El Cultural

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En plan serie por Enric Albero

'We Are Who We Are', tempus fugit

Análisis del cuarto capitulo de la serie de Luca Guadagnino, un oasis narrativo que resquebraja algunos conceptos propios de la narración seriada e históricamente inviolables

27 noviembre, 2020 09:02

Introducción. Contraviniendo, una vez más, las normas de este blog, hoy nos detendremos en el cuarto episodio de We Are Who Are (2020) la miniserie dirigida por Luca Guadagnino para HBO que se estrenó en nuestro país el pasado 15 de septiembre (su capítulo final se emitió el 2 de noviembre). El incumplimiento de las bases que rigen esta publicación traspasa, además, la frontera de lo moral puesto que quien esto firma todavía no ha pasado del sexto de los ocho episodios que conforman la obra escrita por Paolo Giordano (autor del best-seller La soledad de los números primos) en la que también están acreditados como creadores los guionistas Sean Conway (Ray Donovan, Hit & Miss), Francesca Manieri (Il primo re, Il miracolo) y Flavio Nuccitelli. Asuman a la fuerza, benévolos lectores, las incorreciones y los abismos de incoherencia propios de quien disfraza sus deseos de contradicciones, exhibiendo como pretextos para zambullirse en el texto que viene a continuación la falta de tiempo, el exceso de producciones o las urgencias domésticas (como ir a comprar vino); coartadas, todas ellas, falsas y plausibles para cumplir con el firme propósito de hacer lo que le venga en gana y apartarse de rankings, hipérboles, estrenos hinchados por la mercadotecnia y demás ejemplos del implacable triunfo del branded content sobre una crítica cada vez más debilitada, menos incisiva, enfermita de anemia analítica. 

Antecedentes. En su último cortometraje, Fiori, fiori, fiori (2020), Luca Guadagnino regresa a su Sicilia natal procedente de Milán tras el fin del confinamiento decretado por el estado para frenar el avance de la Covid-19. Allí, como un turista en su propia tierra, trata de reapropiarse de los paisajes que le vieron crecer, de recuperar los afectos desgastados por la obligada separación, de reencontrarse con un parte de sí mismo. Como en todas las creaciones del cineasta italiano, en esta breve película el protagonista es un cuerpo extraño en un entorno edénico y desconocido, alguien que debe adaptarse a unas costumbres y unas circunstancias que le son ajenas (aunque en este caso se trate de un redescubrimiento). Si en Fiori, fiori, fiori es el propio director quien se sumerge en esta labor de (re)aprendizaje -mientras los continuos cambios de formato y los barridos de corte impresionista inciden en la fugacidad del tiempo y de la belleza- en We Are Who We Are ese papel recae en Fraser (Jack Dylan Grazer), el hijo de Sarah Wilson (Chloë Sevigny), coronel del ejército norteamericano destinada a la base Maurizio Pialati, situada en el corazón del Véneto, como máxima responsable del emplazamiento. Guadagnino y Fraser no son más que una prolongación de “la condesa rusa a la que interpretaba Tilda Swinton en Yo soy el amor (2009), ese rockstar convaleciente de Ralph Fiennes en Cegados por el sol (2015) o el Elio que recreaba Timothée Chalamet en Call Me by Your Name (2017)”, como apuntaba el crítico Javier Rueda en el número 97 de Caimán Cuadernos de Cine (página 66). En la primera ficción seriada del realizador siciliano, Fraser se constituye como la punta de lanza de un grupo de jóvenes radicado en el enclave militar, hijos de los mandos, reclutas y lugareños que tratan de forjar sus respectivas identidades en ese lugar provisional y aislado. Aunque el guion equilibre la participación de Fraser y de Caitlin (Jordan Cristine Seamón), la segunda ya lleva tiempo viviendo en la caserna y ejerce como cicerone para que su nuevo amigo pueda encajar en un ambiente en el que la rectitud castrense y esa visión hedonista que del Mediterráneo nos brinda el director de Melissa P. (2005), y que tan bien liga con esas ansias por devorar la vida propias de la adolescencia, entran en conflicto constantemente. Eso es, en síntesis, We Are Who Are, híbrido de bildungsroman y relato de adaptación construido sobre un encadenamiento de colisiones (culturales, idiomáticas, sexuales, de modelos familiares, conductuales, etc.), una serie que, por otra parte, en nada se aparta de las marcas de estilo mostradas por el director de la nueva Suspiria (2018) en sus trabajos anteriores: la preferencia por las tomas en movimiento de larga duración para penetrar y amoldarse a los ambientes, el uso expresivo del soundtrack, las referencias arty, las cuidadas coreografías que traza para seguir las evoluciones de sus personajes y la visión idealista (en ocasiones cercana al publirreportaje promocional) de su país de origen. 

Right Here Right Now IV. La elección del capítulo cuarto se sustenta en varias motivaciones. La primera y principal es que supone una ruptura con los tres episodios precedentes, un oasis narrativo que solo mantiene ligeras conexiones con los circuitos dramáticos puestos en funcionamiento previamente. Con toda probabilidad, si un espectador se saltara este episodio no correría el riesgo de perderse ninguna información relevante. Es más, los defensores de la ortodoxia escritural clásica dirán, no sin razón, que los aportes de este 1.04 podrían resumirse en una secuencia breve y un par diálogos. La importancia de este excurso estriba en que abre una (otra) posibilidad distinta de entender el funcionamiento de las teleficciones, que nos dice que las series pueden ser de otra manera (sin que ello implique que las series fabricadas comme il faut -The Night Of, para entendernos- sean un objeto demodé). Como ya sucediera en episodios como ‘Bagman’ (el 5.08 de Better Call Saul) o ‘Barber Shop’ (el 2.05 de Atlanta) o en producciones Legion o The Leftovers, se trata de resquebrajar algunos conceptos propios de la narración seriada e históricamente inviolables como la causalidad, la finalidad o la progresión dramática, preceptos a los que Guadagnino no renuncia por completo, sino que, bien los pone en suspenso, bien los reconfigura. 

War Paint. El capítulo arranca con una partida de paintball entre el grupo de amigos formado por Craig (Corey Knight), Sam (Ben Taylor), Britney (Francesca Scorsese), Enrico (Sebastiano Pigazzi), Valentina (Beatrice Barrichella), Danny (Spence Moore II), Caitlin y Fraser. La secuencia adopta formas propias de los videojuegos de acción (los planos subjetivos, los disparos que impactan en la cámara) y presenta dos anomalías con respecto a una práctica habitual: Fraser se niega a participar en el combate, tumbándose en el suelo y dejándose acribillar y Craig decide no disparar a Caitlin, pese a tenerla a tiro, cuando esta se apropie de la bandera/objetivo que dará la victoria a su equipo. 

La postura de Fraser no sorprende a nadie. Es un adolescente arisco, contestatario (agrede a su madre pese a ser una militar de alto rango, bebe con asiduidad aun cuando tiene 14 años) y con dificultades para socializar que, casi por norma, se opone a cualquier proposición que no proceda de sí mismo. Si, como en este caso, va asociada a lo bélico y, por extensión, queda inmediatamente vinculada con sus madres -ambas integrantes del ejército- más razón aun para pasar olímpicamente del juego. 

Craig, al igual que su íntimo amigo Danny (hermano de Caitlin), es un soldado que está a punto de ser enviado a su primera misión (retengan esta información). El hecho de que no decida eliminar virtualmente a una de sus oponentes recarga de preguntas la batería de nuestra suspicacia: cuando las balas no sean de pintura, ¿estará preparado para apretar el gatillo? ¿por qué no dispara? ¿Porque es una chica, porque es la hermana de su mejor amigo o porque quiere despedirse con un acto de generosidad? Dejémoslo, de momento, así.

Durante los últimos compases de esta guerra incruenta empezará a sonar Short Ride in a Fast Machine de John Adams (cuyo título podría aparecer en los diccionarios como una de las acepciones de la palabra vida), pieza que suturará el final de la contienda con una breve escena de inspiración pictórica (rafaelita, diría yo) rodada en cámara lenta. Se abre con un plano fijo, estático, en el que los jóvenes se dedican a lanzarse los restos de pigmento que han quedado tras la partida. Se introducirán algunos insertos que rompen brevemente esa composición para regresar a ella cuando el responsable de la instalación -situada en pleno bosque- tire de manguera para enfriar, sin éxito, el ímpetu lúdico de la chavalería. Esta postal dionisiaca finaliza con un travelling de acercamiento -perfectamente coordinado con la duración de la fanfarria de Adams- que parece querer atrapar ese momento preñado de goce y de belleza (no es casual que el título del episodio -ese ‘carpe diem’ reformulado por los departamentos de promoción de las multinacionales del mindfulness en ‘Aquí y ahora’- aparezca sobreimpresionado sobre ese hermoso plano general). 

Viaje al interior de un autobús. Sigamos. Craig y Danny mantienen una conversación aparentemente banal mientras esperan el bus. Si decimos lo de aparente es porque arranca con dos marcadísimos insertos de los rostros de cada uno que indican que ese diálogo superficial y arrogante esconde una despedida: la agresividad de las imágenes, la colisión entre los rostros que provoca el uso del plano/contraplano, la última nota de Short Ride in a Fast Machine apagándose justo cuando aparece la cara de Danny como una nueva modulación del leitmotiv que recorre toda la serie: tempus fugit (lo bueno ya acabó, ahora viene lo serio). Y de ahí al bus de línea: un picado pondrá en marcha un curioso movimiento de grúa (con puntuales zooms) inducido por el viaje que inicia, de una mano a otra, un paquete de Ruffles: de Britney a Caitlin, de esta a Fraser, de él a Danny, de Danny a Sam y de este a Craig y Valentina, su novia. Estos dos últimos ocupan la parte de atrás del vehículo. Craig rechaza el ofrecimiento y un corte interrumpe el movimiento de la cámara, que, previamente y gracias al zoom, había aislado a la pareja del resto. Craig le pide matrimonio (habla en italiano: de nuevo los choques, las Ruffles vs la lengua de Lampedusa). Por el diálogo, ilustrado por primeros planos de ambos y de Sam y Danny que son los únicos que escuchan lo que dicen, sabremos que Craig se marchará dos años de servicio (quédense con esto). Valentina acepta. Beso. Plano general, jolgorio en el autobús. El primer corte de montaje pone fin a un desplazamiento que va de lo general -el grupo de chavales compartiendo las patatas, unidos por un movimiento de cámara continuo- a lo particular (la petición de matrimonio). El sí quiero de Valentina cambiará el futuro inmediato del resto de personajes, por lo que se practicará un nuevo corte para regresar al plano general, a lo colectivo.

Chaqueta o pantalones. El siguiente bloque secuencial condensa los preparativos para el inminente enlace: la colecta de dinero y la compra de los trajes. Aun siendo la parte más funcional del episodio, llama la atención el momento en el que Craig deberá elegir si quiere comprarse una chaqueta o unos pantalones para acudir a la ceremonia, puesto que no tienen suficientes dólares como para adquirir el traje completo. Es una elección poco trascendente que, sin embargo, funciona como metáfora de la renuncia a la que se enfrenta el novio: desea irse a su misión y desea a Valentina, pero no podrá tener las dos cosas a la vez (la boda no es más que un intento desesperado de retención, de atrapar aquello que, al día siguiente, tendrá que dejar escapar). 

La boda. La secuencia arranca con Fraser llegando tarde (ha habido una pequeña elipsis). La disposición de los personajes en la iglesia sirve para definir su situación en ese momento. Fraser y Caitlin entrelazan sus manos en un gesto que lejos de indicar una relación sentimental establece la complicidad entre ambos, dos seres en pleno proceso de crecimiento cuya sexualidad sigue siendo un misterio incluso para ellos mismos (de hecho, su coincidencia en las instalaciones militares activa un mecanismo de toma de conciencia y de construcción identitaria). Sam, exnovio de Caitlin, observa con recelo esas manos unidas, está solo en el fondo del encuadre y trata de sobrevivir a un naufragio emocional (le veremos luciendo un collar formado por una cadena y un candado, símbolo de sus problemas afectivas, de su urgencia por encadenarse a una relación y de sus dificultades para conservar una estabilidad amorosa mínima). Danny ejerce como testigo mientras Craig y Valentina se dan el sí quiero. Su mirada dirigirá la cámara hacia la cruz que preside la parroquia de la base, para luego regresar hacia él. Danny es musulmán, su padrastro es católico y ese conflicto teológico se recrudece cuando las tensiones familiares derivadas del desarraigo que Danny siente, aparecen: asume que su padre quiere más a su hermana Caitlin y su madre parece renegar de un pasado que él quiere conocer (¿quizá el islam sirva como punto de contacto con sus antepasados y su país de origen?); para él, situarse bajo esa cruz es como cargarse el Cristo de Corcovado a las espaldas. De hecho, la planificación establece una relación de inferioridad (cruz arriba, Danny abajo) vinculada con la relación padre-hijo (la autoritaria figura paterna -cristiana-, siempre presta a sancionar la mala conducto del hijo musulmán). Si Danny accede a tomar parte en la ceremonia es, después lo sabremos, porque la amistad con Craig está por encima de todo, incluso del Corán. 

A bigger splash. El grueso del episodio transcurre en una casa de veraneo que los jóvenes allanan para celebrar su particular banquete de bodas. El trayecto hacía el lugar elegido insiste en el regocijo que empapa todo el episodio: el largo travelling de seguimiento, la música suave de Devonté Hynes, la charla trivial, la cámara abandonando el seguimiento de los coches para encandilarse con un paisaje sembrado de marismas bruñidas por el sol… (en realidad el movimiento de cámara tendría la forma de un corchete de apertura [). 

Cuando llegan a esa villa de rusos sin rusos, todos, salvo Fraser y Britney, saltarán el muro para acceder a ella. Oiremos como el resto sigue refiriéndose a Fraser con el sobrenombre de ‘Camiseta’ (T-Shirt o maglietta), mote que indica que todavía no está plenamente integrado en el grupo, idea que viene reforzada por su incapacidad (o su desgana) para transponer la pared que circunda el chalé. Caitlin les abrirá el portón de entrada. Britney entrará rápidamente adelantándose a Fraser. La cámara se mantendrá unos instantes contemplando la reacción del joven teñido de rubio y, tras un corte, iniciará un movimiento de acompañamiento: la imagen se constituye como una pequeña metáfora (el objetivo fijo en Fraser, señalando que algo importante va a suceder) de la integración del recién llegado entre los residentes, una asimilación facilitada por Caitlin (su guía, la que le abre las puertas) y que queda registrada en ese tránsito del exterior al interior de la vivienda. Empieza a ser uno de ellos.

A partir de ese momento, la cámara se mimetiza con los personajes y se deja arrastrar por su pulsión festiva, tanto que se mete en la piscina con ellos. Mientras todos, semidesnudos, disfrutan del baño, Fraser entra en la casa y se queda mirando fijamente un cuadro. Se trata de A duel de Olga Suvorova, una pintora que practica un llamativo sincretismo capaz de hermanar a Klimt con los primeros renacentistas italianos. La pintura (en la imagen superior) ofrece una curiosa mezcla de orden y esparcimiento: la simetría compositiva y la partida de ajedrez apelan a la racionalidad y al cálculo, mientras que el vistoso colorido, la flauta y el antifaz o el pavo real y el rebosante frutero sugieren la presencia de la diversión. Pero ¿es que acaso en este episodio de We Are Who Are la farra adolescente no es una respuesta furiosa contra ese orden que está a punto de someter a Craig, contra esa disposición que le enviará dos años lejos de sus amigos? El cuadro de Suvorova manifiesta un doble enfrentamiento, el inherente al juego del ajedrez y el que subyace al choque estético, un duelo en el que también se ve inmersa esa panda de quinceañeros que dejará hecha unos zorros una casa perfectamente organizada: no es más que la reacción hedonista a una imposición que no podrán vulnerar y que les separará de Craig. De hecho, A duel sintetiza perfectamente el carácter dual de la miniserie de HBO, la convivencia en un mismo espacio de distintas maneras de ver el mundo.

Después llegarán el Jump They Say de David Bowie, los intentos de Sole (Vittoria Bottin) por enrollarse con Fraser, la batalla de spaghetti y el atardecer con un primer repaso a las consecuencias de la juerga. La narración se reactiva con el juego de la botella, puerta de entrada para las manifestaciones de ese horror marcial del que los jóvenes quieren aislarse y que se colará a través de la voz de Britney y su historia sobre el soldado que, tras volver de la guerra, mató a su esposa a golpes (a pesar de la joie de vivre que desprende la serie, la muerte acecha en algún rincón de cada episodio). 

Cae la noche y llega la primera bajona al son del Wild Horses de los Stones (childhood living / is easy to do). Fraser y Caitlin están tirados en el sofá como si les hubiera atropellado un tanque. Pero hay que sobreponerse. Llega un nuevo avío de alcohol, todavía queda tabaco, la consola funciona y hay raquetas para inventarse una partida de pádel en el salón. Afuera estalla una tormenta que parece traída por las dos amigas de Valentina que acaban de presentarse en la casa. Los ojos relampaguean encendidos por el whisky, los cuerpos se desinhiben, se abandonan al ritmo de ‘CCCP’ de Emilia Paranoica y el sexo se desata como el colofón de ese magnífico temporal que Guadagnino registra con espontánea naturalidad, olvidándose esta vez de arabescos impostados o filigranas que emborronen la simple y categórica belleza de los cuerpos entregados al placer. 

Del frenesí a la calma merced a un golpe de montaje (de nuevo el contraste: el caos frente al reposo). Del desenfreno danzante bajo las blancas luces del salón, al relajamiento de los cuerpos irradiados por la tenue iluminación azulada que emana del televisor. Estamos en las últimas horas de la celebración y Craig inicia la que será su ronda de despedidas: sin necesidad de decirlo -solo poniéndolos a bailar- le pedirá a Danny que cuide de Valentina, no le explicará a Caitlin por qué no le disparó y, finalmente, se acostará con su mujer. Editada en paralelo, tendremos otra secuencia en la que Fraser y Sam, los dos zarandeados por el oleaje alcohólico, constatan que cualquier proyecto de amistad entre ambos es prácticamente imposible. Esa pequeña trama se dilucidará con un doble roce erótico: Fraser hará la probatura de dejarse acomodar por los labios de Sole para acto seguido ir a contárselo a Caitlin y decirle que no lo volverá a hacer; mientras esa confesión se produce (en el segundo término del encuadre), veremos a Sam liándose con Britney y consumando esa pequeña traición, perfectamente catalogada, que hace que las exparejas acaben en los brazos de las mejores amigas. 

Soldiers of love. Un plano general del chalé en calma pondrá la pausa antes de entrar en el último acto del episodio. Tras esa toma, veremos a Danny follando con una de las amigas de Valentina en el sofá del comedor. Detrás, frente al piano, está Britney charlando con Caitlin y Sole. Enrico deambula por la estancia buscando sus calzoncillos, que están debajo de las piernas de la amante de Danny. A ninguno de los presentes les incomoda el refriegue sexual (la otra amiga duerme recostada sobre el cojín del sofá) o que Enrico vaya desnudo: para todos ellos es algo natural, asimilado. En ese punto, Britney empezará a cantar el Soldier of Love, popularizada inicialmente por Alexander Arthur a principios de los 60 y, posteriormente, versionada por los Beatles; de hecho, la versión de la letra que se reproduce es la de los cuatro de Liverpool, una letra que utiliza un vocabulario bélico para hablar de amor mientras dos jóvenes se enroscan en el sofá vecino, una formulación sencilla para defender que esos adolescentes están mejor follando que pegando tiros. La hermosa voz de Francesca Scorsese recorre está segunda secuencia de repaso: el latido rojo del mando de la consola, una cosecha de botellas vacías sobre campos de cristal y ceniza, una olla mal maquillada de tomate festoneada con una coleta de spaghetti resecos, un buzo sumergido en los píxeles marinos del televisor… La canción terminará sobre los rostros de Valentina y Craig. Ella duerme, él está despierto. Se levanta, se viste, contempla cómo el día va desperezándose. Una panorámica del comedor nos muestra a toda la cuadrilla durmiendo sobre el sofá o en el suelo y se detiene frente al ventanal que da acceso a la estancia. Vemos llegar a Craig y pararse junto al umbral. Desde un plano medio, observa a sus amigos durante unos instantes. Recoge una camisa y, sin dejar de mirarlos, abandona la casa. El instante en el que Guadagnino decide detenerse en el rostro de Craig después de haber visto a todos sus colegas desparramados, durmiendo el sueño de los epicúreos, nos hace notar la pérdida (irreparable, dolorosa, ¿definitiva?) que está a punto de sufrir (muy en la línea de lo que Louis C.K. hacía al final del cuarto episodio de Horace & Pete).

Viviendo en guerra. Cuando Craig coge el pomo de la puerta para abandonar la villa, empieza a sonar el Living With War de Neil Young, empalmando el final de esa secuencia con el inicio de la siguiente. La banda de sonido también la ocupa la frase, pronunciada por la coronel Wilson, “sé un orgullo para EUA, aviador”. Un movimiento descendente de grúa nos llevará del cielo azul a las banderas (la del destacamento, la de Italia y la de USA) y de ahí al reemplazo que, perfectamente ordenado sobre el patio de la base, recibe el último adiós antes de partir hacia la guerra (distinguimos claramente a Craig). Sin cortar el movimiento de la cámara, y una vez que la coronel finaliza con el acto protocolario, la grúa se eleva y nos muestra a toda la tropa al completo hasta que rompe filas. Después se elevará ligeramente para enfocar, de nuevo, las banderas. Por un lado, la conexión de las dos secuencias a través de la banda de sonido dota de mayor fuerza a esa sensación de pérdida que inunda la parte final del episodio. La letra pacifista del tema de Young (I take a holy vow / To never kill again) pone el colofón a un capítulo que clama contra el belicismo norteamericano desde una posición hedonista, señalando que si los placeres son efímeros poner vidas en riesgo es un contrasentido mayúsculo. 

Esta cuarta parte de We Are Who We Are frena la narración porque supone una vindicación del disfrute, de aprovechar al máximo los breves instantes de gozo que podamos recolectar. La secuencia filmada en ralentí al inicio es una metonimia perfecta de un episodio en el que el director de Call Me by Your Name intenta atrapar el tiempo mientras este se va escapando. Un canto a la vida que se ve obstaculizado por la propia esencia del ejército: en el cuadro de Suvorova la voluptuosidad cromática se ve domesticada por la simetría compositiva, aquí el desenfreno festivo quedará anulado por ese orden militar que impone su ley en la secuencia final. 

Debería bastar el jugo analítico que le hemos exprimido a este 1.04 para denotar las pasiones que despierta We Are Who Are, una propuesta en la que el tono impide que este episodio anómalo quede desconectado del resto, que encuentra, a través de su puesta en escena, la adecuación entre sus imágenes y su discurso y que nos ofrece la versión más depurada, menos fastuosa, de Luca Guadagnino. Aún así, el odioso comportamiento de Fraser o la tendencia recurrente a buscar la ‘grande bellezza’ pueden convertirse en argumentos admisibles para apartarse de ella, postura que, en ningún caso, anula los hallazgos estéticos y narrativos que la miniserie de HBO alcanza. 

@EnricAlbero

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