Este es uno de esos textos en primera persona. Creo que me resultará más fácil hacerme entender partiendo de los nombres que han hecho posible Recursos Inhumanos, la serie alojada en Netflix producida por Mandarin Television y Arte France, que utilizando cualquier otra metodología. Allá vamos.
The king
Empecemos por Éric Cantona. Corría el año 91 y aunque todavía no lo había visto jugar, ya había oído hablar de él. Por aquel entonces compartía curso escolar con dos gemelos de ascendencia francesa. Sus abuelos (y su madre) eran de Nimes e iban allí algún que otro verano. ‘The King’ jugó en el equipo local tras salir escopetado de su querido Olympique de Marsella (problemas de disciplina, continuas cesiones, escasa continuidad, lesiones). Contra todo pronóstico, su destino fue un conjunto recién ascendido y los seguidores nîmois todavía hoy siguen pensando que puso todo de su parte para ayudarlo a descender de nuevo (les faltó un pelo). Cantona tenía 25 años, pero su cerebro parecía haberse quedado atascado en la adolescencia: no tenía acné, pero seguía enfadado con el mundo y en un partido contra el Saint Etienne le dio un balonazo al colegiado después de que señalase una falta que, a los ojos de Éric, había sido un accidente en el que él no tenía nada que ver. Fue expulsado y, posteriormente, sancionado por la Federación Francesa. La tinta sobre el papel de la resolución seguía aún fresca cuando llamó idiotas a los miembros del comité disciplinario, que no tardaron en subirle los meses de castigo a siete. La carrera del internacional galo en Francia estaba acabada. ‘Rebel, rebel’.
Por consejo del entonces seleccionador francés, Michel Platini, Cantona se marchó a probar fortuna a Inglaterra. No le vi jugar en su primer equipo en las islas, el Leeds United, pero si en el Manchester United, al que llegó en el mercado de invierno de la temporada 1992/1993 para cambiar la manera que los británicos tenían de entender el deporte que se enorgullecían de haber inventado. Lo que no había cambiado era su carácter. Era como tener un barril de nitroglicerina en el vestuario. Howard Wilkinson, el técnico del Leeds que lo reclutó y al que había ayudado a ganar la liga y una antológica final de la Charity Shield contra el Liverpool, lo aguantó solo un año y cuando Alex Ferguson preguntó por él para substituir al lesionado Dion Dublin, los de Yorkshire lo mandaron 45 millas al sur. Aunque no lo crean, estamos hablando de Recursos Inhumanos.
Cantona era un jugador atípico. Por su fisonomía era más fácil imaginarlo como estibador en el puerto de su Marsella natal que formando pareja en el frente de ataque del OM junto a Jean-Pierre Papin. Con esto quiero decir que no era un tipo atlético. No era rápido. Era inusualmente corpulento para alguien que no jugaba como delantero centro. Tampoco era un centrocampista porque lo de sacrificarse defensivamente le gustaba tanto como tomarse un café con el exseleccionador Henri Michel (lo llamó “saco de mierda” tras dejarlo fuera de la convocatoria en un amistoso frente a Checoslovaquia). Todo el mundo estaba convencido de que tenía talento, pero nadie sabía exactamente cuál era ni como explotarlo: era técnico, pero menos que Ginola (apenas regateaba), iba bien de cabeza, pero no era Alan Shearer y, eso sí, era un ganador nato al que se le indigestaban las derrotas con lo que su temperamento era tan previsible como la actividad del Krakatoa. Con su porte aquilino -el pecho como cartel anunciador de un cuerpo esculpido en granito, la nariz prominente-, dos martillos pilones en los pies y un yunque en la frente, la eterna promesa del fútbol francés no rompió hasta que Ferguson supo ver que en el fútbol, como en la vida, lo más importante es pensar. El técnico escocés lo puso a jugar detrás de Mark Hughes, lo alejó de esos bosques de piernas que centrales con vocación de leñadores dejaban crecer salvajes en la frontal del área y le abrió un claro en ese impreciso rectángulo de césped que se extiende entre la línea defensiva y el centro del campo rivales. Cantona cambió aquel futbol tosco y directo porque pensaba más rápido que nadie y porque sus piernas eran capaces de ejecutar con precisión de delineante las jugadas que su cerebro diseñaba: pocos habían visto en él al gran pasador que era. Con ‘The King’, los Red Devils empezaron a dominar la recién creada Premier League. Y entonces pasó lo de Selhurst Park. 25 de enero del 95. El United empata a cero en casa del Crystal Palace. Corre el minuto 48 y a Cantona le salta uno de esos fusibles que siempre se le desajustan cuando el sistema eléctrico le va a pleno rendimiento. Ve la roja directa tras una dura entrada sobre Richard Shaw. Rezongando, se marcha hacia los vestuarios. Pasa por delante de la tribuna. Entre el griterío escucha: “Vete a tu país bastardo de mierda, vuélvete a Francia". DEFCON 1. El cerebro de Cantona es como la sirena de un submarino al que están a punto de torpedear. Se gira y vuela. El tipo que había vomitado el insulto recibe su medicación por vía tópica y en lugar de un Primperan se traga los tacos del francés. “Patear a un fascista fue lo mejor que hice en mi carrera”, Cantona dixit.
He aquí un tipo que, en el cénit de su etapa como futbolista, golpeó a un hooligan (militante del National Front), se pasó 8 meses sancionado, fue condenado judicialmente y no solo no se arrepintió de ello, sino que lo considera como el mayor hito de su trayectoria deportiva. Más allá de su temperamento volcánico, Cantona siempre mostró un fuerte compromiso político muy probablemente heredado de sus abuelos (Pere Raurich y Francesca Farnós), dos catalanes republicanos que en el año 39 huyeron a Francia tras la victoria del bando nacional. Clavetear el pecho de un racista con la suela de sus botas no ha sido su única declaración de raíz ideológica: defensor de la inmigración y de los más desfavorecidos, Cantona también atizó a los bancos tras la crisis de 2008. No es de extrañar, pues, que un cineasta izquierdista como Ken Loach contará con él en Buscando a Éric (2009), asentando una carrera cinematográfica que había arrancado con La alegría está en el campo (Etienne Chatiliez, 1995) rodada apenas un par de años antes de que se retirase del futbol cuando le faltaba una semana para cumplir los treinta.
De hecho, Recursos Inhumanos es, entre otras muchas cosas, una actualización de las temáticas del director de Kes (1969). En ella, Cantona interpreta a Alain Delambre, un hombre de 57 años que, tras trabajar más de cuatro décadas como responsable de los departamentos de recursos humanos de diferentes pequeñas empresas, lleva seis en el paro. La casa que comparte con su mujer Nicole (Suzanne Clément) necesita una reforma y todavía queda hipoteca por pagar. Las dos hijas del matrimonio viven sus vidas y la relación familiar se reduce a comidas puntuales. Alain acumula curros de mierda para mantenerse a flote. Trabaja, por ejemplo, en un almacén de repuestos automovilísticos. Un día, mientras se ajusta las gafas rotas para seguir haciendo inventario de piezas, el capataz le da una patada en el culo y lo tira al suelo gritándole que espabile, que aquí no se viene de vacaciones. ¿Se acuerdan de Selhurst Park? Alain/Éric le parte los morros de un cabezazo, solo que ahora la sanción será una demanda por valor de 100.000 euros que sabe que no podrá pagar (en la vida real abonó 10.000 libras por su patada voladora). Vamos a detenernos aquí, pero recuerden: Éric Cantona, Ken Loach, compromiso político, acción violenta.
Pierre Lemaitre
No soy un fan acérrimo del escritor francés. Borren la frase anterior, ¿a quién le importa eso? Para lo que nos interesa, Recursos Inhumanos es la adaptación, firmada por el propio Lemaitre en colaboración con Perrine Margaine, de su novela Cadres noirs (2010) que narra la historia de Alain Delambre. A Alain ya se lo he presentado. Saben que las está pasando canutas. Que se está ahogando y que para salvarse será capaz de agarrarse a un trozo de hilo dental con tal de no hundirse. Su tabla de salvación llegará de la mano de Exxya, una multinacional dedicada a la construcción de aeronaves que acaba de perder un contrato millonario en Sudáfrica, lo que motivará el despido de 1.000 trabajadores (quizá 1.250) de su factoría ubicada en Beauvais (¡es el mercado, amigos!). El CEO de la compañía, Alexandre Dorfmann (Alex Lutz), necesita seleccionar a uno de sus directivos para que ejecute el genocidio laboral. Tiene que ser alguien fiable, duro, que pueda hacer frente no solo al proceso de extinción de empleos sino a la repercusión mediática y a la oleada de protestas que le seguirán. Para elegir a su brazo ejecutor, Dorfmann le pide a una empresa de recursos humanos que diseñe una prueba de selección. A su responsable, Bertrand Lacoste (Xavier Robic) se le ocurre organizar una falsa toma de rehenes, un secuestro de toda la cúpula directiva, para así presionar a sus miembros y ver quien antepone la seguridad empresarial a la personal (“los empleados han de aceptar el propósito de la empresa como suyo” se oye en una conversación; por cierto, esta ficción utiliza como pretexto un hecho real). Además del equipo táctico que se encargará de la operación, hace falta un experto en relaciones laborales para que, desde una sala de supervisión, indique a los falsos asaltantes las preguntas que deben hacer. Hay pues, un proceso de selección dentro de otro: Alain deberá pasar diferentes pruebas (test, entrevistas) antes de llegar a la última fase, que no será otra que sentarse en esa mesa de control y dirigir, junto al otro candidato finalista, los interrogatorios. El que mejor lo haga de los dos se llevará el premio gordo: trabajar para Monsieur Lacoste.
Lemaitre, nacido en 1951, empezó su fulgurante carrera literaria a los 55 años. Antes se dedicó a enseñar literatura y a la formación profesional para adultos, así que no es descabellado pensar que a lo largo de su vida docente se topó con alguien como Alain Delambre. Tipos regurgitados por el sistema, con el virus de la desesperación inflamándoles el ánimo, con la frustración y el odio gangrenándoles el cerebro y con la culpa cargada a la espalda como un saco de explosivos del que no se pueden desprender. Alain estará dispuesto a todo para hacerse con ese puesto. Si en los últimos años, acechado por una depresión que trata de disimular con su perenne mal humor, se ha convertido en un ser “invivible”, como le espeta su mujer, ahora será capaz de utilizar a sus seres queridos de las maneras más rastreras imaginables -chantaje emocional, robo, engaño continuado- con tal de lograr su objetivo. El guion recurre a los monólogos del protagonista -mirada a cámara desde un punto del relato situado en el futuro de la historia que se empieza a relatar- para que observemos cómo se autoconvence de sus propias acciones (muchas de ellas cuestionables, otras perfectamente comprensibles: no es un modelo a seguir y eso lo hace más interesante).
Pero, un momento, ¿no estábamos hablando de una temática social, con un protagonista desempleado de larga duración y los problemas derivados de esa situación? ¿Lo que acabamos de describir (toma de rehenes, secuestro) no se parece más a un thriller? La respuesta a las dos preguntas es un sí. Recursos Inhumanos es una serie metamórfica que arranca como una película de Ken Loach (& Paul Laverty) y que sigue como uno de los thrillers que han hecho famoso al autor de la trilogía protagonizada por Camille Verhoeven. Pero la cosa no termina aquí: estamos ante una narración que no deja de cambiar y si los episodios 1 y 2 son equiparables al planteamiento de títulos como Yo, Daniel Blake (Ken Loach, 2016) -el protagonista arrinconado por un sistema injusto y desigual- el tercero parece una versión de Mad City (Costa-Gavras, 1997).
Pero esperen, que esto va a más.
Ziad Doueiri
Y va a más porque detrás de la dirección de los seis episodios está Ziad Doueiri, alguien que no tiene miedo de abordar temáticas espinosas y que casi nunca recurre a coartadas morales para apuntalar sus ficciones (“Solo los privilegiados pueden permitirse la superioridad moral” afirma Alain Delarme en capítulo final). Sus películas han sido premiadas en festivales tan prestigiosos como Venecia, Toronto, San Sebastián o Gijón, ha buceado en la guerra de su país (West Beirut), en el conflicto palestino-israelí (El atentado) o en las diferencias étnicas y religiosas que forman parte del ecosistema libanés (El insulto). A Doueiri le va la marcha y logra imprimir un estilo reconocible a una teleserie que cambia de género casi a cada episodio. Si decíamos que los dos primeros episodios se miran en cineastas como Ken Loach o en el aún más próximo Robert Guédiguian (maniqueísmos incluidos: el malo es muy malo), la aparición del thriller hará que la producción de Arte pase de actioner a ficción carcelaria y de ahí a drama legal, todo ello impregnado por el halo de una heist movie.
La toma de rehenes terminará por no ser tan falsa como sus ideólogos esperaban. Alain hará que el simulacro sea real y aprovechará la confusión que él mismo ha provocado para dar un golpe perfecto, inicio de un plan maestro no exento de riesgos, puesto que le obligará a pasar por la prisión, a enfrentarse a una posible pena de 30 años de cárcel y a la pérdida de su familia, a la que manipula sin escrúpulos para que sirva a su propósito que, paradójicamente, no es otro que el de recuperar unas condiciones económicas que le permitan mantener la estabilidad del hogar. Sin necesidad de destapar los reversos de la trama, cabe apuntar que esos continuos cambios de registro hacen que el desarrollo se resienta -el episodio segundo es como injerir un sedante antes de que te enchufen una segunda inyección de adrenalina- y que los vaivenes de algunos personajes no siempre se sostengan. Sorprende, por ejemplo, que el asesor informático de Alain, del que luego hablaremos, lo visite en la cárcel con total tranquilidad o que una corporación como Exxya que, necesariamente, ha de contar con una división de I+D+i puntera dado el objeto de su negocio, haya sido incapaz de rastrear al causante de su debacle.
La mise en scène de Doueiri se adapta a los géneros que transita: no renuncia al refuerzo musical de la banda sonora cuando el espíritu del último Loach se apodera de la serie y viste de épica el heroísmo proletario de Delambre como se observa en el momento de su detención (el subrayado musical es recurrente, sobre todo cuando el drama familiar aflora). Sin embargo, la realización contiene apuntes interesantes. El director de Lila dice (2004) asfixia a su protagonista y recurre a un ligero contrapicado poco habitual para mostrar su situación de ahogo. El uso del steadicam para seguirle continuamente unido al huracán de adversidades que lo arrastra, transmiten el estado de convulsión en el que vive Alain y nos invitan a caminar por el abismo sobre el que está suspendido.
El director libanés utiliza con criterio los espacios en los que ambienta la acción. La vivienda de los Delambre está llena de humedades, el alicatado de la cocina va perdiendo azulejos como si fuera la dentadura de un anciano y el humilde apartamento está filmado más como una celda que como una vivienda familiar. Otro tanto sucede con la cárcel a la que es enviado Alain hasta la celebración del juicio. Sin llegar a la inmundicia que se ve en El marginal (Sebastián Ortega & Adrián Caetano, 2016-?), el penal es insalubre y su reforma daría para varias temporadas de la versión carcelaria de La casa de mis sueños. Hay un choque estético evidente entre espacios: de una parte, aquellos a los que Alain ha quedado relegado, del otro los que algún día ocupó y que ahorra corresponden a las élites representados por el barrio financiero de ‘La Défense’ y por los juzgados (estancias impolutas, amplias, bien organizadas). Mediante el uso de la violencia, Delambre logrará dominarlos.
Decíamos que Doueiri se maneja bien con la arquitectura. La forma circular de la sala de lo penal le sirve para rodear a los personajes con la cámara, como si estuvieran dando vueltas y vueltas a una situación que no tiene solución porque los custodios del sistema -los verdaderos propietarios de esa órbita- están por encima de la ley y necesitan de la aplicación de una regulación diferente para evitar que siempre ganen. De hecho, aunque aparentemente Alain se salga con la suya, terminará por perder todo aquello que amaba y no logrará derrumbar a Exxya, cuya imagen saldrá reforzada de una crisis que amenazaba con hundirla. Alain ha tratado de jugársela a los garantes de un organismo depredador y cruel (“Considera el neoliberalismo inhumano, basado en la codicia que mantiene a los pobres para enriquecer a los ricos” señala Dorfmann) para terminar derrotado de una forma inesperada: ha ganado el juicio y se ha apoderado de una cantidad indecible de dinero, pero nada ha cambiado, Exxya sigue funcionando a pleno rendimiento, el sistema se ha corregido y ha integrado a ese cuerpo extraño que es Delarme, alguien que quiso destruirlo aplicando su propia lógica y que termina devorado por él. En esa conversación final entre Alain y Dorfmann, Doueiri los iguala mediante la puesta en escena -un plano y su posterior contraplano, en profundidad de campo, con el rostro de uno en el primer termino del encuadre y el del otro al otro extremo; el uso de nuevo del travelling circular: esa orbita irrompible que Dorfmann domina- y muestra la claudicación de un antihéroe al que el dinero le ha importado más que la vida de su mujer.
Gustave Kervern
Recursos Inhumanos es una serie tan punzante como irregular en la que se habla de la creciente amenaza de una precariedad que se extiende como la peste entre la clase media, de la volatilidad del trabajo, de la veteranía como una lacra, de las neurosis derivadas de todo ello, de la concentración del poder o de la presión mediática -del ruido- como la única herramienta efectiva para contrarrestarlo. En este contexto y con un protagonista absorbido por el orden establecido la única opción pasa por volver a aquel 25 de enero de 1995 a Selhurst Park. Sin embargo, aquí la patada voladora no la dará King Éric, sino su enternecedor ayudante Charles Bresson (mismo apellido que Robert, otro director al margen de las reglas del juego cinematográfico dominante). Este hacker alcohólico que vive casi en la indigencia está interpretado por Gustave Kervern. Es probable que a muchos de ustedes no les suene. En la última edición de la Berlinale, él y su pareja creativa, Benoît Delépine, presentaron Effacer l’historique (2020), una película en la que un puñado de vecinos instalados en una edad complicada y en la precariedad más absoluta libran una quijotesca batalla contra las empresas tecnológicas que amargan sus atribuladas vidas (la película es la leche, por cierto). La última obra de Delépine & Kervern es una comedia antisistema, un alegato contra la sibilina tiranía impuesta por empresas como Google, Amazon o Netflix y un grito de alerta contra la tecnologización del mundo. Así que, si es del todo lógico que Éric Cantona encarne a un tipo que reparte cabezazos a encargados a los que solo les gusta la primera hora de 12 años de esclavitud y a yernos con una caja registradora por corazón, no lo es menos que Kervern haga de Bresson, un pirata informático que, en un ‘anarcogesto’ final que no voy a revelarles pero que en sus cabezas sonará como un ‘boom’, sintetiza la hondura política de una propuesta firmada por tipos inteligentes a los que el estilo de juego actual no les va. Bajo la figura de Kervern late el espíritu de su última película y su Bresson lleva hasta las últimas consecuencias una corriente de pensamiento que asume que la única manera de cargarse el sistema no es otra que imitar a Cantona en Selhurst Park. God save ‘The King’, pues.