“¿Por qué preocuparse por algo que no va a ocurrir?” le espeta el máximo responsable de la KGB a Valery Legasov (Jared Harris) cuando este le amenaza con incumplir la orden de silencio que el jefe de los servicios secretos soviéticos le acaba de dar. Esa frase bien podría resumir todo el proceso que condujo a la tragedia nuclear que supuso la explosión del reactor de la central de Chernóbil el 26 de abril de 1986, pasados veintitrés minutos y cuarenta y cinco segundos de la una de la madrugada.
La miniserie escrita por Craig Mazin (sigan su cuenta de Twitter, no tiene desperdicio) y dirigida al completo por el sueco Johan Renck es la versión audiovisual de un peritaje forense en el que la exactitud documental y la precisión factual obedecen al intento de reconstrucción de unos hechos que jamás iban a ocurrir hasta que ocurrieron. Este drama ceniciento, cortesía del director de fotografía sueco Jakob Ihre (habitual de Justin Trier), reproduce con una minuciosidad que raya lo obsesivo no solo el concatenado de causas que provocaron el desastre sino las condiciones ambientales en las que se produjo: estamos ante una ficción con voluntad no ya testimonial sino claramente inmersiva en la que lo sensorial posee tanta o más fuerza que lo discursivo.
La producción de HBO y Sky es cartesiana y didáctica, pero también sensitiva. El ordenamiento de la narración, que incluye varios saltos temporales, siempre viene indexado con la fecha correspondiente y la especificación del lugar en el que pasan las cosas. Chernobyl es como leerse un informe atómico forense. Los conocimientos en materia nuclear por parte de la gran mayoría de la audiencia son nulos. A mí lo de la fusión me suena a pack de oferta de telefonía móvil. La secuencia del juicio, incluida en el episodio final, en la que Legasov expone qué es lo que sucedió o la primera explicación sobre cómo funciona un reactor que el científico le hace a su supervisor político, Boris Shscherbina (Stellan Skarsgard), en el helicóptero (‘PleaseRemainCalm’), insisten en esa claridad pedagógica que la serie busca para hacerse entender. Chernobyl es, también, un coleccionable de física nuclear para dummies. Las referencias al sabor metálico que se queda pegado en el paladar. Los cuerpos llagados. El calor que inunda un túnel a seis metros bajo tierra. Chernobyl es, sobre todo, el catálogo de un laboratorio farmacéutico: después del piloto te entra la imperiosa necesidad de medicarte preventivamente.
La didáctica y los sentidos
Johan Renck aterrizó en el ámbito de la ficción serial televisiva procedente del videoclip. Tras trabajar con cantantes como Madonna, Robbie Williams, New Order o Beyoncé, combinó su labor como director de series (The Walking Dead o BreakingBad) con su faceta clipera (suyo es el Lazarus de David Bowie) y publicitaria (aquí su spot para Paco Rabanne). Tras pasar por Vikingos, Bates Motel, Halt and Catch Fire o Bloodline, se hizo cargo de todos los episodios de la miniserie de la BBC, The Last Panthers en la que ya llamaba la atención el uso que hacía de la iluminación.
A nivel audiovisual, Chernobyl exhibe un atractivo poco frecuente, sobre todo porque este procede de opciones estéticas relacionadas con la fealdad y la incomodidad. A la ya citada fotografía grisácea de Jakob Ihre, hay que sumar la banda sonora ideada por la chelista islandesa Hildur Guðnadóttir. La mayor parte de los sonidos que integran la composición fueron registrados en la central nuclear de Ignalina (Lituania), hoy sin actividad. La polifacética artista nórdica, que formó parte del grupo Mum y que ha girado con bandas como Animal Collective o Sunn O, trabajó, junto aChris Watson y Sam Slateren la codificación de todos los sonidos registrados con el objetivo de transcribir el horror que pudieron experimentar los implicados en el desastre a esa combinatoria de frecuencias que constituye el mapa sonoro de la serie. En Chernobyl la música refracta el subrayado, incluso en los momentos más idílicos, como ese flashback en el último episodio que nos lleva al día anterior a la explosión, enrarece el ambiente, se erige en portadora de malos augurios.
El trabajo con el sonido incrementa la sensación de desasosiego y de peligro que transmiten las imágenes. Renck maneja con inteligencia recursos como la distancia o el fuera de campo. La primera vez que observamos el fatal estallido lo hacemos desde la lejanía de la ventana situada en el humilde apartamento de Lyudmilla (Jessie Buckley) y su marido, un bombero que tendrá que acudir de inmediato a sofocar el incendio. Desde el interior del comedor, con el reencuadre que proporciona la ventana, observaremos como un haz de luz alumbra el horizonte. Segundos después, con Lyudmilla ya en el plano, la onda expansiva hará que el edificio se tambaleé (escuchamos ladrar a los perros del vecindario y una frecuencia molesta e inidentificable mancha la banda de sonido). De ahí, después de una mirada del matrimonio sobre la central en llamas, pasaremos al caos que ya reina en las instalaciones. La explosión, desde cerca, la veremos al final de la serie, cuando ya pueda ser explicada.
Renck, que rehúye cualquier espectacularización de los sucesos, también sabe ‘formalizar’ las relaciones de poder que quedan fijadas en el mismo instante en el que se inicia el operativo de control de daños. Recuperemos la secuencia del helicóptero, en la que Shscherbinale pide a Legasov que le digacómo funciona un reactor nuclear. La línea de diálogo “cuénteme como funciona o haré que le tiren del helicóptero” marca la autoridad del comisario político, que queda reforzada por la posición de los personajes en el encuadre y la sucesión de planos y contraplanos con Shscherbina en un butacón, siempre en una posición superior a la de Legasov, hundido en un pequeño asiento y flanqueado por dos soldados. Esos sutiles detalles formales tienen su momento álgido en la declaración final de Legasov. El destape de la gran mentira de estado que se ocultaba detrás del trágico suceso viene encapsulada en una panorámica de 180 grados sobre el cuerpo del científico mientras revela la auténtica verdad (antes, en el momento en el que camina hacia el estrado, la cámara se inclina, reflejando la vacilación que experimenta un personaje que todavía no sabe si dará la versión oficial o contará lo que realmente como ocurrió aquello que no podía ocurrir). En ese trayecto, se juega con el desenfoque para incluir como parte de esa confesión a los otros colaboradores, como son el propio Shcherbina y Ulana Khomyuk (Emily Watson). El movimiento termina con Legasov frente al tribunal, de espaldas a la cámara, diciendo “y así explota el núcleo de un reactor RBMK”. Justo en ese instante se dará la vuelta y, de cara a la audiencia, pronunciará “por las mentiras”: ese giro, de la cámara primero y del actor después, funcionan como metáfora del giro que supondrá esa declaración que el tribunal (y el estado) no podrán ocultar -aunque lo intenten- porque ya está en poder de la ciudadanía.
El director sueco también se muestra ducho a la hora de generar tensión desde una óptica puramente física. En la secuencia en la que los buzos entran en la central para vaciar los tanques y evitar que se produzca una segunda explosión, Renck juega con la oscuridad que reina en las entrañas de la instalación, con la luz de las linternas que se irá agotando a medida que avanzan y con el sonido de los contadores aumentando toda vez que la radiación se dispara. Todo ello, junto a las condiciones arquitectónicas (estrechez, tuberías, etc.) y la dilatación temporal, desemboca en una secuencia claustrofóbica que, además, no termina, sino que se prolonga hasta el siguiente episodio con un fundido a negro que nos deja el corazón en un puño gracias a un cliffhanger de manual. El plano secuencia del capítulo de los operarios que tienen 90 segundos para ir tapando el núcleo también entraría en este apartado en el que la fisicidad se impone.
En lo formal, la teleserie contiene otros momentos magníficos, como la caída del helicóptero que intenta medir la radiación del núcleo, cuya inevitabilidad viene marcada por ese plano general que da, al tiempo, una idea de la inutilidad de las medidas planeadas y de la insignificancia del hombre (y sus medios) frente a la catástrofe. O la secuencia sobre el puente (1.01) en la que el ralentí, la perturbadora música de Guðnadóttiry una cámara flotante que captura la caída de las cenizas radioactivas parecen recrear la expansión de un virus fatídico que, efectivamente, acabará con la vida de aquellos ciudadanos que, atónitos, contemplaban el resplandor que aquella noche alumbraba Chernóbil. También es magnífica la secuencia en la que los mineros, contratados para excavar un túnel que asegure el suelo de la central, ensucian de cenizas la chaqueta del ministro del ramo, que pretende encargarles esa misión suicida -la muerte a medio plazo estaba garantizada- a base de falsas promesas. Un claro ejemplo de que los currantes, además de ser los que más saben de lo suyo porque saben qué terreno pisan, no son fácilmente manipulables.
Énfasis e ideología
La aproximación a una realidad nacional ajena exige tomar numerosas precauciones. No creo que haya ninguna duda sobre el trabajo de documentación que sustenta el sólido guion de Craig Mazin, pero aun así sobre su relato también planea la certeza de que el sesgo ideológico termina por contaminar esa aproximación forense -testimonial, científica- de la que hablábamos al principio. El episodio cuarto (‘The Hapiness of All Mankind’) es, en ese sentido, el menos afortunado de todos. En primer lugar, porque introduce, ya superado el ecuador de la narración, un grupo nuevo de personajes que no tendrán más trascendencia que la de ejemplificar la mitología del sacrificio que todo suceso de estas características conlleva. Me refiero a la patrulla que se dedica al ‘control de animales’. Como si el drama que proporciona un hecho sin precedentes en la historia de la humanidad no fuera suficiente, como si el sacrificio voluntario de bomberos, operarios o mineros no bastara, hay que recurrir a un genocidio perruno para que, inmediatamente, nuestros dedos pulsen el número de la protectora y apadrinemos a la primera mascota que nos ofrezcan. Huelga decir que el libreto equilibra muy bien la presencia y la evolución de los secundarios, de ahí que se entienda aún menos la inclusión de estos personajes episódicos, sin apenas peso.
Ni ese refuerzo era necesario -menos mal que Renck tiene el buen gusto de utilizar el fuera de campo- ni tampoco viene a cuento la lección de historia que nos endilga la anciana que se niega a abandonar su casa en el arranque del capítulo. A) Es inverosímil: “Señora, que venimos a sacarla de aquí. -Pues en el año 28 cuando mi primo Sergei cruzó el Dniéper a nado…” (No way. “Señora, recoja los trastos y tire ‘pal’ camión, que somos el ejército”). B) Es ideológicamente oportunista: utilicemos, desde suelo americano, a una señora soviética para enlistar todos los males que han azotado a la nación desde la Revolución de 1917. Es describir aquella época desde aquella época, pero con el conocimiento histórico (e interesado) que ahora poseemos y ¡en menos de un minuto! Un reduccionismo (y esquematismo) que dudo mucho que se permitieran con la historia de su propio país.
Todo esto conduce al episodio final en el que Legasov declara ante el tribunal que el fallo de seguridad en el reactor era conocido y se debía, en última instancia, al empleo de materiales más baratos (grafito) en la construcción de las barras de boro, algo que (parafraseo) “no sucede en Occidente”. Siendo absolutamente cierta la primera parte de la afirmación, resulta chocante (o, de nuevo, oportuno) que Occidente aparezca como faro de buena praxis, como si en los sistemas capitalistas el ahorro en costes (ya sean materiales o de seguridad) no fueran prácticas habituales y hubieran provocado accidentes (quizá no de aquella magnitud). Es más interesante, y admite comparación con el contexto político de la Norteamérica actual, comparar las mentiras de estado construidas desde el Comité Central con el modelo de comunicación que llevó a Trump a la Casa Blanca y que sigue imperando desde el Despacho Oval. El paralelismo es casi inevitable.
Prolijamente documentada, con unas interpretaciones acordes a la trayectoria de sus tres actores principales y conducida por una narrativa en la que la indagación histórica y el bodegón apocalíptico van de la mano, Chernobyl, a pesar de sus deslices ideológicos, bien vale cinco horas de su tiempo.