El fin de la comedia (Ignatius Farray, Miguel Esteban & Raúl Navarro, 2014-2017) extraía petróleo cómico de esa pregunta que, en un momento u otro, todo espectador se ha formulado: ¿qué pasa con los actores cuando terminan la función? ¿Qué hace un cantante o una actriz cuando se acaba el show, cuando el director grita “corten”? En aquella cima de la comedia contemporánea española, Farray se ofrecía como protagonista-punching ball, como el recipiente idóneo sobre el que verter toneladas de vitriolo para limpiar de mitología el aura brillante de la figura del cómico de éxito. El actor tinerfeño ponía su vida al servicio de la ficción para exponer las miserias cotidianas de un tipo corriente al que la stand-up comedy no libraba de los problemas que conlleva un divorcio o de las penurias económicas (¿acaso no es Mira lo que has hecho la evolución sofisticada de la serie de Comedy Central?). 

Uno de los grandes aciertos de aquella producción que ahora se puede ver en Amazon Prime Video consistía en provocar el extrañamiento aplicando técnicas muy próximas al surrealismo, mezclando situaciones poco dadas a la coexistencia, encadenando gags incómodos que ponían de manifiesto algunas de las absurdeces que rodean nuestra vida (como iniciar una tensa conversación tras intentar pagar una compra con tu tarjeta de crédito y que, además de introducir el pin, te pidan que presentes el DNI: ¿se acuerdan de gags como el del Scalextric o el de la pizza familiar?). Miguel Esteban, uno de los creadores de El fin de la comedia, Luismi Pérez y Sergio Sarria desarrollaron juntos el episodio ‘Criminal Friends’ para Capítulo 0; Pérez compuso la música de la serie protagonizada por Farray y también coincidió con Esteban en el equipo de El intermedio, además de trabajar con Sarria en la writer’s room de Malaka (Daniel Corpas & Samuel Pinazo, 2019). Ahora, a partir de la novela original de Sarria El hombre que odiaba a Paulo Coelho (La Esfera de los Libros) han desarrollado Nasdrovia, una miniserie que sigue practicando ese humor desacralizado en el que lo prosaico y excepcional se dan la mano (ejemplo: un mafioso celiaco). Respaldados por la siempre eficaz realización de Marc Vigil, el trío de guionistas demuestra su probada habilidad en la fabricación de situaciones incómodas en las que el chiste extemporáneo enrarece los ambientes, como si alguien colgara un poster de Samantha Fox en el Prado (y a algunos nos hiciera gracia). Ejemplo: “Sois tan buenos abogados que si hubierais defendido al monstruo de Amstetten no solo lo habrían absuelto sino que le hubieran dado la custodia de sus hijos”.

Nasdrovia Tráiler Oficial | Movistar +

Nasdrovia tiene algo de matrioshka. Bajo una coraza de diversión forjada a partir de la aleación de comedia negra y thriller mafioso (subsección Bratvá), se esconde un ojo vítreo que derrama una mirada nada complaciente sobre determinadas prácticas, sobre determinadas clases, sobre determinados modos de vida. Podría pensarse que esa andanada crítica se concentra únicamente en el primer episodio, pero visto el desarrollo de la historia quizá sea demasiado prematuro reducir su virulencia discursiva a la premisa que impulsa la serie. Veamos: Edurne (Leonor Watling) y Julián (Hugo Silva) son dos abogados que han librado su éxito defendiendo a clientes con cuentas corrientes rebosantes de fondos obtenidos en contra de las recomendaciones de la Agencia Tributaria. Aunque su relación profesional va viento en popa, su matrimonio naufragó tiempo atrás y ahora comparten banquillo, pero no cama. Los dos acaban de cumplir los 40: en Julián, cuya zozobra emocional solo se calma con tranquilizantes, los estragos de la edad se manifiestan asumiendo el dolor fantasmal de la ciática; para Edurne todo pasa por abordar estrategias que la autoconvenzan de que las hojas del calendario no caen como guillotinas -corte de pelo, mechas, sexo con veinteañeros y tatuajes deberían bastar como prueba de su retraso en la entrada al otoño de la vida. 

El éxito no les basta, emplean todo su tiempo trabajando y la vejez les persigue como un voluntario de Save The Children adicto al running. Necesitan darle un volantazo a su vida y en ese concesionario de oportunidades que son las fiestas pijas se les presenta un cocinero seminuevo con una propuesta: montar un restaurante ruso en Madrid. Esperen, quizá hayamos ido demasiado deprisa. Quedémonos en esa fiesta. El sarao corre a cargo del último cliente de Edurne y Julián, un empresario que ha sido absuelto de diversos delitos de cohecho gracias a la astucia de sus defensores. La soirée es un coleccionable de la fauna corrupta nacional Gürtel style: los guiños a políticos, empresarios y mediadores son tan evidentes que no hace falta ni citar a los que han servido como modelo para los habitantes de tan reconocible animalario. El retrato es intencionadamente grotesco (el uso del ralentí, el ‘Corazón contento’ de Marisol) pero esa caricaturización activa un dispositivo crítico mucho más sutil y provocador: coloca a los protagonistas en una posición moral superior a la de sus clientes, Julián y Edurne los defienden, pero no son como esa panda de arribistas descerebrados, ellos leen a Pushkin, compran muebles art déco, saben distinguir un blini de un pancake: ellos tienen clase. 

Leonor Watling y Hugo Silva protagonizan la serie

Ese episodio piloto contiene unas cuantas mofas hirientes a propósito de diferentes franquicias (Ginos, Bershka) y empresas trasnacionales (Netflix) en tanto detentoras de un poder de unificación del gusto que va en contra de ciertos estándares elitistas -diferenciadores- que la pareja de juristas se precia de cultivar. Movidos por su ataque de angustia existencial y con el escudo del esnobismo como protección, Edurne y Julián, conducidos por el talento culinario de Franky (Luis Bermejo), montan el Nasdrovia. Lo que no entraba en sus planes de futuro es que el restaurante se convirtiera en el lugar favorito de un jefe intermedio de la Tambovskaya. 

La maniobra de Sarria, Esteban y Pérez no es nada inocente. Los abogados que procuraron que la red clientelar tejida entre políticos y empresarios no se hundiera en las aguas de la justicia caen en manos de una organización igualmente eficiente que, a los delitos de tráfico de influencias y cohecho suma los de narcotráfico, secuestro, extorsión y asesinato. El juego es el mismo, solo cambia el nivel. Lo interesante es que el foco no alumbra a nuestros representantes en el arco parlamentario ni a sus amigos del sector privado -en todo caso les aplica una luz deformante, irreal- y otro tanto sucede con la mafia rusa, descrita a partir de un ramillete de arquetipos que acabarán corroídos por el ácido cómico que los guionistas derraman sobre ellos. Aquí el ‘meneo’ se lo llevan los letrados ilusionistas que hacen magia con el Código Penal, doctorados cum laude en posibilismo y expertos en la fabricación de coartadas morales cuando la consecución de una victoria en la corte solo puede justificarse con las cifras que decoran la minuta. Por eso cobra sentido la decisión de romper la cuarta pared, de hacer que Edurne cargue con el mayor peso de la narración y que sea ella la única que habla directamente a los espectadores. Ese recurso permite, por una parte, rebajar la gravedad de algunos de los hechos que se nos cuentan, sobre todo cuando el personaje interviene directamente sobre decisiones de puesta en escena (es significativo ese “¿podéis bajar un poco la música?” que se oye en el episodio final) resaltando el artificio, incidiendo en la exageración del conjunto. Pero, sobre todo, es crucial en tanto en cuanto desmonta el funcionamiento de una lógica en la que la ignorancia interesada, el cálculo de beneficios y el neoliberalismo supervivencial barren con cualquier idea de solidaridad para con el resto de la humanidad.

El milagro de la serie está en lograr que ese tipo personajes no generen rechazo, todo ello sin caer en una ridiculización extrema (Edurne y Julián no alcanzan las cotas de extravagancia de sus antagonistas). La versatilidad de una inconmensurable Leonor Watling -que lleva el peso de la función y que debería ampliar su casa para almacenar los premios que deberían llegarle- y el desparpajo para la réplica cachonda que Hugo Silva ya había demostrado sobradamente en El ministerio del tiempo (Vigil y él se conocen bien y eso se nota) sostienen un entramado difícil de equilibrar, no solo por los vaivenes de la trama sino por el cinismo de unos protagonistas que, contra pronóstico, encienden la luz de nuestra empatía. También ayuda el buen trabajo de un plantel de secundarios encabezado por Luis Bermejo, interpretando a un cocinero que para probar sus habilidades gastronómicas estaría dispuesto a sacrificar un imperio, y por Boris (Anton Yakovlev), un ‘Vor v Zakonen’ mitad Viggo Mortensen low-cost en Promesas del Este, mitad Dalida (!). 

La realización es funcional pero efectiva y Marc Vigil, que dirige cinco de los seis episodios, sortea con habilidad las incursiones en el terreno del thriller (esos trunk shots convertidos en freezer shots), aunque lo mejor del show sean esas set pieces musicales a golpe de grandes éxitos vintage: la secuencia del karaoke en el quinto episodio al son de ‘Laissez moi dancer’ o el ‘Yo no soy esa’ de Mari Trini que abre el capítulo final valen como ejemplos de un dinamismo narrativo que hilvana tramas y utiliza el soundtrack de manera expresiva; Edurne autoafirmándose a través de las letras de la canción –“yo no soy esa que tú te creías”- explicando cómo ha diseñado un plan para escapar del yugo de Boris. Un plan que dará lugar a una secuencia de suspense cómico con una olla exprés que demuestra que Vigil domina los códigos del género. Otro buen ejemplo del trabajo de edición (a cargo de Josu Martínez) se observa en esos cortes bruscos que nos llevan de una secuencia en la que Julián limpia, a golpe de trap canario, las suciedades dejadas por un molesto cadáver, a la imagen del trío de socios en la barra del restaurante analizando qué demonios están haciendo. 

Para quien esto suscribe, la sustitución del cuadro de Gogol por el de Tkachenko en una de las paredes del establecimiento, los chistes con el vodka o con los escritores rusos, la confusión de nacionalidades, los guiños a la enciclopedia del cuñadismo ilustrado (el vagón silencio) o esos excursos alocados como la aparición de Manuel Jabois (!) o la vomitona del personaje de Leonor Watling justo después de que suene ‘Mujer contra mujer’ de Mecano, cumplen con los estándares de satisfacción exigidos. Que la parte del thriller sea mucho menos consistente que la cómica -el anecdótico transporte de un cargamento de cocaína a Dinamarca que termina en accidente y que aporta entre poco y nada al conjunto o la facilidad con la que un oportuno Aleksey (Mark Ivanir) se cuela en el restaurante para completar su venganza- es un pecadillo que uno está dispuesto a perdonar si a cambio le entregan una escena que mezcla al De Palma de Los intocables (1987) -suena ‘Pagliacci’ y hay una reunión de capos en un salón rojo sangre- con el de Vestida para matar (1980) pasados por el filtro de Mel Brooks. Nasdrovia es como beberse seis chupitos de Beluga: duran un suspiro, te encienden el ánimo y dejan un recuerdo placentero. 

@EnricAlbero