Cuando, de la mano de las plataformas, las llamadas ficciones premium irrumpieron en nuestro país uno pensó que los estándares de las series de televisión cambiarían radicalmente, que las ambiciones temáticas y estilísticas que avanzaron las primeras temporadas de El ministerio del tiempo (Pablo & Javier Olivares, 2015-?), Vis a vis (Iván Escobar, Esther Martínez Lobato, Daniel Écija y Álex Pina, 2015-2019) o Merlí (Héctor Lozano, 2015-2018) hallarían continuidad en las nuevas producciones de Movistar +, Netflix o Amazon Prime, compañías de streaming que ya no necesitaban dirigirse a un público generalista y que, por lo tanto, tenían la posibilidad de desarrollar historias más arriesgadas, menos apegadas a las viejas fórmulas de la teleserialidad.
Si uno atiende a cuatro de los estrenos nacionales presentados en el último mes (Los favoritos de Midas, Dime quién soy, El desorden que dejas y El Cid) se encuentra con un importante retroceso cualitativo con respecto a obras como La peste (Alberto Rodríguez & Rafael Cobos, 2017-2019), La zona (Jorge y Alberto Sánchez-Cabezudo, 2017) o Gigantes (Enrique Urbizu, Michel Gaztambide & Miguel Barros, 2018-2019). Esto sucede en el último mes de un 2020 en el que los medios de comunicación hemos fabricado la leyenda del éxito de las series españolas, un triunfo difícilmente comprobable en lo cuantitativo (¿qué datos de audiencia tenemos más allá de los que facilitan las propias compañías cuando les interesa?) pero evidente en lo mediático. Patria (Aitor Gabilondo, 2020) y Antidisturbios (Rodrigo Sorogoyen & Isabel Peña, 2020) le sacaron partido a una gran estrategia de lanzamiento que se inició con su estreno en el festival de San Sebastián, ágora en la que se creó una fuerte corriente de opinión favorable para los dos títulos, un flujo de respaldo que siguió creciendo tras su llegada a las pequeñas pantallas. El consenso crítico (¿o quizá deberíamos decir periodístico?) también ha rodeado al fenómeno Veneno (Javier Calvo & Javier Ambrossi, 2020), otra teleficción con un magnífico trabajo de promoción que supo aprovechar las dificultades pandémicas inventándose un lanzamiento híbrido (y escalonado) utilizando tanto la plataforma ATRESplayer PREMIUM como los cines: mediante una colaboración con Warner Bros. Pictures los tres primeros episodios pudieron verse en 225 salas de España alcanzando el número 1 de taquilla durante la semana del 10 al 17 de septiembre.
Pero la presunta conquista del público y el ruido generado desde los medios nada tienen que ver con en el análisis estético y narrativo; en todo caso, a la crítica le corresponde desentrañar cómo funcionan esas producciones y tratar de poner, negro sobre blanco, cuáles pueden ser las claves de su buen funcionamiento entre los espectadores. El cuestionamiento, tanto en este blog como en el texto de repaso a lo que ha dado de sí el 2020 publicado en la edición en papel de El Cultural, de determinados proyectos -desde 30 monedas (Álex de la Iglesia, 2020) a Alguien tiene que morir (Manolo Caro, 2020)- solo obedece a conclusiones analíticas y nada tiene que ver con ‘otros’ tipos de éxito, como el desembarco de la serie dirigida por Álex de la Iglesia en el canal nodriza de HBO o que Veneno figure en un buen puñado de tops anuales de medios extranjeros. Ante ese tipo de hechos irrevocables solo queda felicitarnos, y aquí cabe emplear el plural porque el eco internacional que han obtenido estos títulos señala el buen momento industrial por el que atraviesa la teleficción nacional.
Lo que lamenta quien esto firma es que esa proyección no se corresponda con el surgimiento de obras verdaderamente importantes desde un punto de vista estético y/o narrativo. Para entendernos, ni Patria, ni Veneno, ni Antidisturbios (quitando los episodios 1 y 2) mejoran las prestaciones de series en abierto emitidas este año como El ministerio del tiempo, Malaka (Daniel Corpas & Samuel Pinazo, 2020) o Perdida (Natxo López, 2020) -y a nosotros, los que escribimos de series, nos toca asumir el ninguneo al que sometemos a las ficciones en abierto, cuestión que daría para otro análisis que no cabe en este post.
Sin entrar en el terreno discursivo, no es difícil observar que apenas existen diferencias en la construcción de unas y otras. Como en la mayoría de las producciones de o para Antena 3, los continuos subrayados musicales se repiten en Veneno y Perdida, que comparte con Antidisturbios la fisicidad de su puesta en escena. Está mejor hilvanada toda la trama de corrupción que presenta Malaka que la que desarrollan Sorogoyen e Isabel Peña en su teleficción policial y la arquitectura dramática de El ministerio del tiempo es más sólida que la que presenta Patria, cuyos cambios de punto de vista ayudan a disimular los apenas justificados cambios de actitud de determinados personajes. No es la intención de quien esto firma situar a unas por encima de otras, sino poner de manifiesto que no hay tantas diferencias entre ellas (cuando uno supone que por presupuesto y capacidad de riesgo así debería ser). Y esto nos lleva a los citados estrenos de noviembre y diciembre que, lejos de cambiar esta tendencia, la prolongan.
El guion de El desorden que dejas, la adaptación que Carlos Montero ha hecho de su propia novela, no aguanta una mínima prueba de resistencia. En el momento en el que uno rasca la superficie de unas imágenes pulcras, enamoradas del paisaje gallego, se encuentra con un abismo de inconsistencias difícilmente vadeable. Contada en dos tiempos, el último estreno español de Netflix narra la historia de Raquel (Inma Cuesta) que regresa al ficticio pueblo de Novariz junto a su marido para dar clase en el instituto local. Será la sustituta de Viruca (Bárbara Lennie), una profesora carismática y oscura que terminó suicidándose. Raquel empezará a investigar qué sucedió con su antecesora y Montero y su equipo de guionistas ordenarán las historias en paralelo para contarnos qué pasó con Viruca y cómo Raquel hará frente al misterio que rodeó su muerte.
El cocreador de Élite fabrica un guion en el que todo funciona a conveniencia, de manera que cuando se necesita que un personaje haga acto de aparición para solventar una situación decisiva, aparece: la dueña del bar y su hijo van de caza justo en el momento en el que ‘los malos’ persiguen a Raquel, se cruzan en mitad del bosque y, claro, la salvan (deus ex machina for ever). También podemos hablar de los (imposibles) giros de la trama: si Mauro (Roberto Enríquez) y Viruca han fingido una separación, ¿por qué en la secuencia en la que se acuestan el primero le reprocha a la segunda que le esté utilizando? Los flashbacks están repletos de informaciones que no guardan ningún parecido con la realidad para engañar continuamente al espectador. Más preguntas: ¿Es acaso el Inspector Clouseau el responsable de la Guardia Civil de Novariz, esa que ha sido incapaz de encontrar el móvil de la víctima o el dinero que oculta, cosa que Raquel, una profesora bastante ingenua, logra sin apenas esfuerzo? En un pueblo en el que “se conoce todo el mundo”, ¿por qué hay personajes que parecen no conocerse si incluso les hemos visto compartiendo escenas?
En lo estético, la serie está saturada de verdes y rojos, dos colores que indican una oposición que, en realidad, si uno analiza a las dos protagonistas, no es tal o no es tanta. En el capítulo de referencias implícitas ahí están Twin Peaks (el pueblo como comunidad cerrada custodia de oscuros secretos) y el despendole adolescente de Élite combinado con esa querencia por las citas literarias que ya se observaba en Riverdale (Roberto Aguirre-Sacasa, 2017-?), una teen fiction que le sacaba mucho más partido a los guiños metalingüísticos quizá porque se tomaba mucho menos en serio a sí misma. Es cierto que a Inma Cuesta y a Bárbara Lennie nos las creeríamos incluso protagonizando un remake de Tango y Cash, pero la intensidad con la que se desenvuelve todo el elenco termina resultando cargante (amén de obvia).
Con la versión serial de El Cid (José Velasco & Luís Arranz, 2020) sucede otro tanto. Jaime Lorente repite el registro que ya le vimos en La casa de papel (Álex Pina, 2017-?) y lo que allí tenía sentido -un joven con pocas luces, decoración de polígono industrial con discoteca al fondo, testosterona por las nubes- está fuera de lugar en un period drama como este y choca con las interpretaciones de actores clásicos como Juan Echanove: es como si Chimo Bayo fuera el artista invitado en un concierto de la orquesta sinfónica de RTVE. No entraremos en las irregularidades históricas, pero sí conviene apuntar que, después de haber visto lo que el diseño de producción y la dirección de fotografía de La peste fueron capaces de lograr, aquí se observa un retroceso a los tiempos de Hispania, la leyenda (Ramón Campos, Gema R. Neira, María José Rustarazo & Natxo López, 2010-2012) o a aquel desastre de postproducción que fue El capitán Alatriste (José Manuel Lorenzo, 2015). El Cid es un producto difícil de defender.
Si en la serie creada para Amazon Prime por Velasco y Arranz el presupuesto no luce, en Dime quién soy (José Manuel Lorenzo & Piti Español, 2020), el estreno de diciembre de Movistar +, el dinero se ve en la pantalla. La adaptación de la novela de Julia Navarro necesitaba ser pintona, más que nada porque su protagonista, Amelia Garayoa (Irene Escolar), recorre los escenarios en los que tuvieron lugar los grandes episodios históricos del siglo XX. Los problemas son otros y están, fundamentalmente, en el guion. El primer episodio avanza a trompicones, yuxtaponiendo bloques narrativos que no se engarzan con fluidez, amén de que la decisión de la protagonista que permitirá que la historia se dispare -abandonar a su recién nacido (y su vida acomodada) para escapar con su amante y abrazar el comunismo- cuesta de asumir. Por lo demás, la serie creada por Lorenzo y Español mezcla el romance con el relato de espionaje y cierta didáctica histórica, pero está lejos de mejorar títulos precedentes como El tiempo entre costuras (Susan López Rubio, 2013-2014) o algunas teleficciones made by Bambú –quizá sea ingenuo pensar que las plataformas llegaron para abrir otras vías expresivas o, en el caso de apostar por la telenovela de qualité, darle una vuelta al género.
En Los favoritos de Midas, que Netflix estrenó el 13 de noviembre, la dupla creativa formada por Mateo Gil y Miguel Barros elabora un thriller conspiranoico que fantasea con una élite oculta que controla el sistema político-económico mediante una elaborada estrategia de extorsiones y asesinatos. Una organización criminal que utiliza, de manera sutil, el arte del homicidio para ir engrosando sus filas con la flor y nata de la aristocracia empresarial, tipos como Víctor Genovés (Luis Tosar), director del grupo de comunicación Malvar y propietario del diario El observador nacional. Esta miniserie pretende reflexionar sobre el colapso del sistema capitalista al tiempo que alerta de la pervivencia de un grupo de elegidos que se encarga de sustentarlo en detrimento de la gran mayoría de la población. Sucede que ese afán casi pedagógico por denunciar las injusticias sistémicas es tan evidente, tan repetitivo (¿cuántas veces vemos los noticiarios informando sobre los disturbios? ¿cuántos diálogos explicativos al respecto hay?) que ni siquiera el regreso en plena forma de Willy Toledo consigue que la sensación de dejà vu desaparezca.
En resumen: antes de lanzar las campanas al vuelo, de confundir el éxito de público con la calidad o la respuesta positiva de las audiencias a determinadas temáticas de actualidad con la innovación, es necesario desmenuzar cada propuesta, realizar ejercicios comparativos y ver si, de verdad, la renovación de nuestras series es tan radical como no pocos apuntan, una afirmación maximalista ante la cual no puedo más que discrepar (y aunque ya sé que soy un poco el Grinch, conviene no olvidar que este año ha habido series españolas realmente rompedoras: casi todas ellas han sido comedias, búsquenlas por este blog).