Aburridas rondas de vigilancia, persecuciones de camellos de medio pelo, interrogatorios violentos… El desfile de la prosaica y monótona cotidianeidad policial, eso era la humanista y nada fastuosa Ley 627 (Bertrand Tavernier, 1992). En aquel título en el que una pequeña brigada antidroga lidiaba contra la precariedad y las trabas burocráticas desde unas oficinas habilitadas en unos barracones, había una imagen que, a fuerza de ser indolente, llamaba poderosamente la atención y servía como epítome de la apuesta de Tavernier. Era un plano general del descampado en el que se encontraban los módulos prefabricados, situados frente a la sobrepoblada comisaría principal. La estampa, como el resto de los escenarios de la película, era desoladora. Sin embargo, en el último término del encuadre, asomaba por detrás de los edificios que rodeaban el solar le sommet de la Torre Eiffel. El director de Coup de torchon (1981) establecía, sin énfasis alguno, una dialéctica entre el París que reflejaba su película y aquel otro que el cine se había encargado de embellecer.
Si Tavernier redirigía la luz de los focos hacia unos espacios negados por el cine, siempre a espaldas de la atrayente monumentalidad parisina, en Antidisturbios, la nueva serie de Rodrigo Sorogoyen para Movistar + que se estrena hoy mismo, también prima la captura de lo trivial, cuando no de lo sórdido (como en la película de 1992 se mira allá donde nadie ha querido echar un vistazo). El protagonismo recae en un operativo de antidisturbios que cumple con su cometido en el Madrid de 2016. Al contrario que en La Unidad (Dani de la Torre y Alberto Marini, 2020), aquí las salas de reuniones son viejas, las viviendas de los policías humildes y sus problemas reconocibles —como ver a un agente que no puede currar porque tiene una resaca como un Steinway B-211, muy en la línea del Don Johnson de Tiro mortal (John Frankenheimer, 1989)—.
Sin embargo, cuando el director de Que Dios nos perdone (2016) debe enfrentarse al Madrid más faraónico, apuesta por una grandilocuencia idéntica. En una secuencia en la que la brigada debe contener a unos ultras en los aledaños del estadio Santiago Bernabéu, Sorogoyen infla la banda de sonido con música electrónica, satura la imagen con filtros de color y estiliza la violencia abandonando todo realismo (y, hasta cierto punto, contradiciéndose): es como si Gaspar Noé se hubiera equivocado de rodaje. Ese bloque de imágenes que roza la abstracción no está en desacuerdo con los tormentos mentales que nublan las conductas de algunos personajes —principalmente Úbeda (Roberto Álamo), aquejado de depresión y protagonista de ese segmento— pero sí da cuenta de la voluntad de un director que parece querer igualar el colosalismo del estadio de Chamartín. Lo que en Tavernier era un ligero apunte al fondo del encuadre que exigía que el espectador estuviera atento y pusiera a funcionar su aparato deductivo (¿qué se nos está contando y por qué aparece así la Torre Eiffel?) aquí adquiere un tono épico, apabullante y tan sutil como una bola de demolición golpeándote en los ojos.
En realidad, Antidisturbios contiene los mismos aciertos y problemas que los trabajos anteriores firmados por la pareja creativa que forman Sorogoyen y la guionista Isabel Peña (aquí hay que sumar a Enrique Villanueva en la escritura y a Borja Soler en la dirección). La imponencia del primer episodio —uno de los mejores que ha dado la ficción nacional en 2020 y en el que se lleva a cabo un desahucio que termina con un muerto— se deriva del buen uso de la cámara en mano, de la fuerza que el director de El reino (2018) sabe imprimir acercando mucho el objetivo a los actores y dirigiéndolos con precisión, amén de su pulso para rodar tomas en continuidad, cuyo máximo exponente se encuentra aquí en el tenso plano secuencia del episodio final. La cámara es un cuerpo más y Sorogoyen la obliga a comportarse como a sus intérpretes: si un personaje tiene que saltar por un balcón, la cámara saltará con él, si tiene que meterse en una refriega, allí estará la cámara. La fisicidad como sinónimo de verosimilitud.
Ese magnífico piloto es un anuncio del potencial de la miniserie y pasa por la aproximación concienzuda a un grupo de policías acostumbrados a convivir con la violencia, hombres que lidian como pueden con la precariedad laboral, la falta de recursos y sus propios demonios. No se trata de convertirlos en víctimas, sino más de bien de observar cómo se desenvuelven en un entorno muy acotado y cómo vadean problemas estructurales (la jerarquía, el enchufismo, los códigos de honor) y coyunturales (desde la falta de efectivos por la declaración de amenaza terrorista al traslado tras el aumento de la tensión en Cataluña) y aunque, en ocasiones, los agentes de a pie aparezcan como meros instrumentos en manos de los burócratas, también tienen comportamientos reprobables (malos tratos, drogadicción, cohecho, tráfico de información, encubrimiento) y la calificación de héroes les viene tan grande como a Macaulay Culkin una chaqueta de Idris Elba. La producción de Movistar no pretende ser ni reduccionista ni categórica. Su armazón coral nos invita a escudriñar en las vidas de Salva (Hovik Keuchkerian), jefe de la unidad, divorciado con dos hijas y con la espalda como el acordeón de María Jesús tocado por el artista anteriormente conocido como La Masa; Diego (Raúl Arévalo), un padre ausente separado de los suyos con serias dificultades para comprender y aplicar el concepto de autoridad en su entorno familiar, o Álex (Álex García), el niño bonito del grupo, un tipo carismático, garrulo, corrupto por consanguinidad (su tío es el subjefe de la sección) y, a su vez, protector de Rubén, el descerebrado de la brigada, el personaje más simple cuyo pequeño depósito de carácter el talentoso Patrick Criado logra llenar de verdad (tanta que, cuando no está, se le echa de menos). La soledad y el desarraigo son factores comunes a los seis compañeros de furgón y todos ellos, en algún momento, recurren a la agresividad para solucionar cualquier conflicto: Diego amenaza a su suegro, Úbeda a su mujer, Bermejo (Raúl Prieto) acosa y agrede a su pareja… Como ya sucedía en Los nuevos centuriones (Richard Fleischer, 1972) ese poso de ferocidad consustancial a su trabajo termina en desastre: en el duro y seco filme de Fleischer, los agentes interpretados por Stacey Keach y George C. Scott eran principio y final de ese círculo de violencia, aquí las soluciones son menos definitivas, pero las conductas de unos y otros son casi equivalentes.
Las mayores virtudes del show están, de hecho, contenidas en la secuencia inicial. Laia Osorio (Vicky Luengo), que será la encargada de investigar la muerte accidental, juega al trivial con su familia como deducimos por la voz en off que sobrevuela los créditos. La primera imagen será un plano medio de Laia sin profundidad de campo. La vemos sola, aislada, respondiendo “Leonor” a la pregunta “¿Cuál era el nombre propio de la mujer de Antonio Machado?”. Su padre le dirá que se ha equivocado y la cámara seguirá fija en ella: no tenemos noción alguna del espacio ni de la situación del resto de personajes (por las voces sabemos que hay tres más). Se lanza la segunda pregunta (“¿En qué tragedia shakespeariana aparece un personaje llamado Cordelia?”) y el rostro de Laia empieza a cambiar. Tiene sospechas. Pide ver la tarjeta de la cuestión anterior y, en ese momento, se pasa a un plano general con la familia alrededor de la mesa. La disposición de los actores en el cuadro denota oposición: Laia frente al resto de sus parientes. Sorogoyen la pone en relación con el resto cuando inquiere, cuando se define como alguien a la que le interesa la verdad por encima de todo. Acto seguido, se inicia una discusión y el hermano consultará la tarjeta para corroborar que, efectivamente, el padre ha hecho trampa. La cámara iniciará un movimiento para aislar de nuevo a Laia, apartando a sus progenitores del encuadre y desenfocando al hermano: se ha roto la confianza, ella está sola, pero no va a detenerse. Quiere que su padre reconozca lo que ha hecho. Una sucesión de planos y contrapalanos, mientras la conversación sube de tono, separará a padres e hija. Cuando la madre —que juega con ella— apoye al padre y diga “no nos ha hecho trampas”, la cámara continuará con ese movimiento anterior (irá acercándose al rostro de Laia) y limpiará la mancha en la que se había convertido su hermano, emborronado por el desenfoque. Ahí empieza un duelo entre padre e hija (de nuevo plano y contraplano) con un emplazamiento de cámara que luego se observará en los interrogatorios que Laia, en tanto agente de asuntos internos, lleve a cabo (es un ligero contrapicado en escorzo, un tanto deformante). El padre, finalmente, claudica: “te hecho trampas y por si no fuera suficiente con eso me has pillado”. De ahí pasaremos a un primer plano de la madre y a otro del hermano y después de un “¿contenta ya?” Sorogoyen insertará un plano general de la familia, pero saltándose el eje: en la primera composición con esa escala, la familia estaba a la izquierda del plano y Laia a la derecha; ahora, la oposición se mantiene, pero ella está a nuestra izquierda y la familia a la derecha. ¿Por qué? Pues porque la relación entre ellos ha cambiado. Ha descubierto que su padre es un tramposo y que a su madre y a su hermano les da igual. Con la colocación de los intérpretes en el plano ya se señala la tensión —ella contra el resto— mientras que ese salto de eje marca la ruptura definitiva. La secuencia prosigue con Laia fallando la siguiente respuesta por pura cabezonería. Aunque todavía no sepamos a qué se dedica ni quién es, en un fragmento de apenas cuatro minutos, la propuesta de una de las dos líneas argumentales que plantea Antidisturbios queda sintetizada: una protagonista tenaz, dispuesta a ir hasta el final para destapar la verdad sin importar las consecuencias. No es lo único que condensa esa secuencia, ahí están desde la picaresca española (que va del Lazarillo de Tormes a Bárcenas) a la subversión de los roles femeninos: Laia no será Leonor (la mujer de) sino que se aproximará más a la Cordelia de ‘El Rey Lear’, la que denunciará la hipocresía de un sistema corrupto hasta el tuétano del que es muy difícil escapar y que no deja indemne a nadie. Su tesón, que en este arranque le lleva a equivocarse en una respuesta, la conducirá a una toma de decisiones final controvertida y harto discutible (porque terminará haciendo trampas como su padre, justificando los medios con el fin y perpetuando la red viciada que quiere erradicar).
En lo formal, Sorogoyen presenta no pocas soluciones interesantes como la descrita en el párrafo superior, por más que la espectacularidad de algunas set pieces rompa con la verosimilitud que se desprende del diseño de producción o del naturalismo de las interpretaciones (Vicky Luengo está soberbia y el resto del casting no le va a la zaga). Nos referimos a detalles como el travelling de acercamiento para denotar el deseo que Laia siente por Álex (1.02), el juego con el foco que indica como el peso de la acusación recae sobre Diego en el interrogatorio del episodio tercero o cómo filma la sesión de preguntas a todos los miembros de la unidad el capítulo segundo, componiendo un puzle semicircular que transmite una sensación de atosigamiento (se fija la posición de los interrogadores, en forma de u con el encausado en el centro de la abertura, y se empieza con posiciones de cámara situadas a la izquierda par terminar en la derecha).
Los problemas vienen de la mano del guion. Si en Que Dios nos perdone la trama criminal se resolvía con un cantoso cambio de punto de vista —algo así como saltar de un caballo a otro en mitad de carrera— y en El reino el speech final venía a imputarle a la ciudadanía un cargo generalizado por corrupción (como si esta fuera congénita), en la miniserie estrenada en el pasado Festival de San Sebastián la imbricación del retrato de ambiente con una trama criminal con chanchullos inmobiliarios y desmanes institucionales de fondo no termina de casar. Por más que ese desarrollo concuerde con uno de los motivos clásicos del policíaco —la investigación de un caso aparentemente banal (en este caso un desahucio que termina en fatal accidente) deriva en el descubrimiento de un delito mucho más grave— las dos tramas principales se estorban y, sobre todo, la investigación del mangoneo urbanístico peca de repetitiva, como si necesitara explicarse una y otra vez para hacerse entendible. Esas indagaciones debilitan el impacto de la firme exploración de la cotidianeidad policial apuntada en los dos primeros (y mejores) episodios. No es casual que Ley 627 careciera de línea argumental y estuviera armada por bloques y que Antidisturbios funcione mejor cuando se interesa menos en la trama (que, por lo demás, está mejor construida que las de los trhillers precedentes firmados por la pareja y se sigue con interés). En resumen: hay dos series en una y se nota.
Con todo, Sorogoyen y Peña han corregido alguno de sus errores del pasado. Aquí, al contrario que en El reino, la clase política aparece perfectamente identificada (Rajoy hablando de la situación de Cataluña en la radio) y el periodo en el que todo sucede, también (entre agosto de 2016 y septiembre de 2017). En tanto herramienta de análisis de la actualidad, una producción que describe el modelo operativo aplicado por el comisario Villarejo (transformado en Revilla para la ficción) o la podredumbre de distintas instancias policiales, judiciales, políticas y mediáticas no puede llegar en momento más oportuno: para algunos de los implicados en la ‘Operación Kitchen’ será como ver un documental.