En el arranque de la segunda temporada de Succession, Kendall Roy (Jeremy Strong) declara en televisión que su participación en el intento por arrebatarle el poder de Waystar Royco a su padre fue un error, que el plan de su progenitor era mejor que el que habían previsto él y sus socios usurpadores. Lo siento, me he equivocado, no volverá a ocurrir. Esa petición de perdón público llega después de que Kendall haya sido obligado a abandonar la clínica de desintoxicación en la que apenas lleva 48 horas: con la empresa debatiéndose entre la venta o el mantenimiento del control por parte de la familia Roy, los intereses de Logan (Brian Cox) están por encima de la salud de su hijo. A lo largo de toda la temporada observaremos como el pater familias ejerce un tiránico dominio sobre su vástago -existe una esclavización psicológica reforzada por el conocimiento de su más oscuro secreto: el accidente con el que se cierra la 1T- y como Kendall se va plegando a los deseos de su padre y jefe: se convertirá en su brazo ejecutor, dará la cara ante el congreso cuando Logan lo arroje a los pies de los caballos, se apartará de su nueva pareja tras no recibir el visto bueno de su progenitor y, finalmente, se presentará como voluntario para sacrificarse en su lugar y así limpiar el nombre de la corporación.
Ese inicio -la aparición en TV- rima con el final de la temporada en el que Kendall comparece ante los medios de comunicación para, en principio, inculparse como máximo responsable de los casos de acoso sexual que se produjeron años atrás y en los que estuvo involucrado Lester McClintock, a la sazón ejecutivo responsable de la línea de cruceros de la compañía. Kendall deberá comunicar que cuando tuvo conocimiento de esa información la ocultó compensando a las víctimas y destruyendo documentación sensible. Con su imputación exculpará a su padre, saneará la imagen de Waystar y facilitará la búsqueda de nuevos inversores además de convencer a unos accionistas cuya lealtad es cada vez más débil. De hecho, los dos grandes ítems de la temporada son esos: el destape de los casos de abusos sexuales -que establecen jugosas conexiones con el affaire Weinstein, pero también con casos como los de Andy Rubin o Amit Singhal- y el intento de los Roy por conservar su emporio, asediado por amenazas exteriores (la opa hostil sigue adelante) e interiores (¿quién será el sucesor?), claramente inspirado en las disputas de la familia Murdoch (acuérdense de The Loudest Voice porque las referencias a Roger Ailes o Fox News también están aquí).
Pero antes de revelar el desenlace de esta segunda entrega y las causas que lo desencadenan, analicemos esas dos secuencias que comparten varios elementos: la presencia de Karolina Novotney (Dagmara Dominczyk), la jefa de relaciones públicas de la firma, que acompaña y dirige a Kendall antes de sus exposiciones públicas; la descripción de las bambalinas, con los paseos por los pasillos de la cadena o del hall de la sede empresarial y la retransmisión a través de las pantallas de la intervención de Ken (amén de que son dos secuencias temáticamente coincidentes). Sin embargo, en el prólogo de esta 2T veremos a Kendall sentado en un butacón situado en un set destartalado. El plano que observan justo arriba describe literal y simbólicamente no solo esa situación en concreto sino, prácticamente, toda la temporada. Ken solo, en la esquina derecha del encuadre, en un plató lleno de trastos inútiles, frente a la cámara que le interroga. La elección de la escala y la posición del personaje en el plano lo presenta como alguien aislado y desplazado. El espacio elegido también funciona como metáfora del estado mental de un ser psicológicamente destrozado que, en esta misma secuencia, actuará como un muñeco de ventriloquía que repite el mensaje dictado por su padre. La secuencia, que está colocada antes de los créditos y que termina con la siguiente frase de Logan Roy (“Damas y caballeros, es la primera maldita cosa que mi hijo hace bien en su vida”), sirve, también, para relacionar a todos los hermanos a través de un montaje paralelo -todos están viendo la entrevista- y para detallar en qué situación se encuentra cada uno. Kendall es, desde ese momento y aunque estemos ante una narración coral, el cuerpo central alrededor del cual orbitarán el resto (en la primera era Logan).
Con las decisiones de puesta en escena de Succession sucede una cosa curiosa: pueden pasar desapercibidas. Formalmente es una serie compleja e incluso diría que paradójica porque es a la vez vehemente y delicada. Esa cámara vibrante en continuo movimiento, que no para de reencuadrar o de utilizar el zoom para reflejar la inestabilidad en la que vive la familia Roy, nos despista. Nos enfrentamos a un estilo muy marcado y, aparentemente, ajeno a cualquier sutileza. Estamos ante una puesta en escena volcánica y briosa, en consonancia con la personalidad del propio Logan Roy. No obstante, detrás de ese ajetreo continuo, de esa escritura sísmica, existe un ejército de finos calígrafos que interpreta con sagacidad los códigos fijados por Adam McKay en el piloto: me refiero a realizadores de vasta experiencia como Mark Mylod (El séquito, Juego de Tronos, Shameless), Robert Pulcini y Shari Springer Bergman (American Splendor) o el también director de fotografía Andrij Parekh (Blue Valentine, La gran apuesta, Show Me a Hero), entre otros.
Ese plano general que incide en el desamparo de Ken se repetirá en no pocas ocasiones. En una serie prolija en el uso de primeros planos e insertos -tan pendiente de las miradas y de los gestos- la aparición de un plano general debería llamarnos la atención (aunque apenas dure unos segundos). El final del capítulo cuarto (‘Safe Room’) tiene lugar en lo alto de la sede de Waystar Royco. Kendall está allí solo, subido en la torre de marfil familiar, contemplando la ciudad desde las alturas. Es un hombre solo: solo porque sus hermanos recelan de él (¿no habrá regresado para quedarse con el puesto?), solo porque no tiene ningún objetivo en la vida salvo cumplir órdenes (“si papá no me necesitara ahora, no sé para qué serviría”), solo porque ni siquiera su madre encuentra un momento para hablar con él, solo porque se le hace muy difícil vivir consigo mismo. En esa misma secuencia lo veremos enfrentado a su propia imagen -recuerden que a propósito de la 1T ya explicamos que los reflejos son importantísimos a la hora de descifrar esta serie- símbolo tanto de su personalidad profundamente traumatizada y escindida que se debate entre la obediencia y la rebelión, como de la posibilidad de una existencia paralela, de la irrupción de un doble que tenga la opción de vivir una vida distinta a la suya.
El arco (y las flechas)
En los manuales de narrativa debería figurar el nombre de Kendall Roy cuando se quiera explicar el concepto de arco dramático de personaje. La comparativa que estamos trazando entre la primera secuencia y la última contiene la evolución experimentada por el mediano de los Roy, una evolución tan profunda como imperceptible que, además, cumple con uno de los preceptos más cacareados por los estudiosos de guion: desembocar en un final inesperado e inevitable. Si en el arranque Kendall claudicará ante las imposiciones de su padre y, como ya hemos explicado, se doblegará ante sus órdenes durante el resto de los episodios, en la secuencia que cierra la temporada asistiremos a su sublevación. Veamos como está rodada esa parte final. En primer lugar, cabe señalar que la narración se concentra en dos espacios: el de la comparecencia y el salón del barco desde el que Logan, Shiv (Sarah Snook) y Roman (Kieran Culkin) observan la retransmisión. Veremos a Kendall recorrer los pasillos para acceder al atril desde el que hablará y a la jefa de PR tutelándolo (como en el arranque). Esta vez no estará solo, la improvisada sala de prensa estará colmada de periodistas y frente a él habrá una decena de micrófonos. Cuando su intervención empieza y recita el guion dictado por su padre, lo veremos encuadrado bien en un ligero picado, bien de manera frontal cuando se le observa a través de un monitor. De manera repentina, Ken frena la argumentación que le había sido preparada y suelta un “pero”, pasamos a un plano de la reacción de su padre y volvemos a la sala de prensa: observamos un plano en escorzo de su rostro, sin profundidad de campo y desde un emplazamiento distinto; ahora Ken domina la imagen y la verdad que contiene su discurso se derrama sobre periodistas y espectadores. Cuando la cámara recupere la frontalidad, tomará a Ken en ligero contrapicado: si la secuencia se iniciaba con picados -situación de inferioridad- termina cambiando la angulación porque también ha cambiado la posición de un Kendall que ahora tiene el control. El plano general de ese hall abarrotado de reporteros con Ken al fondo también rima con aquel del principio: si en el arranque aparecía solo a la derecha del encuadre en un plató desangelado, ahora está a la izquierda, convertido en el objeto de deseo de los medios (fíjense de nuevo en ese plano en escorzo y la línea diagonal que traza la colocación de los periodistas en relación con su figura que, a pesar de estar en el último término del encuadre, se erige como su motivo central). La temporada terminará con Kendall rompiendo los papeles que se suponía que tenía que leer, desafiando la autoridad de su padre y convirtiéndose en el ‘asesino’ que jamás había logrado ser, principal motivo por el que su progenitor no le había confiado las riendas de la corporación familiar.
El final es inevitable porque Ken lleva tragando quina una vez cada ocho horas, como si las putadas se administraran con regularidad antibiótica. Su personalidad ciclotímica también lo convierte en un candidato a la explosión de ira incontrolada: su fragilidad -esos tics, esos temblores, esos balbuceos, esa bestia del acting que es Jeremy Strong- contrasta con un intervencionismo inflexible, avalado por sus conocimientos de la lógica empresarial, a la hora de defender a la compañía que no es sino el trasunto económico de la figura del padre. El final es inevitable porque la acumulación de ira, fruto de un complejo de inferioridad auspiciado y explotado hasta lo indecible por Logan Roy, encuentra la espoleta que provoca una deflagración cuyas consecuencias no acertaremos a medir hasta la tercera entrega. El final es inevitable porque el mandamás de los Roy le brinda a su hijo la excusa perfecta para estallar: “You’re not a killer, you have to be a killer” (para ser CEO de una compañía como Waystar). Su comportamiento quedará justificado por esa mueca final del patriarca que ve como la carne de su carne, por primera vez, se comporta como él lo hubiera hecho: sin piedad. Ese desenlace insoslayable es, al mismo tiempo, inesperado, porque hasta ese momento Kendall había obedecido a rajatabla los mandamientos de su padre sin importar cuán crueles, vejatorias o peligrosas fueran las órdenes que este le imponía. Es de una perfección sublime porque la rebelión termina convirtiéndose en el cumplimiento de los deseos de Logan que ve como su posible sucesor es, por fin, un tiburón financiero.
Esa metamorfosis también es aplicable al resto de hermanos (de ahí lo de situar a Kendall como el eje vertebrador de este texto). Roman madurará a base de golpes y mostrará nuevos reversos de una personalidad tan al límite que parece que para él no haya precipicio lo suficientemente elevado desde el que despeñarse -su relación erótica con Gerri (J. Smith-Cameron) explica tantas cosas (de ambos). Otro tanto sucederá con Shiv (piel de hielo, cabello de fuego) que empieza viéndose como la heredera y, víctima tanto de sus dudas como de sus ambiciones, no logrará trascender ese segundo plano en el que está permanentemente ubicada -en su caso hay regresión, pero el personaje cambia. Y luego está Connor (Alan Ruck) el hermano con menos minutos por episodio que, a pesar de eso, pasa de gastarse su fortuna financiando la obra teatral de su pareja a aspirar a la carrera presidencial: un zote que quiere poner su foto en el Despacho Oval, ¿les suena?
Podríamos hablar de muchísimas otras cosas. De las recurrentes citas al Shakespeare trágico que van desde la literalidad –Hamlet, Coriolano- a sus antecedentes históricos -el Edipo rey de Sófocles- pasando por los guiños directos: la relación entre Ken y Naomi Pierce (Annabelle Dexter-Jones), la hija de la propietaria de la compañía PGM que los Roy quieren comprar en un intento desesperado por seguir creciendo para no morir, parece entresacada de Romeo y Julieta. También podríamos hablar del huis clos como motivo fundamental y de la reunión familiar/empresarial como pretexto para encerrar a los personajes en un mismo espacio: la mansión en ‘The Summer Palace’ (2.01), el salón de la casa en Hungría en ‘Haunting’ (2.03), la reunión con los Pierce en su casa familiar en ‘Tern Haven’ (2.05), el retiro para empresarios pijos que vemos en ‘Argestes’ (2.06) o el barco de los Roy en el que se desarrolla el capítulo final dan fe de ello. Es interesante observar, también, como estas elecciones incitan a reflexionar tanto sobre la endogamia de las clases altas -siempre relacionándose entre ellos- como sobre los vínculos que establecen con sus empleados/súbditos. Citar a cineastas como Joseph Losey, Roman Polanski o incluso Luis Buñuel no me parece nada descabellado a tenor de los comportamientos pero también de los planteamientos dramáticos que Succession muestra -El sirviente (Joseph Losey, 1963), El ángel exterminador (Luís Buñuel, 1962) o Callejón sin salida (Roman Polanski, 1966) tienen bastantes cosas en común, aunque inicialmente no lo parezca, con la serie emitida por HBO España, basta con ver el capítulo ‘Haunting’ para corroborarlo (“¡boar on the floor!”). Podríamos hablar, incluso, del poso de The Thick of It en esta serie y de cómo su creador, Jesse Armstrong, lleva a un nuevo terreno los diálogos cargados de agresividad, atrevidamente procaces y sexualizados hasta la náusea que ya estaban presentes en la serie creada por Armando Iannucci (Armstrong formó parte del equipo de guionistas, también Tony Roche que escribe el tremendo 2.03). El nivel de los insultos es este: “huele como si el vendedor de queso se hubiera muerto y hubiera dejado su polla dentro del brie”.
Podríamos hablar de todo ello, incluso de la aparición de esos grandes secundarios interpretados por Holly Hunter y Danny Huston o del resto de integrantes del clan Roy (Tom, Greg, Marcia), pero esta vez nos bastaremos con las dos secuencias analizadas y con la evolución de un personaje para convenir que, teniéndola a mano, perderse Succession es como invitar a Abascal a la fiesta de la democracia: una lástima.