Según las declaraciones emitidas por Movistar+, La Unidad, el hasta ahora último estreno propio de la plataforma, se convirtió durante el fin de semana de su lanzamiento (15 de mayo), “en el mejor estreno histórico de un contenido original”. Según el comunicado emitido por la empresa, el “primer episodio fue el contenido más visto en el día del estreno, y en su primera semana disponible supera al mejor estreno histórico de cine de la plataforma. Además, más del 40% de los que vieron el primer episodio han consumido ya la serie completa”. Aunque la plataforma no ofrece cifras totales de espectadores -algo que impide calibrar el impacto real de la serie- hay que asumir que la teleficción creada por Dani de la Torre y Alberto Marini, con la colaboración de Amèlia Mora, ha mejorado los índices de audiencia de todas las series producidas por la filial de Telefónica.
La serie, una ficción inspirada en los testimonios inéditos de altos profesionales de la lucha antiterrorista, no solo ha obtenido la fidelidad del público. La producción de Vaca Films -responsable de películas como Celda 211 (Daniel Monzón, 2011), El desconocido (Dani de la Torre, 2015) o Quien a hierro mata (Paco Plaza, 2019) – también ha recibido un respaldo infrecuente por parte de la crítica nacional. Casi como si continuaran la sinopsis promocional que describe La Unidad como “un emocionante thriller policiaco”, medios como El País o El Mundo publicaron reportajes alabando los retos técnicos que afrontó el equipo creativo o enlistando las filigranas de su producción sin pronunciarse sobre la calidad de la serie, pero dando a entender que estábamos ante un producto lucido de factura irreprochable. En El Periódico, el crítico Quim Casas destacaba su “tono trepidante y creíble” y la “buena combinación entre elementos muy cotidianos con los más cuestionables” (aunque es cierto que ponía algún que otro reparo… lean su texto que leer a Casas siempre va bien). Más taxativo se mostró Juan M. Fernández en El Español que señaló que nos encontrábamos ante el “gran estreno de Movistar en el género del thriller policiaco con una serie realista, trepidante, humana, que opta desde ya a ser una de las mejores ficciones del año”. En esa misma línea, Alejandro G. Calvo, editor de la web Sensacine y crítico de larga trayectoria en medios como Dirigido Por o Rockdelux, manifestaba que “estamos delante de una de las mejores series españolas de los últimos tiempos”. Siguiendo esa tónica hiperbólica, medios como Esquire incidían en que "se han hecho muchas series con el terrorismo internacional como telón de fondo… Pero nunca con el grado de realismo y verosimilitud de La Unidad” y Alejandro Onieva, en el portal especializado Fuera de Series, resaltaba “su espectacularidad” y la creación “de un ecosistema de personajes complejo” algo inusual en lo que él mismo define como una serie “de trama”.
Así pues, leído lo leído, La Unidad ha sido un win-win en toda regla, una serie que, para la segunda temporada que ya prepara, puede colgar en el cartel promocional el rótulo de “éxito de crítica y público”. Ante tantas y tan rotundas evidencias sobre las bondades del show, surgió la necesidad de ponerle los ojos encima para ver si una plataforma que ha facturado títulos tan notables como Gigantes, La Peste, La Zona o Mira lo que has hecho, se había superado a sí misma.
Y lo que uno se encuentra cuando se zambulle en la creación de De la Torre & Marini es más una narración atropellada que trepidante, en la que la realización confunde la velocidad con el tocino. Todo funciona por acumulación, desde las localizaciones (Melilla, Tánger, Perpignan, Girona, Madrid, Vigo, Toulouse e incluso zonas recónditas de Nigeria) que tienen que ser mencionadas reiteradamente para que el espectador no se pierda, hasta las tomas en las que se divide cada secuencia: si la cámara se mueve de un sitio a otro y hay numerosos cortes de montaje es señal de que algo está pasando; el movimiento utilizado como agente de desconcierto. Sucede que esos cambios constantes de emplazamiento no parecen obedecer a ningún presupuesto dramático, la situación de los personajes en el encuadre es irrelevante y el frenesí visual se antoja impostado: para transmitir tensión o imprevisibilidad no basta/no es necesario solo con ‘mover la cámara’. Para explicarnos un poco mejor tomemos como ejemplo la conversación entre Marcos (Michel Noher) y Ramón (Carlos Blanco), situada en el capítulo tercero. Están en Figueres, esperando la aparición de un sospechoso. Ramón interroga a su compañero sobre sus problemas de pareja. La secuencia, que no alcanza los dos minutos, está compuesta por 17 planos, en su mayoría planos medios sin apenas profundidad de campo: tomas laterales, contrapicados, planos de espaldas, escorzos... Esa variación continua de la posición del objetivo no aporta nada a la situación que observamos: no marca si un personaje tiene influencia sobre otro, no establece ningún tipo de vínculo entre ellos que no venga referido en los diálogos (compañerismo, humor, banalidad), son cambios que no ‘dicen’ nada, así que hay que preguntarse, ¿para qué, entonces, hay que mover la cámara? Las sospechas van dirigidas a esa frase que dice “para que el público no se aburra”: el movimiento versus la sustancia.
La construcción de algunos personajes es casi una apología del estereotipo. Son caracteres romos, unidimensionales, con las aristas tan pulidas como la cabeza de Kojak. El Comisario General de Información de la Policía Nacional interpretado por Fele Martínez es el ejemplo perfecto (pero no es el único): un funcionario malvado, inútil, arribista y ladino, alguien al que ves venir desde su primera aparición como si fuera un tráiler decorado por Agatha Ruiz de la Prada. Ni un solo matiz, ni un rasgo de humanidad, un androide burocrático con una única misión: salvar su propio culo. Previsible hasta decir basta. Otro tanto pasa con Roberto (Raúl Fernández), el Jefe del Grupo de Fuentes que, repitiendo un cliché mil veces visto (y sin aportar ninguna novedad) se siente atraído por la persona a la que vigila y se convierte en un ‘acosador enamorado’: todo su arco dramático es harto predecible. Huelga decir que el desarrollo de los personajes es tan exiguo que es complicado establecer algún vínculo con ellos: cuando el agente infiltrado interpretado por Moussa Echarif se integra en la célula terrorista apenas tenemos un par de datos sobre él y así es difícil que sintamos empatía.
Los conflictos de los personajes resultan, en ocasiones, de difícil comprensión. Carla Torres (Nathalie Poza, siempre solvente) es la principal protagonista de la historia. Es la jefa de la Unidad de la Investigación Policial contra el terrorismo yihadista que, tras una macroperación, ha detenido a Salah Al Garheeb, el líder islamista más buscado del mundo. Esa captura se convertirá, a su vez, en una gran amenaza, puesto que España pasará a ser el objetivo prioritario de los seguidores radicales comandados por su hijo, quien mueve los hilos desde Nigeria, protegido por los Boko Haram. Por si la tensión de tener que lidiar con una posible ola de atentados no es suficiente, Carla Torres padece cáncer, ha roto con su compañero y marido (Marcos) y tiene que hacer frente a la crianza de su hija Lúa (Alba Bersabe). Cuando la narración arranca todo ese tsunami de adversidades ya ha llegado: nada que alegar. La cuestión está en ver qué aportan esas contrariedades a la dramaturgia y si tienen una base coherente en relación con las propias reglas que establece la ficción. Carla se separa de su marido sin motivo aparente. No le dice que tiene cáncer y que está siguiendo tratamiento (a pesar de que trabajan juntos, en el mismo edificio, él tampoco se entera). En primer lugar, ¿qué aporta la enfermedad al personaje? O, dicho de otro modo, ¿si Carla Torres no tuviera cáncer cambiaría algo el cuento? La respuesta es no. Cumple con su trabajo, sigue atendiendo poco y mal a su hija (por el curro, no por su dolencia) y sus relaciones personales siguen siendo las mismas durante que antes de empezar a recibir quimioterapia. El hecho de que esconda -incluso a su marido- que padece cáncer también puede ser leído como un estigma, como si esa confesión la debilitara ante la sociedad, recuperando ese gran eufemismo periodístico que bautizaba al cáncer como “larga enfermedad” cuando alguien fallecía por su causa. Por cierto, también me llama mucho la atención que dos agentes de la ley ganen tanto dinero como para vivir en la casa que dejó Cristiano Ronaldo cuando se fue de Madrid (desconozco sus emolumentos, pero ese casoplón, que da muy bien en cámara, cuesta un pico).
Hay decisiones incoherentes, la más llamativa de todas quizá se produzca durante el intento de atentado en el puerto de Vigo, en pleno clímax de la serie. El cabecilla de los terroristas, interpretado Hamid Krim, conduce un camión, en el asiento del copiloto reposa una bolsa llena de pequeñas ojivas cargadas con gas sarín y, sobre ellas, una granada. Basta con que le quite la anilla para propagar una sustancia que solo necesita el aire para convertirse en mortal. Si tenemos en cuenta que su compinche ha sido ya abatido y que está rodeado de policías, ¿qué mejor oportunidad que esa tendrá un mártir para sacrificarse? Alguien puede alegar que, en el fondo, Kader se dedica a reclutar futuros suicidas, que él nunca ha querido inmolarse, que es únicamente un manipulador y que como tal ha sido mostrado. Entonces, ¿por qué no se entrega? ¿Por qué arremete con el tráiler contra el batallón de agentes? ¿No es una manera de sacrificarse mucho menos inocua que la de llenar la atmósfera y los pulmones de la gente con gas sarín? ¿No han oído nunca esa frase de “muertos por mil, muertos por dos mil”? ¿La lógica yihadista no exige, en ese momento, un petardazo? ¿Si vas a palmar acribillado -y su acción no admite otro desenlace, porque escapar es imposible- por qué no te llevas por delante a tanto infiel como puedas?
También podríamos entrar en el movedizo terreno discursivo. Salvo ese hombre que observa cómo su casa ha sido llenada de pintadas xenófobas y el agente infiltrado, todos los personajes masculinos musulmanes son negativos (las mujeres musulmanas con cierta relevancia en la trama, todas sometidas). Es más, cuando la policía española tiene que recurrir a la tortura para obtener la información clave que desarticule el atentado, la ejercerá a través de sus colegas del otro lado del estrecho que le ajustan las cuentas al hijo de uno de los detenidos para que este confiese donde tendrá lugar la masacre. Al contrario que en Kalifat (Wilhelm Behrman, 2020), donde la prolija construcción de personajes buscaba en todo momento el matiz, aquí el desarrollo superficial de los roles abunda en un esquematismo un tanto peligroso; es una invitación a la sospecha permanente. No creo que sea algo intencionado y, además, como nadie ha hecho referencia a estas cuestiones quizá solamente sea una percepción personal y, seguramente, equivocada, pero las formas empleadas casi obligan a reflexionar sobre estos asuntos.
Para concluir diremos que La Unidad es una serie que muestra su músculo en el terreno de la producción con un look inhabitual en la ficción española, una pátina lujosa que se alía con la velocidad para completar una gran operación de camuflaje. En ella todo va todo muy rápido: se suceden las localizaciones, la cámara vuela de un lado a otro, hay persecuciones y tiroteos, dos atentados, interrogatorios duros… Ese ritmo puede hacerla llevadera, pero no debería servir para disimular sus carencias, que no son pocas.