“Fiona, el desagüe no traga, habrá que llamar a un fontanero”. A nadie se le ocurriría pensar que una orden tan banal pudiera terminar con las fotos de 15 presuntos desaparecidos colgando del panel de una comisaría de Londres. El primero al que no se le pasó por la cabeza encontrar restos humanos al abrir una fosa séptica fue al propio fontanero, Michael Cattran, cuando la mañana del 3 de febrero de 1983 se desplazó hasta el 23 de Cranley Gardens, en el distrito de Muswell Hill, para ver qué demonios les pasaba a los albañales de aquel bloque de apartamentos. 

Y es que el caso de Dennis Nielsen, también conocido como el asesino de la corbata, no tiene nada de trepidante, todo es tan prosaico como el problema doméstico que condujo a su captura. Aquí no hay ningún juego entre el gato y el ratón, todos los misterios están resueltos y el culpable confeso se entrega en el minuto 7 de metraje (afirmó haber cometido 15 asesinatos entre 1978 y 1983, tanto en su apartamento de Merlose Avenue como en su casa de Muswell Hill: sirva como complemento informativo a la serie este completo perfil elaborado por Mónica G. Álvarez). Lejos de cambiarle la marcha a la realidad y servirse de la ficción para subirle las revoluciones, Lewis Arnold, director y coguionista de esta miniserie de 3 episodios que Starzplay estrenó el pasado 29 de noviembre, fija un ritmo monocorde orquestado mediante la sucesión de las largas conversaciones que Dennis ‘Des’ Nielsen (David Tennant) mantiene tanto con el inspector encargado del caso, Peter Jay (Daniel Mays), como con el escritor Brian Masters (Jason Watkins), cuya presencia es requerida por el múltiple homicida para convertirlo en su biógrafo. 

Des es un drama eminentemente oral, como Mindhunter pero sin David Fincher ni Andrew Dominik detrás de las cámaras. La planificación de Arnold no reviste tanta finura y la colocación de los personajes en el encuadre no fija el estado de las relaciones dramáticas que existen entre ellos: el uso reiterado de los planos y contraplanos con los dos intervinientes en la misma posición (e idénticas escalas) indica una equivalencia que la dramaturgia desmiente, porque Nielsen siempre tiene más información que sus interlocutores. No hay que negar que la serie tiene algunos hallazgos estéticos, como el plano en el que el DCI Jay queda situado a la izquierda del encuadre, solo, tras ser abandonado por su superior tras darle la noticia de que quizá no consigan la condena que esperan (foto inferior). En lo formal, la serie mejora cuando Arnold abandona la fórmula del plano-contraplano -la conversación entre Jay y Nielsen rodada con un travelling hacia adelante para señalar la presión que el policía trata de ejercer sobre el reo- o utiliza las escalas con cierto criterio -la plática entre Jay y Masters en el pub, situada también en el segundo capítulo. 

El show mantiene un buen tono general, en parte gracias a su voluntad sintética -va al grano cuando había material para rellenar varias temporadas- y a su muy particular ritmo. Un ritmo que se aparta del vértigo que exhiben la mayoría de las producciones actuales, creado a partir del fabuloso trabajo de dicción que lleva a cabo David Tennant (el acento escocés, ese timbre vocálico inalterable) y de la imposición de cierta monotonía que juega a favor de la obra y que está en consonancia con la psicología del criminal. Dennis se encarga de moldear su propio relato. Se delata inmediatamente, indica a los policías dónde están los otros cadáveres y revela que en su vivienda anterior había asesinado a “unas trece personas”. Suministrada la primera dosis de información, el serial killer se dedicará a manipular tanto a las autoridades como a Brian Masters, de ahí que esa uniformidad tonal -reforzada por la fotografía cenicienta de Mark Wolf; abundan los retratos de edificios grises alumbrados por un sol débil- no es sino la traducción del dominio que Nielsen ejerce sobre sus interlocutores: su rostro impertérrito y ese hablar firme hacen que la tensión de los oyentes aumente (ya sean el inspector Jay o los espectadores) y vaya encrespándose a causa de la seguridad que demuestra un homicida que se guarda todos los ases en la manga. 

Pero ¿cómo se consigue que la monotonía no dé al traste con la función, que no la convierta en un baño de sopor? Aquí es, en buena medida, culpa del casting. No es necesario glosar las virtudes de David Tennant a estas alturas, baste decir que su carisma actoral se magnifica cuando le toca abordar personajes oscuros (el Will Burton de The Escape Artist, su Kilgrave en Jessica Jones). En este caso, y asumiendo que Tennant se hace acreedor de todas las miradas, la elección y el trabajo de Daniel Mays para encarnar al inspector Peter Jay se antojan más reveladoras por menos obvias (contar con la presencia del décimo Doctor Who era un win-win de manual). La redondez del rostro de Mays, acentuada por su sobrepeso -esos mofletes como globos que empiezan a deshincharse- le desacreditan como modelo de héroe de acción. Jay es un hombre corriente, un tipo que fuma demasiado y come mal, que desconoce el horario fijado por su convenio laboral y cuyo orden de prioridades le ha costado el matrimonio. El diseño del personaje se adapta al físico del actor como una faja Turbo a una espalda maltrecha. Daniel Mays hace el resto, aportando esa mezcla de determinación e inseguridad de quien está dispuesto a cobrarse una pieza que le supera en inteligencia (su actuación mientras espera el veredicto es apabullante: los ojillos azogados por la tensión, la papada temblorosa, esa boca semiabierta de pez expulsado del agua). Otro tanto sucede con el Brian Masters interpretado por Jason Watkins -sí, el Harold Wilson de The Crown, ganador de un BAFTA por su papel en El honor perdido de Christopher Jeffries (Roger Michell, 2014)- un escritor homosexual que vive discretamente con su pareja y que, merced al talento de Watkins, refleja el morboso deseo de conocimiento que le inspira un asesino con el que comparte orientación sexual (alguien que se acostaba con hombres, que después los estrangulaba y que, a veces, volvía a acostarse con ellos) sin que esa peligrosa fascinación oculte la repulsión que Nielsen le causa.

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Des no contiene fuegos de artificio: es simple y llanamente una dramatización ejemplar, sobrellevada por un elenco actoral impecable, una narración concisa cuyo tempo pausado viene modulado por la voz que organiza la información que no es otra que la del propio Nielsen (por más que este no sea un relato en primera persona). En el fondo, cumple con el objetivo que el propio Masters, muy en sintonía del Truman Capote de A sangre fría, se marcó cuando decidió escribir las memorias del asesino en serie: “este libro no puede ser una mirada subjetiva a tu vida y sus acciones (en referencia a Dennis). Los dos debemos seguir siendo objetivos. Y si hay alguna lección que aprender, depende del lector, no de nosotros”. De haber caído en otras manos, quizá estás líneas les estarían hablando del enésimo true-crime estrenado en 2020. Sin embargo, la teleserie de Lewis Arnold es algo más y lo es por un detalle que hemos obviado hasta este momento: el contexto. El show se abre con una secuencia de imágenes de archivo que describe el Londres de 1983. Una metrópolis asolada por el desempleo, con gente desvalida a la que la total falta de recursos obliga a vivir en la calle. Una ciudad invadida por un ejército de vagabundos cuyas filas fueron engrosándose con la llegada de parados procedentes de otras poblaciones que acudían a la capital en busca de un empleo, de una oportunidad, de una brecha por la que colarse en ese futuro alentador que vendían los anuncios y las luces que alumbraban la City. 

Pero los Sex Pistols ya habían advertido un año antes de que Nielsen cometiera su primer crimen que el futuro era una milonga y los británicos más avispados ya sabían que de Margaret Thatcher no les iba a salvar ni el dios que protegía a su reina. Así que toda esa muchedumbre que hormigueaba por las calles de Londres buscando un sitio donde caerse muerto, sin posibilidad de encontrar curro porque no tenían domicilio fijo, mendigando sobras mientras la Dama de Hierro les alimentaba con políticas de austeridad, todo ese club de humillados y ofendidos era la carne de cañón de la que se abastecía el lumpen, objetivos fáciles para un tipo como Dennis Nielsen, quien a cambio de un par de rondas en un pub conseguía un amante con el que cenar y un cadáver a los postres. Porque Arnold y su coguionista Luke Neal se encargan de que Des tenga una lectura política -vehiculada por esos flashes documentales que deslumbran cada episodio- no solo estableciendo que la pobreza es el sustrato sobre el que germina (o en el que se produce) el crimen, sino apuntalando que el desamparo al que se ven abocadas las víctimas también está relacionado con su extracción social. Víctimas que unas veces son inidentificables, otras quedan arrinconadas por la burocratización de la justicia o silenciadas por un buen abogado defensor capaz de aniquilar en el estrado los testimonios de aquellos que sobrevivieron al intento de homicidio: si uno atiende al desarrollo del juicio, es la soberana voluntad del jurado la que condena a Nielsen a cadena perpetua sin hacer demasiado caso de lo sucedido en la corte, pues allí la defensa arrasa con todos los declarantes presentados por la acusación (de ahí la tensión que sobrevuela los momentos previos al veredicto). ¿Acaso no nos estarán diciendo Arnold y Neal que sin Thatcher un tipo como Dennis Nielsen no lo hubiera tenido tan fácil? Y ya puestos a elucubrar: ¿no funciona Des como metáfora de otro tipo de depredación impulsada desde el sistema mediante la aplicación de una política económica basada en la privatización masiva, la reducción de la influencia sindical, la liberalización del mercado y la agilización de los despidos? Quizá sea ir demasiado lejos. Puede que no. Juzguen ustedes mismos. 

@EnricAlbero