A veces, menos es más. Solo que, en este caso, el adverbio comparativo de inferioridad se refiere únicamente a los minutos que ocupa el visionado de Homecoming, apenas unos 300 repartidos en diez episodios de, aproximadamente, media hora cada uno. En esa duración, reservada en otros tiempos para las sitcoms y casi prohibida para el drama, los creadores Sam Esmail, Micah Bloomberg y Eli Horowitz son capaces de armonizar contenido y apariencia en la que es, sin ninguna duda, una de las teleficciones mejor diseñadas de 2018.
La trama, fracturada en dos tiempos es, en apariencia, simple. En el pasado reciente, Heidi Bergman (Julia Roberts) ejerce como asistente social en Homecoming, un centro de rehabilitación privado por el que pasan los soldados recién vueltos de la guerra para recibir el tratamiento previo a su reintegración en la sociedad. En un presente situado cuatro años después de aquel momento, Thomas Carrasco (Shea Whigham), un auditor del Departamento de Defensa, investiga que sucedió con aquel proyecto de reinserción ahora clausurado y contacta con Heidi, que ahora trabaja como camarera, vive con su madre (Sissy Spacek) y parece no recordar nada de aquellos días. Por cierto, la serie es una adaptación del podcast con el mismo nombre desarrollado para Gimlet Media por Bloomberg y Horowitz e interpretado por Catherine Keener, Oscar Isaac y David Schwimmer.
A nadie que no tenga más de siete dioptrías en cada ojo y no use gafas se le escapará el juego con los formatos que desde la realización propone Sam Esmail. Así, toda la parte referida al pretérito está rodada en 16:9, mientras que la investigación situada en el ahora queda encajonada en un formato 1:1, un cuadrado perfecto del todo inhabitual en el audiovisual contemporáneo (y menos utilizado de manera combinada; no hay tantos casos de juego con las dimensiones de la pantalla: así a bote pronto y remitiéndome a la actualidad, pienso en la serie Legion de Noah Hawley o en el arranque y el final de Kursk, la última película de Thomas Vinterberg producida por Luc Besson, como si ese cambio de formato fuera una manera de reconciliar a dos tipos tan dispares como el realizador danés y el director de El quinto elemento). En este magnífico artículo de Liz Shannon Miller para Indiewire, el director de fotografía Tod Campbell, que habla de Hitchcock y De Palma, explica por qué terminaron usando el 16:9 y no el “más cinematográfico” 2.40:1 que él quería (Esmail lo convenció de que, para el ojo, el salto entre ambos hubiera sido demasiado brusco).
Tal y como apunta en uno de sus suculentos hilos de Twitter el profesor de Realización y Estética Cinematográfica de la Universidad Pontificia de Salamanca, Miguel Ángel Huerta, el uso del escaque “enclaustra” a unos personajes que buscan aclarar un pasado oscuro –¿qué sucedió en Homecoming?– en una partida de ajedrez en la que el movimiento definitivo parece que no se producirá jamás. En la mejor tradición del género conspiranoico –de El último testigo (Alan J. Pakula, 1974) a Rubicon (Jason Horwitch, 2010)–, Carrasco se topa con una maraña de datos y nombres que solo le conducen a callejones sin salida. Al final del capítulo tercero, esa sensación de estancamiento, de bloqueo, queda evidenciada cuando Sam Esmail lo aplasta “bajo la pila vertical de cajas” aprovechándose, precisamente, del formato elegido. Toda esa secuencia da la medida del talento de Esmail para conjugar el fondo y la forma: si, mediante el empleo de determinadas composiciones, entierra a Carrasco bajo una montaña de archivos; en otras utiliza el primer plano (y “los negros de la pantalla panorámica adaptada al 1:1”) para generar y agudizar una sensación de claustrofobia. Cuando, repentinamente, Carrasco dé con una información que llama su atención, Esmail “varía ligeramente la composición para contar ese desequilibrio (…) apoyado en los tonos verdosos y la luz contrastada de ese mundo burocrático que asedia al individuo”. (Justo aquí ? tenéis la secuencia fragmentada).
Insistamos en que esa sensación de parálisis es aplicable, también, a Heidi. Aunque el momento culminante de esa prisión formal se produzca en el último episodio, justo en el punto en el que las dos líneas temporales confluyen y vemos el cambio de formato en pantalla, no hay que olvidar que la serie emitida por Amazon Prime arranca con una jugosa metáfora visual: un plano secuencia nos lleva desde el interior de un acuario decorado con una palmera, a la oficina que lo alberga, que no es otra que la de Heidi. La asistente recibe a su primer paciente, Walter Cruz (Stephan James), pero la cámara de Sam Esmail seguirá su propio camino, abandonando a los personajes y acercándose a la ventana. Tras un corte, el objetivo se sitúa en el exterior de la oficina y prolonga el movimiento del plano secuencia anterior, estableciendo una rima rítmica y comparando el centro de Homecoming con la pecera, una manera más amable de denominar lo que en realidad es una prisión para peces. La aparición de un cormorán en escena servirá para encadenar ese fragmento situado en el pasado (recuerden, formato panorámico) con el presente (formato cuadrado): la pintura de unos pájaros situada al lado de una ventana vincula las dos imágenes, primero a través de esa concordancia ornitológica y, después, reforzando esa sensación carcelaria que nos transmite primero la ventana (cristal del acuario, cristal de la oficina, cristal de la ventana) y luego ese travelling de retroceso que nos presenta un bar de mala muerte con un diseño de interiores que contribuye a acrecentar el abigarramiento que ya de por sí provoca el emplazamiento de la cámara (techos bajos, decoración recargada, luz oscura, ligerísimo contrapicado). Pasamos, pues, de una cárcel a otra.
A esa sensación opresiva, derivada de un argumento que, como hemos dicho anteriormente, remite a un subgénero del thriller muy concreto que Sam Esmail ya trabajó en Mr. Robot, hay que sumar otros hallazgos formales vinculados a la relación médico/paciente que se establece entre Heidi y Walter. Me obsesiona particularmente el uso del plano/contraplano en el cine y la televisión actuales. Puesto que se ha asumido que esta es la manera más ‘lógica’ de filmar una conversación, creo que ha terminado por convertirse en una fórmula que se repite hasta la saciedad y cuyo uso no suele obedecer a criterios expresivos, sino que termina siendo un gesto mecánico para empalmar diálogos. Digamos, en primer lugar, que hay otras maneras de registrar una charla, un encuentro o un duelo entre dos personajes (seré muy obvio, pero Godard tiene mil y un juegos que rompen el citado recurso y una pequeña joya como The World is Full of Secrets de Graham Swon utiliza los encadenados para sacar aún más partido al intercambio de palabras entre varias jóvenes). Digamos, también, que, a partir de la composición interna del encuadre, el plano/contraplano puede cargarse de sentido más allá del puramente ilustrativo. En Homecoming se produce una suerte de evolución del planteamiento que veíamos en En terapia (Rodrigo García, 2008-2010). Esas sesiones terapéuticas vienen acompañadas de un trabajo con la forma indicativo de ese crecimiento empático que se produce entre Heidi y Walter a medida que se van conociendo. Para ello, Esmail juega con el formato widescreen: en el arranque utiliza el plano de situación para colocar a los personajes en un extremo de la pantalla, dejando mucho aire a su derecha; no hay equilibrio, no están centrados, no se conocen. Ese aire permanece cuando se inicia la primera plática entre los dos –los personajes no están en el centro del cuadro– y plasma “visualmente la falta de confianza entre ambos”. A medida que cada uno va sabiendo más del otro, el vacío va desapareciendo del encuadre y aparecen la centralidad, la simetría y la frontalidad –y el acortamiento de la escala– que señalan que la comunión entre ambos se acerca. De manera muy sutil, Esmail va rompiendo las barreras visuales que los separan y, poco a poco, introduce a los dos personajes dentro del encuadre utilizando el escorzo (el que habla y el que escucha ya están ‘juntos’, como se ve en el capítulo 7). Esta paulatina ruptura de los límites culmina en el capítulo final, cuando “un travelling de retroceso ejecutado con grúa evidencia la llegada a una simetría casi total. Fuera del ambiente terapéutico los personajes han intercambiado sus posiciones, ya no hay techos y abundan las formas curvas y los pares de objetos. Comunión culminada”. En estas imágenes vemos el inicio y el final de la relación entre ambos:
Más allá del doble formato y el juego con las simetrías y desequilibrios, el otro tic formal de Homecoming es el uso del plano cenital, tan del gusto del audiovisual contemporáneo. Como sucede con casi todo lo que observamos en esta serie, este recurso no busca espectacularizar el relato o demostrar el poderío técnico del realizador y de su equipo. Recordemos que estamos, ante todo, frente a un thriller conspiranoico en el que el proyecto que da título a la serie, auspiciado por esa megacorporación llamada Geist, a cuyos responsables no veremos jamás, esconde bajo la capa de las buenas intenciones unos objetivos tan pacíficos como la lista de propósitos de año nuevo de Marine Le Pen. Evitaremos desvelarlos para mantener vivo su interés. Estamos, pues, dentro de un género en el que la desconfianza y el espionaje son ley. Los cenitales –que también juegan su papel a la hora de fijar el estado emocional de los personajes– ayudan a transmitir esa percepción de que alguien está, en todo momento, vigilando y registrando todo cuanto sucede, como si todos los espacios (interiores y exteriores) estuvieran cubiertos por los ojos de las cámaras de seguridad o de los drones de vigilancia. En Homecoming, ese punto de vista omnipotente tiene todo el sentido.
Además de los innumerables logros formales que acumula esta teleserie producida por Universal –cada capítulo daría para un profundo análisis– también nos ofrece una interesante lectura de carácter simbólico a propósito de Estados Unidos y sus intervenciones en Oriente Medio (o sobre su pulsión bélica en general). En el tramo final de la temporada, Colin Belfast (Bobby Cannavale), el supervisor de Heidi, está dispuesto a confesarle a su mujer una serie de secretos que pueden desestabilizar su matrimonio. Ella, calmada, le dice que los escriba en un papel y los meta en una caja, pero que no se los cuente, que cumpla con esa especie de pacto de no agresión convenido por ambos. Colin obedece. Luego hacen el amor. Ese gesto –ocultar la verdad para seguir siendo ‘felices’– describe el funcionamiento tanto del proyecto Homecoming como de la compañía Geist y, por extensión, de la política militar de EE. UU. Se trata de justificar el tropiezo en la misma piedra utilizando argumentos peregrinos que, sin embargo, convencen a aquellos que les exponen. La reincidencia de los diferentes gobiernos estadounidenses a la hora de intervenir en Oriente Medio, ya sea pretextando la búsqueda de armas de destrucción masiva o la devolución de una agresión, está fuera de toda duda. Y tal vez se produzca porque la ciudadanía tiende a olvidar –atención, palabra clave– con mucha facilidad los motivos que han provocado esos conflictos (y si siempre que se ha actuado de ese modo las razones que movían esos ataques tenían una base real y/o justificada). Además, como sucede con el personaje de Cannavale en otra magnífica secuencia, siempre se encontrará un chivo expiatorio que cargue con el muerto: en una sala de juntas enorme y vacía, rodada en profundidad de campo, Colin será conminado a firmar su dimisión y asumir toda la culpa; quien le transmitirá la orden no será un mandamás de la empresa –repito, no aparecen nunca–, sino otra subalterna.
Resulta infrecuente toparnos con teleseries tan trabajadas desde lo formal –aunque este año ha habido notables aportaciones– como esta Homecoming. De hecho, por momentos me ha impresionado tanto el trabajo de Sam Esmail que tendré que recuperar Mr. Robot, serie que abandoné tras una primera temporada a la que le vi demasiado pronto las costuras de guion y cuyo mensaje ideológico no terminaba de convencerme (no fueron pocos los que me advirtieron de que la cosa iba a más, sobre todo en la que dicen que es su gran temporada, la tercera). Sea como fuere, mi capacidad de sorpresa se ha visto agitada con esta serie por decisiones de puesta en escena aparentemente llamativas –la secuencia de montaje con el uso de la pantalla partida en el último capítulo– y por otras mucho más sutiles. Pensemos en el episodio noveno, cuando se produce ese encuentro a tres bandas entre Heidi, Colin y Carrasco. A partir de un plano general, Esmail coloca a Colin entre ambos. Heidi y Carrasco quieren averiguar la verdad sobre Homecoming y Colin es el único que se interpone entre las sospechas y los recuerdos de la primera y las averiguaciones del segundo: si ambos hablan, todo se destapará. Durante toda la secuencia, los dos ‘investigadores’ están separados, bien por la figura de Colin cuando la escala es amplia, bien por los cortes de montaje, con el cuerpo de Cannavale siempre filtrándose por alguna esquina del cuadro. Paulatinamente, Heidi comenzará a aparecer sola dentro del encuadre, mientras asume qué decisión tomará para solucionar el embrollo. Y esa decisión no es otra que sacar a Colin de la ecuación, del plano, a empujones. Lo expulsa –lo tira a una fuente– para así poder compartir espacio con Carrasco sin que nadie se interponga, de modo que ya pueden aparecer juntos y, así, buscar la verdad.
Insisto, podríamos seguir examinando pormenorizadamente casi cada secuencia y encontraríamos detalles como los que hemos mencionado a lo largo de este post, pero creo que es mejor que sean ustedes mismos los que buceen en esta joya de la teleficción contemporánea. Disfrútenla.
P.S. 1: Todos los entrecomillados han sido extraídos del hilo de Twitter que Miguel Ángel Huerta le dedicó a la serie.
P.S. 2: El próximo viernes 28 tienen una cita con el TOP 10 de las mejores series del año. No es una inocentada y, sí, estará Homecoming.