Scorsese, Lebowitz y el reciclaje
En 'Supongamos que Nueva York es una ciudad', la versión extendida del documental 'Public Speaking', el cineasta utiliza la amistad para lanzar preguntas a la escritora para que vaya hilando argumentos a propósito de temas variopintos
“No hay nada nuevo porque la cultura está hundida en la nostalgia” manifestaba, rotunda, Fran Lebowitz en Public Speaking, el documental que Martin Scorsese dedicó en 2010 a la hilarante escritora estadounidense, un vendaval de locuacidad a la que no le tiemblan las cuerdas vocales a la hora de afirmar, por ejemplo, que cree “en la aristocracia natural del talento” o que “sobra democracia en la cultura y falta democracia en la sociedad”. La rotunda sentencia inicial venía acompañada de un corolario no menos punzante: “hay un reciclaje continuo de la cultura de los últimos 30 años que es realmente nocivo”.
El sentido de estas declaraciones se torna reversible cuando nos enfrentamos a Supongamos que Nueva York es una ciudad (2021), la miniserie documental que el tándem Scorsese-Lebowitz acaban de firmar para Netflix, siete episodios que no son más (ni menos) que un Public Speaking adendum, mitad secuela, mitad versión extendida de la película que produjo HBO hace una década. Partir desde la admiración para enfrentarse a las apariciones públicas de alguien que, como Lebowitz, se autodefine como “una persona hipercrítica” contraviene el espíritu mismo del pensamiento de la autora de ‘Metropolitan Life’, así que, parafraseando a Bo Diddley, no juzgaremos el libro por la portada. Porque, ¿acaso Supongamos que Nueva York es una ciudad no es un trabajo de reciclaje más o menos creativo como los que denunciaba Lebowitz en Public Speaking? ¿No es una copia con ligeras variaciones del documental de 2010? ¿No es cierto que el director de Toro salvaje (1980) emplea los mismos recursos -e incluso al mismo equipo técnico encabezado por la directora de fotografía Ellen Kuras- que en aquel título que rodó hace una década y al que, en el episodio sexto, lanza un guiño nostálgico que incide sobre el inexorable paso del tiempo? ¿No se vuelve, pues, la afirmación inicial de Lebowitz a propósito de la cultura contra ella misma?
Tratemos de responder a estas preguntas mediante un breve análisis comparativo. En primer lugar, la estructura y la composición de las dos obras es (casi) idéntica. Existe lo que denominaremos una ‘situación máster’ que consistiría en la entrevista informal que Martin Scorsese, acompañado de un ayudante, le realiza a Fran Lebowitz en un bar (el Waverly Inn en el primer caso y el Players Club en el segundo). Utilizando la amistad que les une como trampolín, el cineasta italoamericano va lanzándole preguntas a la escritora de Morristown para que ella vaya hilando argumentos a propósito de temas variopintos y nos ilumine con su particular manera de ver el mundo (es cierto que Scorsese amplía ligeramente su catálogo de recursos con la inclusión de los paseos de Lebowitz por la maqueta de Nueva York diseñada por Robert Moses para la exposición universal de 1964).
Esa es la situación de partida en ambos casos y, en función de los temas que Lebowitz aborda, se recurrirá al material de archivo para ir complementando la visión que la autora de ‘Social Studies’ tiene del mercantilismo que contamina el mundo del arte o de su animadversión por la tecnología: a través del primoroso trabajo de edición de Damián Rodríguez y David Tedeschi, a sus declaraciones en el encuentro con Scorsese se añaden intervenciones en late shows y en actos públicos (comparecencias en solitario, acompañada por el propio Scorsese o con su amiga y premio Nobel de literatura, Toni Morrison) que conforman una suerte de mosaico temático filtrado por el humor cáustico y gruñón de la que fuera colaboradora de la prestigiosa revista Interview en la década de los 70 cuando contaba con apenas veinte años.
La mayoría de recursos estilísticos y tropos visuales presentes en Public Speaking se repiten en esta miniserie estrenada el pasado 8 de enero: la introducción con Lebowitz llegando al lugar de la entrevista, la activa presencia de Scorsese (más fehaciente en Supongamos que NY es una ciudad), la planificación del encuentro (aunque en la miniserie hay más variedad de escalas y se elimina la toma lateral muy presente en el largometraje), la mostración del artificio, las ácidas respuestas a las preguntas del público en los distintos eventos en los que participa, los insertos de películas documentales o de ficción que dialogan con los ácidos comentarios de la protagonista -bien aportando matices o contexto, bien como apuntes irónicos-, la expresiva utilización de un soundtrack delicioso, el exuberante despliegue de citas culturales (de Picasso a Wilde pasando por Marvin Gaye) o la profusión de elegantes guiños a su propia obra con los que Scorsese trufa sendos documentales. Por ejemplo, en Public Speaking introduce una secuencia de Taxi Driver (1976) cuando Lebowtiz habla del Nueva York de los 70 y de la fascinación que despertaba en ella (¿adivinan qué palabra en forma de neón aparecerá en pantalla?), mientras que en el primer episodio de su nueva miniserie se habla de los New York Dolls y del derrumbamiento del Mercer Arts Center que tuvo lugar el tres de agosto del 73, imagen con la que terminaba el piloto de Vinyl (Terence Winter, Rich Cohen, Mick Jagger & Martin Scorsese, 2016) dirigido por el propio Scorsese.
Llámenlo reciclaje creativo, ejercicio de variaciones temáticas sobre un mismo escenario o patchwork adictivo, pero Supongamos que NY es una ciudad es Public Speaking por entregas, hasta el punto de que: A) se repiten no pocas reflexiones, de la TimesSquarefobia a su desconexión tecnológica pasando por su obsesión con los problemas derivados de tener o no tener una buena tintorería en el barrio. Por cierto, algunas de esas mismas ideas también aparecen en esta magnífica entrevista que publicó Vanity Fair durante la visita de la escritora a España en 2018; B) los motivos visuales también son recurrentes: los paseos de Lebowitz por la ciudad o el plano de ella asomando por el gran reloj de la Grand Central Station. Terminemos esta primera parte con la proposición de un pequeño acuerdo que espero tengan a bien rubricar: Public Speaking no es el trabajo que mayor atractivo reviste de cuantos ha firmado el director de La edad de la inocencia (1993), ni siquiera es su documental dotado de mayor inventiva.
Pensando en círculos (o Laura de Barcelona)
Ahora bien, ¿el único valor de la serie radica en el caudal de opiniones que la vivaz escritora lanza sobre infinidad de cuestiones que no estaban presentes en el documental de diez años atrás? ¿Supongamos que Nueva York es una ciudad vale lo que valen los incisivos, lúcidos, fundamentados y sorprendentes juicios de Lebowitz sobre asuntos tan dispares como el tabaco, la especulación inmobiliaria o su defensa de la experiencia como un acto físico (y no virtual)? Si en lo estrictamente lingüístico Scorsese se limita a fotocopiarse, ¿el único activo realmente valioso de la producción de Netflix lo encontramos en el anecdotario vital de la escritora (la persecución de Charles Mingus) y en sus frases lapidarias (“lo que algunas personas hacen cuando están de vacaciones es lo que antes hacían los prisioneros de guerra”)?
La respuesta es no (un no dicho en voz bajita). Por más que el cineasta italoamericano utilice una plantilla previa y asumiendo que el arrebatador carisma de Lebowitz es motivo suficiente para ver la serie -Scorsese es el primero en arrogarse el papel de fanboy puesto que como él mismo se encarga de evidenciar a través de la puesta en escena su posición es no solo la de director y actor, sino también y sobre todo, la de espectador entregado, tanto que su risa acaba convertida en marca de estilo-; aceptando todo esto, Supongamos que Nueva York es una ciudad explota un aspecto inherente a la personalidad de Lebowitz que en Personal Speaking se intuía como posibilidad y que aquí, merced al formato serial, se convierte en una mina de oro. Nos referimos a la estructura circular que en numerosas ocasiones adoptan las argumentaciones de la escritora radicada en la Gran Manzana, esa clarividencia asociativa para arrancar una conversación perorando sobre un tópico, ir hilvanando reflexiones sobre asuntos que nada tenían que ver con el tema principal y regresar al punto de partida sin que la consistencia de sus razonamientos decaiga.
Es cierto que esa lógica del pensamiento ‘lebowitziano’ ya estaba en el documental (¿cómo no iba a estarlo?) pero lo de verdad interesante es que aquí Scorsese logra trasladarla a la pantalla. Y lo hace a nivel global pero también en cada episodio. El germen de esta idea ya está en el largometraje, pero no se le saca tanto partido como ahora. El filme de 2010 se cerraba con el ‘New York USA’ de Serge Gainsbourg que sonaba al cuarto de hora de película (de hecho, vemos el videoclip) y que ya intentaba transmitir esa sensación de circularidad. En Supongamos que Nueva York es una ciudad, el director de Malas calles (1973) vuelve a utilizar la música como signo de puntuación -en otras ocasiones la emplea como marcador tonal, casi siempre en clave cómica- y abre la serie con una imagen de Cómo casarse con un millonario (Jean Negulesco, 1953) en la que una orquesta interpreta el tema ‘New York’ compuesto por Lionel Newman y Kenneth Lorin Darby, cita a la que recurrirá para clausurar el último episodio (no hace falta decir a estas alturas que la serie es una oda agraviada a la ciudad que nunca duerme, por más paradójica que les parezca la expresión). Esa reverberación alude a esa idea de bucle que ordena el conjunto, de ahí que haya piezas musicales comunes a todos los episodios (el ‘Street Scene’ de Alfred Newman también compuesto para la comedia de Negulesco, o el ‘Finale’ de Nino Rota para La dolce vita de Fellini) que van tejiendo ese tapiz de ecos que termina por devolvernos siempre a los mismos lugares.
Existe, pues, una conceptualización de la obra que remite al término de ouróboros (la serpiente que se muerde su propia cola) y que también afecta al montaje, como se observa muy claramente en el tercer episodio dedicado al ‘Transporte urbano’. Todo arranca con un perspicaz comentario a propósito de los aviones privados para pasar a hablar de los viajes espaciales y los coches sin conductor, con la tecnología como hilo conductor -de manera fugaz se introduce un apunte sobre El lobo de Wall Street (2013), película de Scorsese en la que Lebowitz, emulando a su personaje en la serie Ley y Orden (Dick Wolf, 1990-2010), tiene un pequeño papel de juez. De los supuestos automóviles inteligentes, moviéndonos al ritmo frenético del inicio de Jo, ¡qué noche! (1985), se pasará a los taxis y al cambio en la tipología de los conductores, a la experiencia de la escritora como cab driver, a la cafetería Belmore (y a Taxi Driver) y a esas malditas pantallitas táctiles que ahora adornan la parte trasera de los asientos delanteros y que a Fran tanto le cuesta manipular. Un interludio en forma de intervención del público en un acto en el que intervienen los dos artífices de esta serie nos hará montarnos en otro vehículo: Laura, de Barcelona (sic), le pregunta a Fran Lebowitz cuánto tiempo tardará en cobrar la indemnización que ha solicitado previa demanda judicial después de que un coche de policía la haya atropellado. Tras esta cómica pausa, la autora afincada en Nueva York le atizará al mal estado del metro y a las discutibles intervenciones públicas en las estaciones del subterráneo, a la incompetencia de los conductores de autobús y a los tristes cambios a los que se vieron abocadas las aerolíneas norteamericanas tras la liberalización del mercado.
¿Se acuerdan de la breve mención de El lobo de Wall Street al principio del episodio? Pues al final, Lebowitz relatará una anécdota relacionada con Leonardo DiCaprio, los cigarrillos electrónicos y la posibilidad de fumar en aviones: rima referencial (la película), hilván temático (los medios de transporte) y puntada humorística. Pero esperen un momento, el círculo todavía no se ha cerrado. Devuelvan a su memoria a Laura (sí, la de Barcelona) y acuérdense de su pregunta, una pregunta que escondía una problemática mayor y muy americana: ese apasionamiento por la denuncia compulsiva, por tratar de sacarle rédito a cualquier incidente, desde secar al gato en el microondas a ser atropellada por un coche patrulla. ¿Qué hace Scorsese justo después de que su entrevistada cuente cómo se las ingenia para fumar -electrónicamente- en los baños de un aeroplano? Enchufar una advertencia que señala que Fran Lebowitz y Leonardo DiCaprio no apoyan el uso de cigarrillos electrónicos y que no son responsables en caso de accidentes que puedan ocurrir al usarlos. A eso le llamo yo rizar el rizo.