'Cóndor'. Servir a Dios y al Diablo
En el actual contexto de hiperinflación serial -recuerden: casi 40 estrenos/regresos solo este mes de enero- lo saludable es ir siempre por detrás de la programación y no a su ritmo. Ir al día exigiría alimentarse exclusivamente de barritas energéticas, colocarse una sonda y comprar el colirio por toneladas. Como, por decencia vital, toca moverse a la estela de las producciones y no siempre somos capaces de esquivar el aparato publicitario -hay una barbaridad de críticas que, en el fondo (y no tan en el fondo), solo son aplicadas operaciones de relaciones públicas- no son pocas las veces en que todo el mundo acaba hablando de lo mismo (lo que no significa que lo hagamos de la misma manera ni empleando los mismos parámetros). Dado que el océano serial es vasto, el sónar tiene un alcance reducido y el tiempo de navegación es finito, es imprescindible levantar el periscopio y otear la superficie para ver si alguien que salió antes o fue más rápido nos indica la ruta correcta. De otro modo, y por mil y una razones diferentes -exceso de oferta, poca publicidad, falta de horas, los caprichos del azar, una mala resaca- se nos escaparían series no ya interesantes, sino directamente hermanadas con nuestras propias inquietudes: series que veríamos porque nos gusta el género o el actor, porque las dirige aquel tipo que ganó un Oscar o porque hablan de un suceso que nos atrae particularmente y que, sin embargo, pasan de largo como una ola mansa (no como la de Rocío Jurado).
Es importante, pues, aprovechar Twitter como brújula -y no como escupidera- y enchufarles un rastreador a aquellas y aquellos que no solo se dedican a ver series, sino que tienen cierto olfato para dar con objetos perdidos y, además, invierten parte de su tiempo en desmontarlos y explicárnoslos. El periodista Toni García Ramón es uno de ellos. De no haber sido por un tuit suyo, no habría visto Cóndor, la serie que emitió Calle 13 y que sigue disponible en Movistar +. Y lo peor es que, en condiciones normales, eso no tenía que haber sucedido. Y no tenía que haber pasado por varios motivos. En primer lugar, porque soy un target natural de esa serie y, aun así, escapó a mi radar. Y soy un objetivo tan claro como un hipopótamo deslizándose por una pista de esquí porque soy un apasionado del thriller de raíz conspirativa -la famosa conspiranoia surgida al albor del caso Watergate- que se desarrolló principalmente en el Hollywood de los años 70 y que dio lugar a títulos que ya han aparecido en este blog como La conversación (Francis Ford Coppola, 1972), El último testigo (Alan J. Pakula, 1974) o Domingo negro (John Frankenheimer, 1977) y a otros menos conocidos pero igualmente interesantes como Acción ejecutiva (David Miller, 1973) e incluso Capricornio Uno (Peter Hyams, 1978). Tenía que haber devorado Cóndor porque, precisamente, es la revisión de uno de los grandes clásicos de este subgénero: Los tres días del cóndor (Sidney Pollack, 1975), a su vez basado en la novela de James Grady Los seis días del cóndor. Solo por eso, aunque la serie fuera rematadamente mala, tenía que haber llegado a mí (o yo a ella). Pero hay más motivos. Y tienen nombre y apellidos. Son estos: William Hurt, Mira Sorvino y Bob Balaban. Solo por esos tres actores ya habría que entrar a echar una ojeada.
Pero no fue así, pasó de largo como un camarero vago de esos que te niega la mirada para no tener que trabajar. Felizmente, el tuit de García Ramón funcionó como un garçon gritado a tiempo y Cóndor llegó a mí (o yo a ella) como una cerveza después de una excursión por el desierto. Con lo que no contaba es con que el citado periodista le dedicara un artículo, cosa que habla muy mal de mi talento predictivo, puesto que resulta del todo lógico que alguien que, con cierta asiduidad, escribe sobre series lo haga sobre ESA que tanto le ha gustado. Así que ahora me siento como Poulidor viendo a Anquetil sacándome una semana de ventaja mientras yo sigo haciendo el tour con una BH y sin bombín. Aunque, a poco que lo piense, la cuestión es un tanto absurda. El artículo de Toni García Ramón -este- señala algunas de las claves de la serie y se maneja en el filo que separa la revelación de secretos y la creación de estímulos que favorezcan la adicción (vamos, que si lo leen y no se ponen a verla tienen menos empatía que Risto con sus guionistas). Hagamos, pues, otra cosa.
Ampliación del campo de batalla
Cóndor no adapta el libro de Grady sino que se basa en el guion que Lorenzo Semple Jr. y David Rayfiel confeccionaron para la película de 1975, en el que el ave andina, que no era sino el alias que utilizaba el Joe Turner interpretado por Robert Redford, volaba tres días en lugar de los seis que contabilizaba la novela original.
Los creadores de la serie, Jason Smilovic, Todd Katzenberg y Ken Robinson actualizan la trama matriz y aprovechan el tiempo que permite la serialidad para desarrollar en profundidad los roles secundarios, acercándose a la coralidad y ahondando en caracterizaciones apenas esbozadas (o directamente inexistentes) en la película de Pollack. Todo arranca de manera similar: Joe Turner (Max Irons; sí, el hijo de Jeremy) sobrevive a un ataque en el que son asesinados sus once compañeros de trabajo, analistas de una oficina encubierta de la CIA. No se trata de agentes de campo, son “ratas de biblioteca” -lo que hoy equivale a un híbrido entre hacker y experto en cruce de datos- que no tienen entrenamiento cinético y que, básicamente, se encargan de buscar patrones que ayuden a localizar objetivos, prevenir atentados o anticipar situaciones tensas. El Sintrom de la geopolítica. Si en Los tres días del cóndor, Joe Turner daba con una para-organización dentro de la CIA que se dedicaba a jugar al Risk y no temía barajar la posibilidad de derrocar unos cuantos gobiernos si ello obedecía a sus intereses (centrados en explotaciones petrolíferas: eran los setenta); en Cóndor el contexto coloca en primer plano los atentados islamistas y el montaje subterráneo de una ‘contra-Yihad’ como opción real.
Además de la diferencia en el objetivo ulterior de una conspiración organizada desde las interioridades del estado, las aportaciones que trae consigo la contextualización tecnológica son plenamente relevantes. Si en el original fílmico era más complicado localizar a un Robert Redford que se valía de su habilidad con una centralita telefónica para hackear a la Agencia, ahora, en plena era de la multipantalla, todo el mundo cabe en una sala atestada de monitores. Una de las imágenes más poderosas de Cóndor, aquella que refleja un tiempo en el que la tecnología ha multiplicado los puntos de observación y en la que todo es susceptible de estar siendo vigilado, es la de Nathan Fowler (Brendan Fraser) filmado en contrapicado, sentado frente a una larga mesa de despacho -previamente hay un travelling de aproximación- y con dos grandes monitores sobre su cabeza. A pesar de ser uno de los eslabones más débiles de una cadena en la que figuran empresarios multimillonarios o altos cargos de la CIA, en ese plano su figura funciona como metonimia de una organización que controla las imágenes y ordena el relato a su antojo. Para ser más concreto: el plano inmediatamente anterior (muy recurrente) es el del operario oriental que controla la sala de visionado -una especie de ojo que todo lo ve- y sobre ese plano y encadenando con la imagen de Nathan, se superpone la voz de este último repasando el estado de las operaciones en marcha, como si leyera las instrucciones de montaje del Golem que él y sus superiores han creado.
En ese mismo episodio, el quinto, veremos desde una ventana de la oficina en la que se ha producido la masacre como, de manera espontánea, los ciudadanos rinden homenaje a los fallecidos. El cristal es reticulado, de manera que la visión de los asistentes al memorial queda fragmentada, como si lo viéramos todo a través de varias pantallas. En Cóndor aparecen pantallas por doquier: smartphones, portátiles, micro cámaras, salas repletas de monitores… El acceso a esa visión panóptica de la realidad -casi a la manera de la máquina de la infravalorada Person of Interest- resulta determinante para el devenir de los personajes. Controlar las imágenes lo es todo. Permite diseñar el relato que luego consumiremos y convertir a Joe Turner en el culpable que no es, o aprovechar el registro de un encuentro casual en un aeropuerto para fabricar la base de una historia que termine por justificar una guerra global. En Cóndor, poder ver implica truncar tu propio asesinato u obtener información para chantajear a las partes implicadas. Para mantenerse al margen de ese dominio es necesario vivir en soledad, refugiarse y huir de todo ese instrumental registral al servicio del estado, al tiempo que se crean y difunden imágenes propias desde la lateralidad del sistema.
Apelando al espíritu de la película nodriza, la serie alimenta la sensación de paranoia, de no poder escapar de un sistema que, bajo el manto de la seguridad, ha perfeccionado tanto sus mecanismos de vigilancia que parece ineluctable. Que este análisis de Cóndor coincida con el estreno de Vice (Adam McKay, 2018) no puede ser casual. Lo que en la serie viene empaquetado como una ficción cuya veracidad queda limitada al ámbito de la inventiva, en la obra de McKay cobra viso de realidad. Y es que todas las estrategias citadas en el párrafo anterior fueron llevadas a cabo por el gobierno encabezado por George Bush Jr., que en realidad fue capitaneado por su vicepresidente Dick Cheney. Los parecidos entre la operación orquestada por los mandamases de la CIA en Cóndor y la fabricación de los motivos que provocaron la invasión de Irak y el derrocamiento de Saddam Hussein son tales que asustan. En su artículo, Toni García Ramón señala que “la mediocridad pura (…) es el problema más grave que afronta el espionaje del país más poderoso del mundo” y esa lectura es extrapolable a la dirección política de los Estados Unidos que ha alcanzado su cénit con la administración Trump pero que ya se manejaba con la compostura de un hooligan en una destilería desde que el zote de Bush hijo se sentó en el despacho oval.
Para describir esa podredumbre moral que atiende a distintos grados, Smilovic, Katzenberg y Robinson, se valen del tiempo dilatado de la serialidad para reforzar la construcción psicológica de todos los personajes (olvídense de secundarios descritos de un brochazo). El ya citado Nathan Fowler (Brendan Fraser), un tipo gris que vive atenazado por un acuciante complejo de inferioridad y que busca autoafirmarse sirviendo a su país en la que le he han hecho creer que es una causa justa (miren ahora el porcentaje de aprobación que tenía la ofensiva sobre Irak antes de producirse). O Gareth Lloyd (Jamie McShane), el empresario de éxito dispuesto a sacar tajada de la tragedia, básicamente, porque puede. O Bob Partridge, un sobrio William Hurt que busca exonerar a su sobrino Joe valiéndose de su cargo dentro de una CIA tan podrida como aquellos discos duros que se rompieron en Génova 13 y que se debate entre el amor casi filial que siente por Joe y la lealtad a la patria. Los dilemas morales en torno al sacrificio y a los males menores salpican una serie repleta de giros y traiciones en cuyo origen solo se hallan dos motivaciones: el fanatismo más radical representado por Reuel Abbott (un Bob Balaban que logra que los adjetivos melifluo y malvado compaginen a la perfección: ¿la mediocridad del mal?) y el interés personal/beneficio económico que incorpora Marty Frost (una Mira Sorvino encargada de la investigación del caso, dura como una tabla de planchar del neolítico y con más ases en la manga que el tintorero de Juan Tamariz). Con todo, a nivel de diseño de caracteres, me quedo con la nueva versión de Joubert que interpreta Leem Lubany. Si en la cinta de Pollack era Max Von Sydow (en pie y saluden) el que encarnaba a un mercenario a sueldo del mejor postor, ahora, la actriz árabe-israelí hereda el apellido del sicario y nos entrega a una asesina amoral, una Villanelle oscura que se muestra tan hábil manejando un fusil de asalto como practicando el cinismo (en una secuencia antológica, Bob intenta analizarla describiéndole sus informes psicológicos, la reacción de Joubert da la medida del personaje; también sirve como muestra de su talante la frase “No me interesa el por qué. Pienso más en términos de cuándo, algunas veces dónde y siempre cuánto”. Una pista: no habla de hacer calceta).
La creación de personajes no es el único fuerte de un guion que equilibra muy bien todas las subtramas que surgen del argumento troncal y que emplea los flashbacks bien para perfilar a los personajes refiriéndose a un pasado anterior a la historia que se nos cuenta; bien, como ya hacía la película, para aclarar aspectos de la propia trama (aunque están mejor integrados aquí que en el filme del 75, creo que en algunos casos son innecesarios… y en la peli también). Lo más sorprendente del libreto es, sin embargo, la evolución de Kathy Hale (Katherine Cunningham), una cita de Tinder que termina convirtiéndose en secuestrada/colaboradora de Joe de manera improvisada. En Los tres días del cóndor el personaje lo interpretaba Fay Dunaway, Joe se apoderaba de ella en una tienda de ropa y, guapura redfordiana y síndrome de Estocolmo mediante, acababan dedicándose a la prospección fisiológica reciproca como si en lugar de la CIA los estuviese buscando el presidente de la comunidad de vecinos. En Cóndor hay más tiempo para desarrollar esa relación y, a pesar de ello, los guionistas no fuerzan tanto la máquina. Dicho esto, lo más relevante radica en la curiosa arquitectura dramática del capítulo sexto -que no puedo desvelar si no quiero recibir amenazas- en la que la escritura a favor de obra -esto es, encadenando casualidades, haciendo coincidir tiempos- se da para terminar escribiendo a la contra; es decir, rompiendo las expectativas de los espectadores y puteando -esa es la palabra justa- a un protagonista que parecía que lo iba a conseguir todo. Cuando lo vean, lo entenderán.
Máxima eficiencia
El buen trabajo de montaje y la fotografía al claroscuro de Steve Cosens destacan dentro de una impronta visual que, por encima de todo, busca la eficiencia narrativa y la conservación del ritmo. En una serie que es antes un thriller conversacional que un actioner es obligatorio medir muy bien el tempo para evitar que la tensión baje. Ahí juegan un papel clave la brillantez -y la dicción- de los diálogos y el establecimiento de la cadencia desde la primera secuencia: un encuentro aparentemente anodino en el desierto que arranca con una charla intrascendente entre dos desconocidos y termina con un corte brutal e inesperado. Así funcionará Cóndor (y las instrucciones nos las dan al principio).
Los créditos de la dirección de los diez episodios se los reparten entre el propio Smilovic y los veteranos Kari Skogland (El cuento de la criada) y Lawrence Trilling (Alias) además de Andrew McCarthy, aquel actor que allá a finales de los 80 y principios de los 90 fue algo así como la cara b de Michael J. Fox, protagonista de hits del cine adolescente como San Telmo, punto de encuentro (Joel Schumacher, 1985) o La chica de rosa (Howard Deutch, 1985), grandes éxitos de videoclub como Este muerto está muy vivo (Ted Kotcheff, 1989) y obras de tipos serios como Wayne Wang (El club de la buena estrella) o Alan Rudolph (La señora Parker y el círculo vicioso). En fin, eran tiempos en los que la peña sabía quién era Molly Ringwald. Hoy, McCarthy combina su carrera interpretativa con la dirección (Gossip Girl, The Blacklist, Orange is the New Black) y aquí se encarga de tres episodios (y la cosa le va mejor que Hal Hartley).
Fieles a las convenciones del género, los responsables de Cóndor demuestran conocer el terreno que pisan. Sin necesidad de inventar nada nuevo -ni falta que hace- manejan tropos visuales reconocibles que ayudan al desarrollo de la historia. Veamos: capítulo quinto, Joe Turner bajando las escaleras mecánicas de la estación del metro, casi solo, de noche, ataviado con una gorra y filmado en plano general, reforzando la soledad y el aislamiento de alguien que es arrastrado por la escalera y por los acontecimientos.
Más: capítulo séptimo. Encuentro clandestino en el pasillo de acceso a un aparcamiento (¿recuerdan lo de huir de los puntos de vigilancia?) entre Bob Partridge (William Hurt) y Sharla Shepard (Christina Marie Roses), la agente que tiene infiltrada en el equipo que investiga el asesinato de los once agentes. Los dos se encuentran en una situación límite, y Sharla no confía en el que, de manera inopinada, se ha convertido en su superior. Kari Skogland aprovecha las posibilidades de reencuadre que le ofrecen las puertas de entrada y salida y los muros del pasillo para escenificar la situación de encierro/bloqueo que experimentan los protagonistas de la secuencia, dos expertos en lo suyo que no saben por dónde tirar y que se ven -y a los que vemos- asfixiados por todo cuanto sucede. ¿Serán correctas las intuiciones de Bob? De ser así, ¿han calculado las dimensiones del problema al que se enfrentan? Y, finalmente, ¿quién está detrás de todo el embrollo?
No querría cerrar este apartado sin comentar un plano que la serie utiliza de manera recursiva. Se trata de un picado sobre el rostro de los actores, casi siempre lateral y tomado oblicuamente, que genera una sensación que mezcla extrañamiento -ese emplazamiento no es habitual ni natural- y angustia (por la proximidad con que está tomado). Esa marca está presente durante toda la serie y transmite muy bien el estado en el que se desarrolla Cóndor: el descontrol de un mundo aparentemente ordenado y la opresión que experimentan aquellos que quieren escapar de tan enmarañada red.
En conclusión: si no llega a ser por un tuit pescado en la red a horas intempestivas ni yo hubiera pasado una mañana escribiendo sobre Cóndor ni ustedes estarían leyendo estas líneas (cosa que igual agradecerían). Pero ya que se han molestado en acercarse, terminemos comparando el modo en que la serie adapta la que para mí es la secuencia clave de la película de Pollack. Con todo resuelto, Joe Turner (Robert Redford) y Joubert (Max Von Sydow) tienen su último e inesperadamente pacífico encuentro. El sicario le advierte de que, a pesar de haber resuelto el caso, o precisamente por haberlo resuelto, ya no podrá vivir tranquilo y le adelanta cómo acabará todo: “Sucederá de este modo: estarás caminando. Quizá en el primer día soleado de la primavera. Un automóvil se detendrá junto a ti y alguien a quien conoces, alguien en quien incluso confías, saldrá del coche. Y te sonreirá, con una sonrisa hospitalaria. Pero dejará abierta la puerta del coche y se ofrecerá a llevarte”. Turner, sin embargo, aún confía en sus posibilidades y, en parte, en el sistema; tal es así que decide no abandonar Estados Unidos.
En la versión serial de 2018, está conversación, ligeramente modificada, se produce en el interior de un coche, con Joe al volante y Joubert detrás, apuntándole con un arma. En el momento del monólogo en el que la asesina llega al “y alguien en quien incluso confías”, Joe la interrumpe para decirle: “eso es imposible, todos en los que confío están muertos”. La decisión que toma inmediatamente después -y que tampoco os voy a spoilear- revela que si el Joe Turner de 1975 aún tenía una fe mínima en revertir la situación (todavía quedaba alguien en confiar), en la actualidad solo se puede confiar en uno mismo. El final, que lleva implícito la continuidad de la serie, anuncia un combate de Joe contra los responsables de una organización, la CIA, que están dispuestos a servir a Dios y al diablo para que Alá no triunfe. Si no han visto Cóndor, vuelen hacia ella.