Atlanta

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Atlanta es una de las series nominada a mejor serie de comedia en los Emmy 2018[/caption]

Para una gran mayoría de críticos, la serie de la temporada. Para mí, también. Solo que creo que es algo más. En este blog ya analizamos largo y tendido la llamada Robbin Season, pero permítanme que insista en que, por sus características, la teleficción de Donald Glover se sitúa, como Twin Peaks: The Return (David Lynch, 2017), Legion (Noah Hawley, 2017-?) y algún que otro espécimen extraño, a mitad de camino entre la ficción serial y el cine. Hago esta afirmación con el único ánimo de extender un debate que me interesa, no con ningún afán supremacista ni con la voluntad de alimentar una yihad entre los cinéfilos fundamentalistas y los inquisidores de la seriefília. Ese no es mi objetivo. Si creo que Atlanta se encuentra en esa encrucijada formal -por lo demás bastante lógica dado el contexto en el que nos movemos- es por varios motivos. En primer lugar, porque sin negar que mantiene una unidad temática, a los mismos personajes y que distintas tramas evolucionan a lo largo de sus episodios, hay que admitir que no son pocos los capítulos que funcionan de manera autónoma (Teddy Perkins o FUVU, por citar solo dos) sin necesidad de tener información previa. También por sus valores estéticos, empezando por esa textura con tanto grano que recuerda al celuloide y siguiendo por el tratamiento de los géneros clásicos -aquí concretamente el terror- convirtiendo cada una de sus partes en un ejercicio de estilo y obrando el milagro de buscar tratamientos diferentes sin perder esa homogeneización propia de las teleseries. Atlanta merece ser analizada con mimo y con tiempo para ver si estas hipótesis, aunque fundadas, tienen mayor recorrido. Eso sí, muy de reírse no es.

Barry

Atlanta comparte con Barry al realizador Hiro Murai, que dirige los capítulos cinco

(Do your job) y seis (Listen with your ears, react with your face). También comparte su gusto por congelar las sonrisas.  Barry (Bill Hader) es un sicario cuyo objetivo es un aspirante a actor. El encargo le llevará a meterse en los cursos de interpretación que imparte Gene Cousineau (Henry Winkler). A partir de esa premisa, Alec Berg y el propio Hader plantean la relación entre la vida y el arte desde una óptica tan aberrante como sorprendentemente iluminadora: ¿sirven las experiencias de un asesino para mejorar sus actuaciones? ¿Cómo impactan las revelaciones obtenidas a través de las obras que representan en la psique de un matarife? El juego es mezclar Dexter (y también Breaking Bad) con Shakespeare y ver que, en el fondo, ambos siguen tocando los mismos temas. Solo que la unión de esos dos referentes provoca una esquizofrenia tonal que la serie asume sin complejos: los momentos actor’s studio van a una velocidad distinta a la de los instantes más cercanos al actioner, al igual que la convulsa mente de Barry transita por oasis de paz y de calma que se mezclan con estallidos de ira o de duda. La serie de HBO nos habla del estrés postraumático de los exsoldados y de su complicada rehumanización a la vuelta de la guerra; del teatro como herramienta para procurar lecciones de vida (el momento Lady McBeth) y para ponernos en contradicción con nuestros acciones (como catalizador), pero también como proyección de los actos más macabros, actos extraídos de nuestra realidad. Tampoco se olvida de retratar un mundillo duro, cementerio de frustraciones para los centenares de candidatos a estrella que quedan en nada, muchos de ellos en manos de profesores con vocación de telepredicador.

La comicidad en Barry viene dada por las situaciones absurdas en las que coloca al espectador. Aquí el gag nace por oposición, por buscar el humor en lo macabro -tortura, asesinato- y dejarnos la sonrisa como si acabáramos de bebernos un té con nitrógeno líquido. No estamos ante una comedia desternillante, sino ante un artefacto en el que el thriller (el juego del gato y el ratón) y el relato mafioso se dan la mano con el metalenguaje y el humor negro. Además, deja algunos detalles visuales dignos de mención, como ese tiroteo filmado desde la distancia y desde detrás del vehículo sobre el que se abre fuego o el momento en el que Barry emerge para representar su papel en McBeth como si fuera Nosferatu -un muerto en vida- por no hablar del uso del fuera de campo a la hora de registrar asesinatos ‘clave’ para la trama o ese plano cenital con el que se cierra esta primera temporada, como si el peso de las decisiones asumidas cayera encima de Barry. No es una ‘comedia’ para todos los paladares, pero si os va lo amargo, no lo dudéis.

Black-ish

No veo la serie de Kenya Barris. Ni yo, ni nade que escriba de televisión en este país. Y si la ven, no han dicho nada sobre ella, así que no les puedo dejar ningún texto como pista o como prescripción para que se acerquen o se alejen de esta comedia racial (lo que vi en su día no me convenció). Lo cual me lleva a pensar que existe un serio déficit crítico, en gran parte mediatizado por las campañas de promoción y por las modas. ¿Cómo es posible que nadie escriba de una serie que funciona la mar de bien en Estados Unidos -tendrá quinta temporada- y que se emite en nuestro país? ¿No estaremos, acaso, escribiendo todos de lo mismo? ¿No hay una sobreabundancia de artículos y críticas dedicadas a determinadas series y otras a las que no se les dedica ni una línea? Me lo voy a hacer mirar.

Curb Your Enthusiasm

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Woody Allen con almorranas. Ese es Larry David. Y la mezcla es explosiva, porque lejos de vivir su dolor en silencio, Larry lleva un altavoz. La novena temporada de Curb Your Enthusiasm masca el concepto de lo ‘políticamente correcto’ y luego lo escupe. Baste con decir que todo arranca con un ok para que el bueno de Larry produzca su musical sobre la fetua -en el islam, una orden legal emitida por un especialista religioso, que aquí se refiere a la pena de muerte decretada sobre Salman Rushdie en 1988- y acuda al programa de Jimmy Kimmel a hacer promoción. Como es normal, se mofa del ayatolá que, al día siguiente, inicia una persecución contra él.

El cómico judío se interpreta a sí mismo y asume el rol de viejo cascarrabias que siempre dice lo más inadecuado y, además, es capaz de mantener su argumentación hasta las últimas consecuencias. Esa es, precisamente, la estructura que da orden a cada capítulo: la del gag o gags recurrentes que van repitiéndose y evolucionando a lo largo de los 30 minutos que dura cada episodio (piensen en el del bote de pepinillos de The pickle gambit). Personaje sin filtro, David es capaz de generar un conflicto siempre que haya un intercambio de palabras: cuestiones de género, de raza, de religión, sexuales… Nadie está a salvo. Sus críticas a las costumbres norteamericanas o al estrato social en el que él se mueve son continuas. Ahí está ese gran momento en el que es el único que no le da las gracias a un excombatiente en Afganistán -después de que ya lo hayan hecho cuatro personas antes que él- y es considerado poco menos que antipatriota. O esa escena de sexo con Shara (Ann Bedian), su amiga iraní, en la que esta le pide que, para excitarse, vaya citando a miembros del gabinete de Trump.

El co-creador de Seinfeld no duda en ponerse en jaque a sí mismo, manifiesta sus problemas para relacionarse, muestra que su ego alcanza las proporciones de un zeppelín (hinchado y volando) y que no es muy distinto a toda la gente que convive en ese ecosistema atestado de casoplones, arribistas y egomaníacos (pijos del mundo del arte y el espectáculo). De su talento para envolver y desenvolver los gags, de su ojo clínico para desmontar tontunas -ese maître que jamás responde lo que se le pregunta… y que podría ser un portavoz político- y del gusto por el cameo bien entendido -de Ted Danson haciendo de sí mismo a Bryan Cranston como terapeuta- brota toda la gracia, que es mucha, de Curb Your Enthusiasm (ojo a la aparición estelar del citado Rushdie y de su concepto de fatwa-sex).

The Marvelous Mr. Maisel

Al final de Barry, el protagonista y su novia Sarah (Sally Reed) preparan una versión de The Front Page, la obra de Ben Hecht y Charles MacArthur llevada al cine por Howard Hawks o por Billy Wilder  entre otros. En un momento determinado, Sarah dice que “la comedia es hablar rápido y a gritos” (algo que la propia serie desmiente de manera continuada). Sin embargo, sí que existe una tradición basada en la réplica veloz y las frases punzantes, en el ritmo endiablado y la guerra de los sexos. Hablamos de la screwball comedy, de películas como Al servicio de las damas (Gregory La Cava, 1936), La pícara puritana (Leo McCarey, 1937) o La fiera de mi niña (Howard Hawks, 1938). Y la heredera de tan insigne tradición es The Marvelous Mr. Maisel, la serie de Amazon creada por Amy Sherman-Palladino y a la que a le dedicamos un hermoso post allá por el mes de marzo. Vibrante y carismática -gracias a la estupendísima Rachel Brosnahan – y feminista hasta sus últimas consecuencias. Una joya.

Glow

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Glow[/caption]

Aunque Netflix estrenó hace unas semanas la segunda temporada sobre las ‘luchadoras libres’, la que se juzga en los Emmy es la primera (de hecho, el piloto está nominado como mejor capítulo). Sobre la nueva tanda de episodios volveremos con mayor detenimiento este verano, puesto que mejora el nivel de la ya notable entrega inaugural a la que le dedicamos unas líneas en la entrada que dio inicio a En plan serie. Mira, las voy a recuperar (voy a hacer un Stranger Things), que allí se hablaba de más cosas y lo mismo no les apetece darle al scroll:

Glow es un nuevo jalón en la Operación Nostalgia en la que parece haberse embarcado Netflix tras el incuestionable éxito de Stranger Things (Duffer Brothers, 2016-?). Liz Flahive y Carly Mensch le dan al botón de rebobinar hasta volver a los 80 para narrar la historia de un grupo de mujeres desamparadas que encuentran en la lucha libre y un productor/director de películas de serie B su única vía de supervivencia en la América de Reagan.

Si la mayoría de las producciones de la plataforma peca de una dilatación excesiva -léase la estiradísima Por 13 razones o la interminable Iron First, con arcos dramáticos propios de la Odisea, pero con menos tensión que un capítulo de Los osos amorosos- Glow brilla gracias a su concisión. Diez episodios de poco más de 30 minutos para ir al grano, sin grandes descubrimientos formales, pero sacándole partido a la claridad narrativa y a un look y una ambientación cuidados al detalle. En ese sentido, está pulida al máximo.

El batiburrillo de referencias ochenteras nos masajea el corazón: las citas al James Bond de Roger Moore y a Rocky, las canciones de Roxette, Journey o Patti Smith y la elevación a los altares de Brian De Palma, van estirándonos la sonrisa. Aunque se trate de la enésima versión del relato de superación (Karate Kid también juega en esta liga), la introducción de una perspectiva femenina y feminista que reivindica la normalidad de comportamientos invisibles en el cine mainstream de aquella época (y de esta), tales como la lactancia, la menstruación, el aborto o la carga del peso de la crianza -por citar solo algunos-, dota de carga de profundidad discursiva a un relato sencillo y efectivo. Los desnortados hombres que aparecen en Glow -víctimas de sus propias inseguridades- palidecen ante una ejercito de luchadoras encabezado por Ruth Wilder (Alison Brie) y Debbie Egan (Betty Gilpin) que acaba tomando las riendas de su propio espectáculo ante el despiste generalizado de sus supuestos superiores. Sin demasiadas arengas y desde la naturalidad, apelando a la camaradería femenina y a lucha conjunta (véase la secuencia en la que cantan el rap sobre el ring en el séptimo episodio), Glow gana enteros. Si encima se cierra con el ‘Invincible’ de Pat Benatar, no se obvian temas peliagudos (la drogadicción generalizada) y se ajustan cuentas con los Reagan, mucho mejor”.

Fin de la autocita. En breve, volvemos con la segunda temporada de las chicas del ring.

Silicon Valley

En su quinta temporada, la serie creada por Mike Judge tuvo que hacer frente al abandono de T.J. Miller, que interpretaba a Erlich Bachman, uno de los principales protagonistas. Las pullas a costa de su marcha no han faltado: para fingir su muerte y que puedan identificar el cadáver de Erlich, Jian Yang (Jimmy O. Yang) compra un cerdo.

Sea como fuere, la producción de HBO no ha notado su ausencia y se mantiene firme en su descacharrante análisis del neocapitalismo. El desarrollo de la nueva internet deslocalizada por parte del grupo de nerds encabezado por Richard Hendricks (Thomas Middleditch), hace que broten tramas referidas al espionaje industrial, a la infidelidad empresarial o la esclavitud laboral a la que se ven sometidos trabajadores y directivos medios por parte de un sistema caníbal inevitablemente condenado al colapso: resulta curioso que los constructores -los obreros- de ese mundo sean jóvenes con un talento muy determinado, abejas expertas en una tarea concreta con escasas aptitudes para desarrollar una vida fuera del mundo de la programación o de la tecnología (sus habilidades sociales son nulas), obreros fáciles de conducir.

Los tipos como Gavin Belson (Matt Ross), situados en lo más alto de la pirámide neoliberal, son descritos como sociópatas y no es difícil equipararlos a falsos gurús como Elon Musk: hay una línea de diálogo que los retrata a la perfección, “para ella nada es personal, por eso tan buena en el capital riesgo”. Cualquier estrategia es válida para superar (y hundir) al rival en un mundo en el que la velocidad lo es todo y en el que queda patente la futilidad del valor del dinero y de las inversiones y la ausencia total de lealtad. El episodio radicado, parcialmente, en China en el que se observan los beneficios que países como los Estados Unidos obtienen gracias a la perpetuación del régimen ‘comunista’ o las reflexiones en torno a la inteligencia artificial convierten Silicon Valley en la comedia I+D+i por méritos propios.

Pero es que además, la sucesión de catástrofes que es la serie de Mike Judge, en la que el avistamiento de una solución no es más que la antesala de una nueva debacle, sigue dejándonos frases antológicas como esta, a propósito del carisma y el exvicepresidente Al Gore: “Sus ideas eran magníficas, pero hablaba como un terrateniente narcoléptico, perdió la presidencia ante un vaquero de pacotilla y ahora hace porno apocalíptico”. Como para no verla.

Unbreakable Kimmy Schmidt

No me pregunten por qué, pero como le sucede a Alberto Rey, la serie de Robert Carlock y Tina Fey me da pereza. Vi sus primeros episodios y el planteamiento no puede ser más atractivo (cuatro mujeres son rescatadas de las manos de un fanático religioso tras pasar 15 años de cautiverio en un búnker) pero me desconecté de ella a pesar de admirar muy mucho a la creadora de esa piedra en el zapato de la industria audiovisual que es 30 Rock. Aun así, no he seguido con ella. Y, volviendo a Alberto Rey, tal vez debería hacerlo. Por esto.

Recuerden, la semana que viene cerramos el chiringuito Emmy con las mini-series y las Tv Movies (para HBO) o películas (si la que habla es Netflix), la cuestión es no ponerse de acuerdo. Stay tuned.