'The Mandalorian', el mercenario
Disney + aterriza en España con un nuevo tentáculo de 'Star Wars', un relato de corte pulp que hunde sus raíces en el wéstern. Una serie disfrutable sin necesidad de perdonarle nada
De momento, y mientras los responsables de la franquicia estén dispuestos a ahogarnos con litros de explicaciones, la magnitud del desastre que supuso el episodio noveno de Star Wars seguirá siendo incalculable. El guion que había de sostener El ascenso de Skywalker -una estructura de vigas gelatinosas- era tan inconsistente que la sección de mercadotecnia de Disney está teniendo que hacer horas extra para hacernos creer que, en realidad, disfrutamos de una gran tarde en el parque de atracciones en lugar de haberla malgastado en una barraca de feria. La hormigonera promocional gira y gira y vomita cubas de cemento en forma de novelas que cubran esos agujeros del tamaño de las lunas de Tatooine que iban abriéndose a medida que la película de J.J. Abrams avanzaba sin saber muy bien ni cómo ni por qué. Hoy toca explicar la reaparición de Palpatine, mañana nos iluminarán con un tutorial sobre cómo ocultar una flota de destructores en un parking que ni los de la Ruta del Bacalao en el 89 y dejarán para la fan fiction -hay que alimentar a la bestia- la resolución del misterio de la cabalgata galáctica, ese desfile equino, a pecho descubierto, con la cara lavada y recién peinada que los miembros de la resistencia se marcan por la cubierta de la nave enemiga.
Con todo el mundo ocupado -por todo el mundo me refiero a esa parte de la población a la que le importa el universo Lucas- imaginándose como quedaría el rostro de Abrams congelado en carbonita o defendiendo con pasión adolescente el despertar entre hormonal y nostálgico que les provoca la erección de un sable laser (Star Wars se maneja en términos casi idénticos a los del nacionalismo, donde lo sentimental ya está por delante de lo político o de lo artístico); con la gresca todavía efervescente, Disney + aterriza en España con The Mandalorian, nuevo tentáculo de la ficción estelar, un relato de corte pulp que hunde sus raíces en el wéstern y que luce -muy por encima de su predecesora cinematográfica- gracias a su sencillez.
Jon Favreau, que de este bisnes sabe un rato (director de las dos primeras partes de Iron Man y de las nuevas versiones de El libro de la selva y El rey león; productor de largo recorrido, de Swingers a Vengadores: Endgame y actor fácilmente reconocible: la versión en carne y hueso del Happy Hogan marvelita); bueno, que me he ido con ese paréntesis, decíamos que Favreau no es un rookie y sabe en qué liga está jugando, así que administra los triunfos con la experiencia de un viejo tahúr que ha ganado pasta dirigiendo cosas como Chef (2014). Veamos.
Un personaje reconocible. El protagonista que le da nombre a la serie recuerda a Jango Fett, aquel cazarrecompensas cuya genética sirvió de base para el ejército clon que terminará con la creación del Imperio Galáctico (recuerden las partes II y III de la saga y la serie de animación Clone Wars). Es evidente que el Mandaloriano (Pedro Pascal), Mando para los amigos o Djin Djarinn para su familia biológica, recupera la apariencia de Fett (armadura, casco, armamento), comparte con él su formación educativa (los dos fueron criados por la misma orden) y también su oficio. Solo que, si el nombre de Jango ha quedado asociado a la tiranía Sith, el de Djin tomará connotaciones positivas.
El espacio. Favreau ha declarado en numerosas ocasiones que sentía especial interés no ya por la película que, cronológicamente, inauguró la saga sino, concretamente, por el primer acto, aquel que se desarrolla en Tatooine. De esa fascinación surgen las derivaciones estéticas de la serie. En primer lugar, ya se establece una conexión directa con la trilogía original -llamémosla clásica- y, en segunda instancia, las localizaciones que acogen el arranque de aquel Episodio IV están vinculadas a un imaginario muy concreto: el desierto, la emboscada de los Jawa, la taberna-saloon… Quédense con estos motivos.
La época. La teleficción, que Disney + ha empezado a emitir hoy (también disponible en Movistar +) y cuyo piloto estrenó Cuatro el pasado viernes en abierto, está situada después de los acontecimientos de El retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983), esto es, con el Imperio ya derrotado y con la Nueva República en fase de creación. Favreau aprovecha ese periodo de reconstrucción política para viajar por el Borde Exterior, ese espacio sin ley por el que campan bandidos, señores de la guerra, pícaros y demás gentes de mal vivir. La Deadwood galáctica.
Los tropos visuales. Del uso de las cortinillas para las transiciones a la batalla de naves espaciales con que arranca ‘The Gunslinger’ (1.05), de la lucha contra el Mudhorn en el episodio segundo (‘The Child’) que tanto recuerda a la pelea a la de Luke Skywalker (Mark Hamill) contra el Rancor a la aparición de los Jawa o los disparos lumínicos de los blásters, desde los elementos más accesorios y prosaicos hasta las construcciones más elaboradas remiten inequívocamente a las tres primeras películas que acuñaron la mitología de Star Wars (no me extiendo buscando ejemplos que para eso ya están los youtubers rastreadores de easter eggs).
Lo nuevo. Sin embargo, lejos de convertirse en esa planta de reciclaje que ha sido la ‘tercera trilogía’ (un mecano aburridísimo en el que solo parece estar permitido combinar, una y otra vez, las mismas piezas), The Mandalorian es como pintarse un bigote de Vicks VapoRub: reconoces el olor, pero te abre los pulmones que da gusto. Favreau obra con inteligencia. Si tienes a un cazarrecompensas y un desierto, haz una de vaqueros (un género, por otra parte, muy presente en la construcción de los episodios IV, V y VI). El resorte dramático que activa esta teleficción bien podría ser la sinopsis de Los profesionales (Richard Brooks, 1966): un cazador de recompensas -un grupo en la película de Brooks- recibe un encargo (recuperar a una persona), pero cuando la encuentra, en lugar de entregarla a su contratante, optará por no hacerlo. Si en el filme de 1966 la patulea de mercenarios encabezada por Fardan (Lee Marvin) dejaba que Maria (Claudia Cardinale) se quedará con el revolucionario mejicano Jesús Raza (Jack Palance) en lugar de regresársela a su esposo (Ralph Bellamy), aquí Mando, después de cumplir con su cometido, recuperará ‘el paquete’ que ya le había entregado a El Cliente (Werner Herzog: esa voz es de otro mundo) desconfiando de sus intenciones. Por cierto, la relación entre empleado y empleador también recuerda a la que, en Río Rojo (Howard Hawks & Arthur Rosson, 1948), mantienen Thomas Dunson (John Wayne) y su hijo adoptivo Matt Garth (Montgomery Clift). Río Rojo es una de las películas favoritas de Jon Favreau (al menos así se lo dijo en 2011 al reportero de GQ, Oliver Franklin). Pero no todo es cuestión de ir homenajeando clásicos. El uso del formato panorámico (2.39:1), la importancia de los paisajes y la recurrencia de los planos generales, la potentísima partitura de Ludwig Göransson o la continuada aparición de motivos inherentes al género (el duelo, el pistolero, la emboscada, el rescate carcelario, el desplazamiento hacia territorios desconocidos e inhóspitos, etc.) hacen de The Mandalorian una digna continuadora de tan venerada tradición.
Los tres primeros episodios siguen este esquema argumental y allanan el terreno para la posterior historia de huida y redención que se desarrollará en los cinco capítulos siguientes. The Mandalorian tiene una efectiva estructura circular: empieza y acaba en el mismo escenario (el final del episodio primero y del octavo riman) y los guiones van sembrando la trama de personajes para reunirlos en un cierre que ocuparía los capítulos séptimo y octavo (de hecho, funcionan como una única unidad: el séptimo finaliza con un épico cliffhanger y será el único que no termine con el tema principal de la serie sino con una pieza lánguida en consonancia con ese final). Favreau y el resto de guionistas de la serie (David Filoni, Rick Famuyiwa y Christopher L. Yost) tienen muy claros los referentes que manejan. Agárrense. Mando no es sino un trasunto de ‘El hombre sin nombre’ que Clint Eastwood interpretó en la Trilogía del Dólar de Sergio Leone, saga que arrancaba con Por un puñado de dólares (1964), una revisión del Yojimbo (1961) de Akira Kurosawa: el chambara, o, mejor dicho, las películas sobre samuráis reconvertidas en westerns son la otra gran inspiración de la serie. Un tipo inexpresivo -la máscara de Mando sustituyendo al rostro pétreo de Eastwood- que se mueve por intereses económicos, del que nadie sabe apenas nada y con una habilidad excepcional con las armas (de hecho, para quien esto firma, lo peor de la función son los flashbacks: cuanto menos sepamos del protagonista, más enigmático nos resultará: desde que se hizo cargo del paquete por propia voluntad, ya estamos con él. Por cierto, es brillante que se nos describa el cambio psicológico/moral que experimenta un personaje al que no podemos verle el rostro con la confección de una nueva armadura: traje nuevo, hombre nuevo).
Su presentación no deja lugar a dudas. Todo empieza con el primer plano de una mano enguantada sosteniendo un rastreador. El siguiente encuadre, un contrapicado, nos muestra a un tipo de espaldas. Es corpulento y va de oscuro. El cielo está alicatado de nubes grises. Nieva. Pasamos a un plano general. El hombre camina hacia una ciudad semioculta por la ventisca, las luces como faros exánimes en el horizonte. Podría ser el arranque de El jinete pálido (Clint Eastwood, 1985) o de tantos y tantos westerns en los que un desconocido llega a un pueblo para impartir justicia (SU justicia).
Segunda secuencia. La cantina. En el interior hay un conato de trifulca: dos mastuerzos acosan a un balbuciente ser de cara azul. La puerta del bar se abre como un iris y veremos, por primera vez de frente, la figura de Mando. Su indumentaria metálica parece el chasis de un coche que no terminó las 24 horas de Indianápolis. Suenan los primeros acordes del main theme. Media una provocación - ¡me has tirado la bebida! - y empieza el jaleo. Nuestro héroe, que no ha pronunciado palabra, lo resuelve en un pispás decorando el saloon con un par de cadáveres. Pero Mando no había ido allí a tomarse un San Francisco si no a capturar a su objetivo. Efectivamente: el señor azul de rostro pisciforme. Su primera frase suena como un balazo: “I can bring you in warm or i can bring you in cold”. La podría soltar el Rubio de El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966).
Esos son los códigos que definen una serie que hará las delicias de los amantes del género. El primer episodio (y el último) mezclan la escena final de Grupo Salvaje (Sam Peckinpah, 1969) con los westerns claustrofóbicos de Hawks, aquellos en los que un grupo heterodoxo de personas se veía forzado a encerrarse en un espacio reducido mientras el enemigo común acechaba en el exterior (me refiero a Río Bravo, Eldorado y, en menor medida, Río Lobo). Favreau asume tangencialmente el toque nihilista de Peckinpah (en ‘Redemption’ hay sacrificio y un claro homenaje a las andanzas de Pike -William Holden- y sus colegas con el cambio de manos de esa mortífera ametralladora) pero se siente más próximo a Hawks: esa improvisada coalición de individuos con intereses opuestos, siempre mirándose con recelo los unos a los otros, trabajará conjuntamente para alcanzar un objetivo superior y saldrá triunfante.
El piloto fija las normas a seguir. Las imágenes que nos retrotraen a los clásicos del género se intercalan con otras que extraen su savia de la mitología de la saga. Todo ello sumado a una presentación de personajes breve y efectiva. Vayamos por partes. En el capítulo inicial conoceremos a Greef Karga (Carl Weathers), una suerte de administrador del gremio de cazarrecompensas que le encarga los trabajos a Mando. Su aspecto físico recuerda al gran icono afroamericano de la saga, un Lando Calrissian (Billy Dee Williams) envejecido, pero con su socarrona alma de pícaro intacta. Después esta Kuiil (Nick Nolte), el viejo mecánico ermitaño que ayudará a Mando en su singladura: la secuencia de la doma del blurrg, en la que el pequeño anciano enseña al mercenario a montar, es muy parecida a la protagonizada por Gregory Peck en Horizontes de grandeza (William Wyler, 1958). Cabe no olvidar que ese tipo de procesos pedagógicos son una de las claves de la saga, amén de que la dicción de Nolte -ese “i’ve spoken” con el que acaba cada parlamento- recuerda a la de Frank Oz para Yoda. El último gran personaje que se nos presenta en el inicio es el droide IG-11 (Taika Waititi), espigado como C-3PO pero más mortal que una navaja suiza en manos de MacGyver.
En los episodios siguientes conoceremos a Cara Dune (Gina Carano), una exsoldado dura como el rostro de un director de banca. Aparece por primera vez en ‘Sanctuary’ (1.04), clarísima revisión en formato corto de -elijan la que prefieran- Los siete samuráis (Akira Kurosawa, 1954) o Los siete magníficos (John Sturges, 1960), dirigido por Bryce Dallas Howard. En los capítulos cuarto, quinto y sexto, Mando huirá con ‘el paquete’ recorriendo los confines de la galaxia para, en ese díptico final que forman ‘The Reckoning’ y ‘Redemption’, regresar al lugar en el que todo comenzó (el planeta Nevarro), solucionar el conflicto y poder iniciar una vida tranquila, sin huidas (o eso cree él). Para enfrentarse a aquellos que le buscan, Mando formará un pequeño comando con los personajes con los que se ha cruzado: Greef Karga cambiará, aparentemente, de bando y se unirá a su causa, Kuiil y un IG-11 reconfigurado como niñero cuidarán del paquete y Cara Dune se sumará a la aventura cuando sepa que la cosa va de cargarse a nostálgicos del Imperio (es adorable). Mando la capta para su misión en una secuencia que recuerda a otra película ideada por George Lucas. El cazarrecompensas regresa al planeta Sorgan -donde tienen lugar el episodio cuarto- para incorporar a Dune. La encuentra en mitad de un bar, dándose mamporros con un tipo que le saca dos cabezas y cincuenta quilos. Hay apuestas de por medio. La mujer gana. ¿A nadie se le viene a la memoria el reencuentro entre Marion (Karen Allen) e Indy (Harrison Ford) en En busca del arca perdida? Cambien los guantazos por chupitos y ahí lo tienen (sin la pulsión erótica de por medio, eso sí).
Esa mezcla de referencias endógenas (propias de la saga) y exógenas, el ritmo vivaz propio del mejor cine de aventuras (valga como ejemplo el montaje paralelo con el que termina el séptimo capítulo) y el carisma de los personajes hacen de The Mandalorian una serie disfrutable sin necesidad de perdonarle nada. Por cierto, podríamos seguir con los guiños: en Tres padrinos (John Ford, 1948) los asaltantes interpretados por John Wayne, Pedro Armendáriz y Harry Carey Jr. se hacen cargo de un bebé contraviniendo un código de conducta con el dinero como base moral (el mismo encariñamiento que Mando adquiere con ‘el paquete’); la premisa de El lobo solitario y su cachorro (Kenji Misumi, 1972), un chambara basado en el manga creado por Kazuo Koike, es muy similar a la de esta ficción galáctica; la relación entre Mando y Karga tiene paralelismos entre la que mantienen Billy (Kris Kistofersson) y Pat Garrett (James Coburn) en Patt Garrett y Billy the Kid (Sam Peckinpah, 1973), además de que la estrategia empleada por Moff Gideon (Giancarlo Esposito) para hacerlos salir de su escondite en el capítulo final -quemar el refugio en el que se esconden- también recuerda a uno de los greatests hits de la biografía criminal de William Henry McCarthy que aparece reflejado, por ejemplo, en el Billy the Kid de King Vidor (1930). ‘The Gunslinger’ nos lleva a El último pistolero (Don Siegel, 1976) a través del vínculo que se forja entre Mando y Toro Calican (Jack Cannavale), revisión del que tienen J.B. Brooks (John Wayne) y Guillom Rogers (Ron Howard: padre de Bryce Dallas Howard) en el filme que puso fin a la carrera de Wayne. ‘The Prisoner’ nos teletransporta a Atmósfera cero (Peter Hyams, 1981) que ya era un remake de Solo ante el peligro (Fred Zinnemann, 1952) y frases como la que pronuncia Kuiil al final de ‘The Child’ - “gracias por traer paz a mi valle”- obligan a pensar en Raíces profundas (George Stevens, 1953). Podríamos seguir, pero digamos que la gracia de todo esto está en que, si uno no conoce ninguno de estos títulos, la teleserie funciona; y si los conoce no se le aparece como algo prefabricado -esto no es Stranger Things- sino como algo orgánico e incluso, y aunque pueda parecer una contradicción, novedoso.
‘El paquete’. Lo he dejado para el final. Ya la conocéis todos. Unos le llaman ‘el niño’. Otros lo conocen como ‘el expósito’. Todos sabemos quién es Baby Yoda. Tiene 50 años, pero es un bebé. Lo único que se sabe de él es que pertenece a una raza alienígena, que fue abandonado y criado por un grupo de mercenarios en el planeta Arvala-7 y que es el encargo que El Cliente le hace a Mando. Lo quiere, preferiblemente vivo. El resto ya lo saben.
El personaje es un imán. Primero, porque remite a un icono de la saga como Yoda, un ser entrañable como una de esas abuelas que pasa de la sonrisa cariñosa a la persecución pantufla en mano cuando se cabrea. Segundo, porque es un bebé y ya se sabe que los bebés y los gatos ocupan los dos primeros escalones del star-system de los memes. Tercero: los guiones le reservan los mejores chistes visuales y cuando la fuerza hace acto de aparición a través suyo las retinas del espectador se bloquean. Queremos más. Cuarto y último: Disney sabe que queremos más. Star Wars siempre fue como las minas del rey Salomón del merchandising y Baby Yoda será un filón. Y los creadores son tan conscientes de lo que tienen entre manos que en el episodio cuarto (‘Sanctuary’) ya avanzan el potencial que la figurita verde tendrá como juguete cuando los niños del poblado se queden prendados de él y quieran cuidarlo. Me aventuro a decir que, a nivel puramente emocional, la conexión con el público está garantizada, por eso el plano final del primer episodio -el plano general que tenéis justo arriba y que anuda el lazo que atará los destinos de Mando y ‘El niño’ y que recuerda a E.T. (Steven Spielberg, 1982)- quizá funcione como una gran metáfora del impacto que The Mandalorian pueda tener en el seno de la cultura popular. I’ve spoken.