Perry Mason
Arrancar con la nueva versión de Perry Mason no es más que un intento por galvanizar de actualidad una entrada -ahora mismo lo comprobarán- un tanto anticuada. Las tribulaciones profesionales y algún que otro contratiempo personal me han tenido desconectado de las últimas novedades seriéfilas (unas doscientas series, aventuro), algo imperdonable para quien desmaquilla de rouge su cuenta corriente escribiendo sobre series de televisión.
Sea como fuere, aún no he podido ver la temporada final de Mira lo que has hecho, necesitaré repasar del tirón la 4T de El Ministerio del Tiempo antes de teclear sobre ella, tengo en stand-by la última entrega de Insecure, apenas he arrancado con La ruta del dinero y Cuando el polvo se asienta y no he podido comprobar de qué van Podría destruirte o Betty. Hablar, a estas alturas, de Mrs. America, de la que llevo tres episodios, es como remontarnos al siglo pasado. Reconozco que sólo estoy al día con Condor -debilidad personal- y mis ratos de ocio los malgasto inyectándome testosterona por los ojos con la reposición de 24 o limpiándomelos con colirio lacrimal viendo New Amsterdam.
Así que hablar de los dos primeros episodios de la nueva producción de HBO debería servir para que ustedes crean que estoy al día. También pienso que, como yo, esta actualización de la vieja serie protagonizada por Raymond Burr tiene algo de ejercicio de simulación, de ardid para convencernos de que estamos viendo a Perry Mason cuando, en realidad, de Perry Mason solo queda el nombre. Ron Fitzgerald y Rolin Jones ¿recuperan? al personaje creado en 1957 por Erle Stanley Gardner en lo que, suponemos, es una suerte de precuela que nos sitúa en el Los Ángeles de la Gran Depresión (en realidad estamos ante un preboot = precuela + reboot). Mason (Matthew Rhys) todavía no es el abogado defensor que interpretó Burr, sino un detective con telarañas en los bolsillos, un odio acérrimo contra los fabricantes de cuchillas de afeitar y una chaqueta de cuero a la que le han prohibido la entrada en todas las lavanderías de California. Mason trabaja para el letrado E.B. Jonathan (John Lithgow) y se encarga de investigar el secuestro y posterior asesinato de un niño de apenas un año.
Si conocen la vieja serie de la CBS verán que la nueva propuesta de Fitzgerald & Jones se parece a la antigua como Anacleto a James Bond. En Perry Mason 2020 todo rezuma gravedad, como en esas películas de Christopher Nolan empeñadas en mostrarnos cómo sería Batman si lo hubiera escrito Kierkegaard. Si el Mason de la década de los cincuenta era una entretenida sucesión de whodunits con una puesta en escena tan diáfana como elemental, 43 años después nos topamos con una propuesta que necesita explicar al personaje a través de sus traumas (los flashbacks que nos retrotraen a su experiencia durante la Primera Guerra Mundial). Las imágenes se cargan de barroquismo y los tonos ocres y plomizos decoran un Los Ángeles despintado de glamour, sórdido: aquí las influencias no proceden tanto del propio Stanley Gardner como de Dashiell Hammet, todo es retorcido, mezquino y brutal. Hay, pues, una ruptura tonal que se traslada a lo puramente cromático y uno no puede dejar de percibir cierta impostura en esa operación, como si asistiera a una recreación ortopédica de una época y una ciudad que parecen irreales, la postproducción elevándose como una barrera que separa al espectador de la representación, que no lo atrapa, sino que, involuntariamente, lo expulsa.
Aunque en el Perry Mason original había algún que otro excurso narrativo, el abogado defensor más popular de la ficción norteamericana era el principal conductor del relato. Ahora asistimos a una serie multitrama, con secundarios que ocupan buena parte del metraje, un caso que se alarga en el tiempo y una dimensión diacrónica mucho más acusada que la de su antecesora. Hay, también, una clara diferenciación en lo estructural. Así que por bien interpretada que esté, por más competentes que sean sus guiones y por más que Tim Van Patten vuelva a demostrar su oficio en los dos primeros episodios, todo en la nueva Perry Mason se antoja artificioso. Incluido su propio título. Se podría haber llamado Sam Spade y nos habría parecido igual de bien (dicho esto, seguiré viéndola, porque a mí me pones un noir escrito por un mono con una Olivetti y dejo todo lo que estoy haciendo para ponerme a verlo, así que demos todos gracias -¡oh, señor!- de que no me dedique a la cirugía cardiovascular). Por cierto, al que decidió prescindir del score compuesto por Fred Steiner no debería salvarlo ni Perry Mason (perdón, no he podido evitarlo).
The Last Dance
La hagiografía sobre la figura de Michael Jordan firmada por Jason Hehir se ha convertido en la miniserie documental más relevante de 2020. La producción de ESPN cosechó, sólo en Estados Unidos, una media de 5,6 millones de espectadores por episodio y según datos de Netflix, hubo 23.8 millones de visualizaciones a nivel mundial (sin contar USA) durante sus cuatro primeras semanas en la plataforma. El documental de Hehir funciona tan bien por varios motivos. El primero es obvio: se centra en el mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, un tipo que lleva 17 años retirado y cuya marca genera ingresos por valor de 2.500 millones de dólares al año sigue siendo una estrella se mire por donde se mire. Su carisma y su influjo son incuestionables, otra cosa es que se hayan forjado utilizando métodos poco ortodoxos, cuando no directamente reprobables, pero por desgracia habituales en el mundo de la alta competición. Pero volvamos a la mecánica de la serie. The Last Dance funciona como un reloj atómico gracias a su estructura y al montaje que de ella se deriva. Todo pivota en torno a la que fue la última temporada de Michael Jordan en los Bulls (1997-1998) que culminó con la consecución del segundo three-peat y del sexto anillo. Desde esa línea temporal se viaja al pasado y se repasa, por un parte, la carrera de aquella joven promesa que en 1984 aterrizó en Chicago como número 3 del draft. Por otra parte, casi cada uno de los episodios está dedicado a los jugadores que rodearon al genio de North Carolina a lograr su gesta.
Un episodio para Scottie Pippen, otro para Dennis Rodman (no se pierdan el documental Rodman: para la bueno y para lo malo, en Movistar +), uno más para Steve Kerr, otro para Toni Kukoc, el inevitable capítulo que analiza la figura del Phil ‘Zen Master’ Jackson,… Así, Hehir y sus cuatro editores (Chad Beck, Devin Concannon, Abhay Sofsky y Ben Sozanski) entrecruzan los hechos acaecidos durante la última temporada de Jordan en los Bulls con aquellos que refieren a la construcción de un equipo de leyenda repasando todas las campañas desde que la joven promesa llegó a la capital de Illinois y los suturan con entrevistas a los protagonistas, todas ellas rodadas en la actualidad. Esas idas y venidas en el tiempo dotan a la obra de un ritmo muy particular -ese toma y daca tan propio del baloncesto- y, sobre todo, pertinente en relación a lo que se cuenta; es la forma adecuándose al objeto. El documental se beneficia, además, de un tesoro archivístico: las 10.000 horas de grabaciones que se registraron en esa temporada final después de que los Bulls permitieran al equipo de producciones de la NBA documentar todo lo que sucediera a lo largo de la campaña 97-98, unas cintas que han permanecido 20 años almacenadas hasta que el proyecto pudo ver la luz. The Last Dance tiene algunas otras virtudes, como muy bien glosó Alberto Ojeda en esta entrada de su imprescindible blog ‘El último pase’.
Hay, pues, un crescendo dramático continuado -rubricado por la victoria final frente a los Jazz de Stockton y Malone- en el que a la épica del triunfo se le suma la epopeya biográfica de Air Jordan (la familia humilde, los comienzos duros, la presión mediática, la muerte del padre, la retirada, el regreso) completada por un jugoso anecdotario en el que no falta la confrontación testimonial (Jordan repasando lo que otros han dicho sobre él en una señal inequívoca de quien decide cuándo se termina el baile) y una amplia galería de malvados (de Jerry Krause a los Pistons de Isiah Thomas). Hehir no mata a su ídolo, sino que engrandece su figura a través de esta oda audiovisual: el montaje, las anécdotas (ese hombre capaz de inventar excusas o de imaginar enemigos con tal de motivarse para seguir ganando) o el uso de la música compuesta por Tom Caffey, apuntalan con éxito esta historia bigger than life llena de puntos oscuros, como bien se han encargado de hacer notar algunos de los participantes en el documental. Este extenso y magnífico artículo de Enrique García en Gigantes señala dos aspectos fundamentales a tener en cuenta a la hora de aproximarse a The Last Dance: “desde el momento en el que Michael Jordan tiene que dar el ok a lo que se va a emitir; desde el momento en el que la misma NBA es productora del show; y desde el mismo momento en el que ESPN es el gran socio de la NBA, la integridad total del documental queda comprometida”. También cita al director y productor de documentales Ken Burns, quien apunta: “si el protagonista tiene tal influencia hasta el punto en el que el mero hecho de que se llegue a realizar el documental depende de él, eso significa que habrá determinados aspectos en los que no se va a entrar en profundidad. Y así no es como se hace el buen periodismo”. No hay más preguntas, señoría.
Huelga decir que la miniserie se ve de un tirón y que su emisión, a razón de dos episodios semanales (contraviniendo la política habitual de Netflix), ha sido un acierto porque ha logrado que estuviera en el centro de la conversación social durante cinco semanas: a los altos índices de audiencia hay que sumar una intensa presencia en redes. Pero, más allá de que nos la zampemos como una caja de donuts de chocolate después de una semana de dieta blanda, conviene no olvidar esas partes menos nobles a las que antes nos referíamos. La casi total ausencia de testimonios que contraríen el relato glorioso (su exesposa, por ejemplo) o la inmediata aparición de declaraciones de algunos de los entrevistados acusando al 23 de manipulador (aquí Horace Grant). Sin embargo, lejos de fijarnos en lo que no está, quizá resulte más enriquecedor analizar lo que nos ofrecen algunos pasajes.
Para que la hagiografía funcione, tenemos que ver sufrir al héroe, a un genio del baloncesto que, de no haber tenido ese talento, bien podría pasar por un sociópata de manual: crea realidades alternativas para satisfacer sus pulsiones, manipula a los seres que le rodean con tal de conseguir sus objetivos, se comporta como un bully, … Una conducta, por otra parte, muy asentada en el deporte de élite: hay ejemplos de sobra conocidos, desde los métodos aplicados por Anna Tarrés en la natación sincronizada española a deportistas como Lance Armstrong o O.J. Simpson, por citar a dos ídolos caídos en desgracia (¿el reverso de MJ?). Pero en The Last Dance todo parece haber sido calibrado por un ingeniero suizo con trastorno obsesivo-compulsivo y al final del séptimo episodio veremos a Jordan quebrarse, gritar un “corten”, e intuir cómo le asoman dos lagrimones tamaño balón Spalding cuando confiesa que su irrefrenable competitividad le ha llevado a que la mayoría de excompañeros lo miren como si fuera Abascal entrando en La ostra azul. Ahí vemos la debilidad del Dios del baloncesto, una pequeña porción de humanidad que lo acerca al común de los mortales pero que, en ningún caso, contradice los métodos que lo han encumbrado: es el peaje a pagar no solo para ganar (¿de cualquier manera?) sino para ser el mejor de todos los tiempos. Por eso, el momento que más me interesa de la docuserie es otro, mucho menos evidente, en el que el escolta se arrepiente de haber participado en la campaña de ‘Be like Mike’ para Gatorade: ahí asume que él no puede ser un ejemplo para los niños, al menos no puede ser un ejemplo fuera del baloncesto; sabe que no es un modelo a seguir en otros ámbitos de la vida y que, a la larga, se puede producir una disociación entre su imagen de marca y la realidad de su comportamiento (marcado, entre otras muchas cosas, por su nulo compromiso político).
Así pues, The Last Dance no deja de ser un documental deportivo al uso compuesto a partir de material de archivo y entrevistas, un producto barato que ha aprovechado la ausencia de competiciones deportivas durante la pandemia y del aumento del consumo de los contenidos bajo demanda para transformarse en un fenómeno televisivo a la altura de la leyenda de su protagonista (el tirón de MJ y su estructura también han contribuido a ello, como ya se ha mencionado anteriormente). La obra a mayor gloria de Jordan siempre es mejor cuando se centra en los aspectos deportivos -y utiliza muy bien el deporte como trampolín para saltar hacia otros temas; es decir, si se habla de las apuestas es porque están vinculadas con el rendimiento del jugador, por ejemplo- y menos cuando sirve como manifiesto audiovisual de autojustificación.
Jeffrey Epstein: asquerosamente rico
Que, como muy bien explica aquí Elena Neira, el documental seriado se haya convertido en un éxito durante la crisis de la Covid-19, no quiere decir que todos hayan sido ni siquiera medianamente buenos. Si en The Last Dance observamos una intencionalidad en el montaje y el acceso a un material de archivo inédito y sorprendente, en la miniserie de cuatro episodios centrada en la oscura biografía del multimillonario Jeffrey Epstein no hay otro aliciente que no sea el morbo. La explotación audiovisual de casos escabrosos se ha convertido en un filón y siguiendo la senda del true-crime las plataformas han empezado a trazar bifurcaciones que no siempre conducen a destinos recomendables, por más que, como ha demostrado Tiger King (Rebecca Chaiklin & Eric Goode, 2020), buena parte de estas series criminales basadas en hechos reales gocen del beneplácito del público. En la docuserie que firma Lisa Bryant a partir del libro homónimo de James Patterson, John Connolly y Tim Malloy, se ahonda en el caso judicial emprendido contra el financiero Jeffrey Epstein, condenado por abusar de un número indeterminado de chicas menores de edad durante un extenso periodo de tiempo. Aunque su primera detención se produjo en Palm Beach (Florida) en 2008, aquella causa se cerró con un acuerdo -aunque las autoridades sabían que había abusado de, al menos, 36 jóvenes- y Epstein, cuyo caudal de influencias arrastraba nombres como los de Bill Clinton o Andrés de York, no volvió a ser procesado hasta 2019.
La teleserie de Netflix va sumando testimonios de víctimas mientras repasa el caso ante la mirada atónita de una audiencia que no puede dar crédito a lo que oye. Y digo a lo que oye porque la pobreza visual del show es exasperante y en nada se diferencia de un reportaje televisivo entresacado de Informe Semanal. La repetición de imágenes ante una (supuesta) falta de material de archivo o el hecho de que muchas de las declaraciones de las víctimas no aporten nada nuevo a lo dicho con anterioridad, convierten la serie en una monótona sucesión de confesiones horrísonas que nada añaden a cualquiera de los numerosos artículos que se han publicado acerca de este ricachón que no se sabe muy bien cómo amasó una fortuna, ni cómo logró un grado de ascendencia tal que le permitió violar con total impunidad a decenas de adolescentes a lo largo de varios años. No estamos ante la buena organización de la documentación que se observa en Wild Wild Country (Chapman & Maclan Way, 2018), ni se nos sorprenderá con un giro final a la manera de The Jinx (Andrew Jarecki, 2015), ni nos enfrentaremos a personajes tan carismáticos como los que aparecen en Muerte en León (Justin Webster, 2016) o en la ya citada Tiger King. Jeffrey Epstein: Asquerosamente rico es a las docuseries criminales lo que las películas de sobremesa de una cadena generalista son al cine.