En plan serie por Enric Albero

Netflix. Trío de olvidos

30 noviembre, 2018 09:54

[caption id="attachment_922" width="560"] Fotograma de la serie de Luis Miguel[/caption] La oferta de contenidos audiovisuales, principalmente series y películas, se multiplica a una velocidad inasumible. De hecho, una de las nuevas prácticas de consumo consiste no ya en ver una serie o el último estreno VOD, sino en seleccionar qué vemos. Revisar los catálogos de Movistar +, Netflix, Filmin, Amazon Prime Video o HBO es ya una actividad que ocupa tanto tiempo como el propio visionado. La avalancha de producciones que cada semana llega a nuestros domicilios es inabarcable, así que para mantener una dieta seriéfila/cinéfila sana es necesario cribar y, sobre todo, marginar el factor actualidad y dejar cosas para mañana que ni puedes ni debes ver hoy (que ya has engullido dos pelis y tres capítulos de ‘pongan el placer culpable que estimen oportuno’, en mi caso la sexta temporada de Ray Donovan). Siguiendo esa máxima, recupero aquí algunos títulos, en este caso alojados en Netflix, que tuvieron cierta repercusión en su momento y que he visto con retraso y con calma. Mi objetivo es romper la línea monográfica habitual intercalando misceláneas sobre series que aquí se han pasado por alto.

La casa de las flores. Subvirtiendo el culebrón

Las telenovelas siempre se caracterizaron por su conservadurismo y por sus argumentos enrevesados, sembrados de secretos vinculados a la procedencia y la legitimidad de los hijos, la maternidad/paternidad o el adulterio compulsivo (entre otros). La casa de las flores se acerca a esas constantes temáticas para luego girarlas y proponer un nuevo modelo de culebrón que rompe, precisamente, con la concepción tradicional de familia -que en última instancia defendían las viejas ‘novelas’- y apostando por una liberación sexual sin precedentes en el subgénero. La familia De la Mora posee una florería de renombre en un barrio de clase alta del DF. Todo dará un vuelco cuando Roberta (Claudette Maillé), la amante del cabeza de familia Ernesto (Arturo Ríos), se suicide en la tienda el día del cumpleaños de este. Sucede que esta trama tópica permite desarrollar un puñado de argumentos paralelos que podríamos denominar pansexuales. Al establecimiento botánico se le une otro con idéntico nombre en el que artistas transexuales se dedican al cabaré. Los hijos del matrimonio De la Mora son: Julián (Darío Yazbek) un bisexual indeciso y golfista carnal que hace par en cada hoyo que se le pone a tiro; Paulina (Cecilia Suárez), la primogénita responsable cuya seriedad y eficiencia se traducen en una dicción robótica, que además es madre de un hijo que tuvo con un hombre que ahora es mujer (un José María devenido María José interpretado, no por casualidad, por Paco León); la última de la estirpe De la Mora es Elena (Aislinn Derbez), que vuelve al hogar para anunciar su compromiso con un afroamericano y termina encamada con un hermanastro. La creación de Manolo Caro es deliciosamente desvergonzada: aquí los secretos familiares apuntan a la condición genérica y sexual de los protagonistas y las aspiraciones de los personajes no pasan por ascender en la escala social, sino por alcanzar la aceptación ajena (pero también la propia). La matriarca, Virginia (Verónica Castro), trata de ser el pegamento de una familia que se descompone -vende marihuana para reunir dinero (también la consume)- hasta que entiende que la solución pasa por romper con esa estructura caduca que ya no se adapta a las condiciones del presente. Casi nada.

Luis Miguel. ¿El mejor 'malo' de todos los tiempos?

Con Óscar Jaenada sucede algo paradójico. Ha interpretado, al menos, a tres mitos del mundo del espectáculo en producciones que nunca están a la altura de sus prestaciones actorales. De hecho, la anterior afirmación es falsa. Ha encarnado a dos tótems como Camarón (Jaime Chávarri, 2005) y Cantinflas (Sebastián del Amo, 2014) en dos películas en las que lo mejor, con mucha diferencia, era él. Y luego se ha convertido en Luis Rey, quien no ha sido un mito hasta que Jaenada le ha puesto cara y gesto. La estrella, claro está, era su primogénito, el cantante mexicano Luis Miguel (Diego Boneta), cuya presencia en la serie que lleva su nombre queda eclipsada por la de su padre, cantante gaditano de medio pelo que se fue a hacer las Américas y coprodujo un hijo que le sacó de la miseria. Tirano, mentiroso y ladrón, el Luis Rey de Jaenada está tan bien encarnado, su crueldad es tan espontánea, que la fascinación y el asco se apropian de la mirada del espectador. Esa repugnancia atractiva solo está al alcance de los grandes de la escena y el actor catalán es uno de ellos, por más que sus elecciones impidan hallar una película verdaderamente grande en el seno de su carrera. Con todo, quizá estemos ante uno de los ‘malos’ más brillantes que ha dado la ficción contemporánea (y cuando digo malo, me refiero al estereotipo de maldad que no atiende a ningún matiz, que parece no revestir humanidad ninguna y que, aun así, se nos aparece como verosímil). La serie, además, encierra cierto interés. Primeramente, porque no se entrega a la hagiografía descarada, por más que tenga el beneplácito del artista melódico y entre los materiales previos que han servido para armarla figuren entrevistas con el propio Luis Miguel o biografías más o menos autorizadas como ‘Luis Mi Rey’ de Javier León Herrera. Es cierto que la estructura de la serie de Netflix se torna mecánica: los saltos desde su mayoría de edad a su infancia, para tratar de explicar cómo se forja su personalidad, se tornan monótonos y repetitivos. Ahora bien, esto no sirve para ilustrar un cuento de hadas, sino para ofrecernos una cruda visión del éxito. En Luis Miguel (la serie) vemos a un niño explotado como una mina de oro a la que no se puede dejar descansar -su padre le administraba efedrina a los 12 años para que pudiera cantar y rodar una película… y hacer los deberes- y también a un ‘casi’ adulto en permanente soledad a pesar de estar rodeado de gente. A los 18 años su dieta pasaba por desayunar con ‘escoceses’ mayores de edad y cenar zumo de agave. Engañado repetidamente por su padre, con una madre desaparecida -uno diría que es su Rosebud- y con relaciones sentimentales truncadas, acumula éxito tras éxito mientras se hunde poco a poco en el abismo. Y no se esconden los episodios menos gratos, como el accidente de coche, provocado por una imprudencia del cantante, que está a punto de costarle la vida a una menor. Me interesa más, mucho más, la serie que el repertorio de canciones almibaradas del vocalista mexicano nacido en Puerto Rico, de padre español y madre italiana, árbol genealógico que no es más que un síntoma inequívoco de que nada es lo que parece.

La maldición de Hill House. Terror barroco

La combinación Mike Flanagan + Shirley Jackson me resultaba, a priori, sumamente excitante (y sí, ya estamos con el problema de las expectativas). Flanagan es uno de los cineastas que mejor maneja el género de terror sin necesidad de reinventarlo en cada película. Conoce sus claves y sabe cómo tocar las teclas adecuadas. Una película como Ouija: el origen del mal (2016) que no era más que la precuela de la nefasta Ouija (Stils White, 2014), confirmaba las sospechas, ya intuidas en Oculus (2013), de que estábamos ante un señor que sabía lo que hacía. Su habilidad se vio refrendada con otras dos producciones que pueden verse ahora mismo en Netflix: el slasher Hush (2016) en la que presentación de la protagonista sorda es brillantísima, o El juego de Gerald (2017), recomendable aunque irregular adaptación de la novela de Stephen King. Flanagan cuenta, además, con una troupe de habituales más que interesante. Ahí están su esposa Kate Siegel -sí, es un calco de la Angelina Jolie más curvilínea- que aparece como actriz en varias películas (y en la serie que nos ocupa) y como guionista en Hush. Para sus libretos, el director de Salem suele trabajar con Jeff Howard -que también forma parte de la writer’s room de Hill House- y la música suele correr a cargo de The Newton Brothers. Que Flanagan se pusiera detrás de la tercera adaptación de La maldición de Hill House, la celebérrima novela que Shirley Jackson publicó en 1959 solo podía ser recibida con alegría. El libro de la escritora californiana fue llevado a la gran pantalla en 1963 por Robert Wise en la magnífica The Haunting (aquí titulada La mansión encantada) y en 1999 tuvo una versión mucho menos acertada dirigida por Jan de Bondt, que aquí llevó por nombre La guarida. No hay que confundir estas dos adaptaciones del original literario con La mansión de los horrores/House on Haunted Hill (William Castle, 1959) ni con el remake de esta misma película, House on Haunted Hill (William Malone, 1999), aunque las cuatro películas tengan bastantes cosas en común, incluidos unos títulos que invitan al equívoco. Puestos ya antecedentes, hay que señalar que la versión que Flanagan y sus guionistas han pergeñado para Netflix se aparta bastante de la novela matriz. La investigación de los fenómenos paranormales que ocurren en un viejo caserón por parte de un grupo de personas liderado por un científico deja paso a un relato de corte familiar en el que, eso sí, la mansión sigue siendo la protagonista. El juguete de Flanagan funciona de la siguiente manera: el matrimonio formado por Hugh Crain (Herny Thomas) y Olivia Crain (Carla Gugino, otra de las musas del realizador) se instala en una gran casa para proceder a su restauración y luego venderla. Junto a ellos están sus cinco hijos, tres niñas y dos niños. Una noche, el padre escapará de la casa llevándose a toda su familia excepto a la madre, que fallece en el interior, aparentemente por su propia mano. He ahí el origen del trauma que, como un hacha, destroza las raíces del árbol genealógico de los Crain. Sobre esa noche fatal se articula el mecanismo de una serie situada en dos tiempos: el pasado que remite a ese día fatídico y el presente, en el que los hermanos y el padre viven vidas separadas y a los que, una nueva tragedia familiar, volverá a reunir. La estructura impone una lógica propia: la trama siempre regresa a ese pretérito que marcó las vidas de los protagonistas, como un imán que tira de unos personajes que no pueden avanzar hasta que no superen la muerte inexplicada de su madre. Cada episodio se centra en uno de los miembros del clan Crain y, de un modo u otro, las líneas narrativas se van cruzando. Flanagan y sus guionistas gustan de la filigrana dramatúrgica y eso se traslada también a la imagen. El famoso capítulo sexto, rodado a partir de un encadenado de largos planos secuencia es una muestra de esa voluntad estilística: largos hilos argumentales que se entreveran y confluyen en un punto central. Sin embargo, este recurso tan utilizado en la teleficción contemporánea no siempre tiene razón de ser. Es cierto que hay momentos en ese episodio -el paso de un mundo a otro, de un tiempo a otro- en los que la hipercontinuidad está justificada puesto que provoca efectos de extrañamiento, de fascinación o de terror (la cámara va de un punto A al B, realiza ese trayecto en varias ocasiones y, finalmente, en su último regreso, una presencia que no estaba aparece en el punto A). Ahora bien, hay demasiados minutos en los que el recurso se antoja impostado, una demostración de técnica que parece gritar ‘hey-chavales-mirad-lo-que-sé-hacer’ que acaba acartonando la puesta en escena y haciendo que aquello parezca teatro filmado. Por más que la factura sea solvente y la serie funcione, la sensación de elongación que transmite se hace patente en no pocas ocasiones. Demasiados minutos, demasiadas vueltas al origen y demasiados sustos que inundan las retinas de déjà vu. Lejos de la concisión y de la precisión narrativa presentes en la película de Wise -y en parte motivado por la temporalidad propia de la ficción serial- La maldición de Hill House se nos presenta como una adaptación barroca de la novela de Jackson en la que lo ornamental termina por ser más importante que su esencia. Ese barroquismo no afecta solo a lo visual, que también, sino a lo explicativo, factor que, sin duda, le resta interés a un miedo que podemos espantar con un grito, que no se nos queda instalado en los huesos. Para eso tal vez sea mejor que le echen un vistazo a una película también disponible en Netflix: Soy la bonita criatura que vive en esta casa, dirigida por Osgood Perkins (sí, el hijo de Norman Bates), todo un monumento al terror que brota desde la sugerencia. Imperdible.  
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