ganador del Oscar al mejor guion original.
Los dos mejores ejercicios del género filmados en este 2018 son los episodios cuarto (‘Helen’) y sexto (‘Teddy Perkins’) de la segunda temporada de Atlanta. Nos enfrentamos aquí a un horror de muy distinta raigambre. En el 2x04, no por casualidad dirigido por Amy Seimetz (The Girlfriend Experience, Sun don’t shine), asistimos a la destrucción de una relación de pareja cuyo destino se dirime en una trágica partida de ping-pong. Es difícil poner más cosas en juego en menos tiempo: la anulación de la mujer a causa de la maternidad, la competitividad impuesta por un sistema depredador, la incomodidad que siente Earn en mitad de una blanquísima Oktoberfest (el hecho de que su disfraz sea la careta blanca de Jason, el asesino de Viernes 13, y las connotaciones que de esa elección se derivan), el uso del idioma como elemento excluyente o como barrera para la integración que a su vez expone las desigualdades del sistema educativo, la tensión generada por los encuadres que estalla en una secuencia final –la de la salida de la fiesta– rodada como un hibrido entre el desalojo de un campo de concentración y la caída en una trampa mortal… La extinción de un romance, de una accidentada vida en común, convertida en análisis sociológico. Casi nada (y no es una excepción).
La conversación durante el duelo de tenis de mesa a propósito del padre de las tenistas Serena y Venus Williams podría servir como punto de unión entre ‘Helen’ y ‘Teddy Perkins’, pero el terror del sexto capítulo, magistralmente dirigido por Hiro Murai, es bien otro. La visita de Darius (Lakeith Stanfield, que también sale en… Get Out) a casa de Teddy Perkins para recoger el piano que le ha comprado estalla en un big bang reflexivo sobre la explotación infantil en el mundo de la música –con citas directas a padres como Joe Jackson o a Marvin Gaye Sr.–, la apropiación de los referentes propios de la negritud por parte de la cultura blanca dominante y, además, en un alegato en favor de la creación artística desde el amor y no desde el trauma.
Todas esas lecturas de corte ideológico están sustentadas por una puesta en escena marcadamente simbolista en la que los elementos propios del cine de terror permiten desarrollar un discurso lúcido e intrincado, como intrincada es la mansión en la que viven Teddy Perkins y su ¿hermano? Benny Hope. El aspecto del primero es una mezcla entre el Michael Jackson de los últimos tiempos (whitefacing mediante) y el Phil Spector más demacrado; mientras que el segundo, el músico talentoso torturado por su padre hasta alcanzar el éxito, vive recluido a causa de una enfermedad en la piel. La arquitectura del caserón y el uso del maquillaje revelan, por una parte, las dificultades para desentrañar la verdad en un universo que ha hecho de la máscara su cara visible y, por otro, crean una atmósfera insana que remite a títulos como ¿Qué fue de Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), El hombre invisible (James Whale, 1933) e incluso Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960) –a mí también me hizo pensar en Los ojos sin rostro (Georges Franju, 1960)–.
El uso de la luz y el juego con el espacio establecen una dialéctica entre lo que vemos y lo que se oculta, o lo que no puede/debe ser visto, puesto que su revelación desencadena unas consecuencias terribles (en cada habitación un secreto, el peligro acechando en todas partes y en ninguna, un antagonista que jamás sabemos realmente quién es…). La verdad bajo la máscara, lo que la cara pálida de Teddy oculta (o puede ocultar) es su identidad real, pero también su condición de epítome de esa historiografía de la infamia formada por padres que han abusado de sus hijos en beneficio propio. El rostro blanco de Teddy, interpretado por el descomunal Donald Glover, también refleja el férreo control, el dominio tiránico al que ha estado sometida la black culture (¿esclavitud cultural?). Piensen, por ejemplo, en todas las conversaciones entre Darius y Teddy sobre cuestiones musicales –de Stevie Wonder a la eterna adolescencia del rap, del sufrimiento o el amor como motores creativos (esa apertura con ‘Sweet Little Girl’ y ese cierre con ‘Evil’, dos temas de Wonder que refuerzan esa dialéctica)- y relacionen el aspecto y las declaraciones de este último con Phil Spector, el creador del muro de sonido y productor de artistas negros como The Ronettes, The Crystals o Ike and Tina Turner, entre otros (piensen, también, en las relaciones de Spector con las armas de fuego).
Si todo lo argumentado hasta ahora no merece que nos pongamos superlativos, yo ya no sé… ‘Teddy Perkins’ es una obra maestra incontestable (y, además, funciona de manera autónoma y se puede ver sin haber visto ni un minuto de la serie).
Black fang
Atlanta no pierde de vista las injusticias que afectan a la comunidad negra, pero ello no le impide reflexionar sobre las limitaciones que su propia gente se autoimpone y sobre los cambios a los que el sistema les obliga y que son asumidos de manera inconsciente. En‘North of the Border’ (2x09) Earn y Alfred contemplan, sentados bajo una bandera confederada, como un puñado de wasp maltratan a sus compañeros de hermandad aprovechando las novatadas universitarias. El juego de miradas que se establece entre quien ‘tortura’ y quien observa, la carga histórica impuesta por el contexto y la resolución de la escena –que termina con Al despidiendo a Earn– señalan que los herederos del bando sureño pueden tener por ídolos a tipos a los que sus bisabuelos hubieran colgado de un árbol; que los negros han naturalizado esas acciones violentas de las que antes (y ahora) eran principales acreedores y pueden verlas como quien ve un partido de la NBA; y que el modelo de organización social que rige –el del profit, el que hace que Al despida a su primo porque no genera beneficios suficientes– no está tan alejado del modelo esclavista –representado por la enseña secesionista– que provocó la guerra civil norteamericana.
Glover desafía lo evidente, arrincona la lectura fácil y desarticula el victimismo; no teme cuestionar a los fabricantes de éxito que son referencia para los afroamericanos (el padre de las hermanas Williams o Jay-Z), impugna la cultura del sacrificio (que no del esfuerzo) y desmonta el mundo del star-system musical comparando a Drake con el Mago de Oz en un episodio (‘Champagne Papi’) que utiliza la mecánica de un videojuego de plataformas para hablar de la era del simulacro (de las relaciones en tiempos de Instagram a la pertenencia racial). La serie rezuma excelencia, enjundia y coraje para romper, incluso, los mecanismos propios de la serialidad. Hay episodios que funcionan de manera independiente y que pueden verse al margen de las tramas principales que hilvanan toda la temporada. ‘Teddy Perkins’ es uno de ellos, pero fijémonos ahora en ‘Barber Shop’, un desafío a la narrativa serial por dos motivos. En primer lugar, porque rompe la estructura de la serie y eleva una anécdota a la categoría de episodio: la visita de Al a una barbería para cortarse el pelo. Esa es la sinopsis. Durante sus 24 minutos no sucede nada que no sea eso, no hay ninguna relación con el resto de personajes ni de subtramas que conforman la serie, sólo Al tratando de que su barbero, un procrastinador nivel Dios en su séptimo día, le arregle el cabello (algo que no es un asunto menor dentro de la cultura en la que se inscribe esta ficción). La linealidad (solo teórica) de la teleficción queda saboteada por esta especie de capítulo botella que, además –y he aquí el segundo motivo– ¡también es un acto de sabotaje continuo! Para entendernos, en circunstancias normales, el personaje A tiene un objetivo B y va avanzando hasta conseguirlo. Aquí no hay progresión dramática, solo la repetición ad nauseam de una situación –el barbero no le corta el pelo– con ligeras variaciones que termina convirtiéndose en un gag mayúsculo que, al tiempo, demuestra que en el contexto actual es posible experimentar dentro de un formato solo en apariencia archicodificado como el de las teleseries (y esa experimentación de corte vanguardista incluye su ruptura). Y todo esto sin perder de vista las coordenadas en las que se mueven los personajes y las dificultades a las que se enfrentan, ya sea para cortarse el pelo, para alcanzar unos ingresos dignos… o para acabar un capítulo de televisión (‘Barber Shop’, o el moderno Sísifo, también puede ser interpretado en clave metafórica como el arduo proceso que tiene que atravesar un joven negro para alcanzar un propósito simple en una coyuntura adversa).
La T2 de Atlanta está plagada de detalles visuales que van más allá de la ruptura de códigos y que están directamente vinculados a cuestiones de puesta en escena (lo digo ya: es una serie que pagaría por ver en pantalla grande, y no pagaría por ver en ese formato series magníficas como The Good Fight o The Americans). Esta segunda entrega parece estar ambientada en una jungla, en un entorno agresivo que establece que el neoliberalismo es la vigencia de la ley de la selva por otros medios. Los bosques, los jardines o esas zonas de extrarradio descuidadas en las que la naturaleza brota libre son una constante en todos los episodios. En algunos, la frondosidad se manifiesta de manera directa, como el capítulo inicial (‘Alligator Man’) o en el octavo (‘Woods’), puro cuento de fantasmas para reflexionar sobre los porcentajes de verdad y de apariencia que contiene la fama de Al (es curioso percibir como la polisemia que el castellano otorga a la palabra fantasma cobra aquí todo su sentido: el de espectro y el de fanfarrón). A esa ambientación selvática hay que añadirle una textura granulada, más propia del celuloide que de los actuales formatos digitales, que da forma (y que deforma sin traicionarla) a una realidad áspera y asfixiante, como pone de manifiesto el tratamiento de la profundidad de campo, de nuevo mínima, ahogando los espacios por los que escapar.
La camiseta de FUBU, la fama de Al, los orígenes de Drake, los romances electrónicos, el billete de 100 de dólares, la vida de Teddy Perkins, la relación entre Earn y Van… Al final, todo es un fake, no hay nada verdadero detrás de ese imperio de la apariencia, la única realidad sigue siendo que llegar a final de mes es una odisea, que las escuelas públicas siguen siendo una mierda y que es imposible abandonar esa sensación de miedo que nace del desamparo y se alimenta de las falsas expectativas creadas por un sistema empeñado en fingir su propio agotamiento. Esa visión crítica y pesimista de la realidad no puede registrarse con la limpidez digital que brinda la alta definición –porque no es limpia, porque no es amable–, una realidad que necesita la suciedad que le aporta el grano para ofrecérsenos como una versión que debe parecerse tanto al original que termina arrasándonos por dentro. Por eso, en su episodio final, la escena del sofá nos ofrece la espalda de sus tres protagonistas y un fondo de árboles difusos. Por eso termina con el inicio de una gira por Europa en la que observamos cuánto les cuesta salir de su entorno y cómo es necesario pagar un costoso peaje para buscar un futuro alternativo al que se acercan con temor. La del miedo es la sensación que domina toda la segunda temporada de la serie, seguramente por eso lleve por subtítulo de Robbin’ Season, en referencia al aumento de robos que se producen en la capital de Georgia en las jornadas previas a la Navidad y que provoca que el terror se instale entre los ciudadanos como un vecino más.
Sólo les diré una cosa más (y no acostumbro a hacerlo): es demasiado buena como para que no la vean.