Tahar Rahim en 'La serpiente'

Tahar Rahim en 'La serpiente'

En plan serie por Enric Albero

Series que deberías estar viendo

Esta semana le damos un repaso a tres interesantes estrenos recientes de otras tantas plataformas a los que merece la pena dedicarles un tiempo: 'Invencible', 'The Minister' y 'La serpiente'

9 abril, 2021 10:12

Una serie de superhéroes que no es lo que en un principio parece. Un Primer Ministro grande como un mundo y con la cabeza llena de pájaros. Y un asesino en serie con el que te tomarías la cerveza que peor te ha sentado en la vida (esa que acaba, justamente, antes de que termines con la cerveza). Esta semana le damos un repaso a tres interesantes estrenos recientes de otras tantas plataformas/canales a los que merece la pena dedicarles un tiempo. 

Invencible (Robert Kirkman, Ryan Ottley & Cory Walker, 2021-?)

Invincible – Official Trailer | Prime Video

La nueva serie animada de Amazon Prime te engolosina justo en ese punto en el que crees estar viendo otra historia más sobre superhéroes. Nos referimos al último acto del primer episodio, el que arranca tras la aparición, por primera vez, del rótulo que da título a la producción (‘Invencible’ en letras amarillas sobre un fondo azul cielo y los créditos de los creadores del cómic original) y que se incrusta en la pantalla después de que Mark Grayson haya completado con éxito su primera misión. Después del intertítulo, veremos los créditos de los artífices de este primer capítulo (guion de Robert Kirkman, Jeff Allen como director supervisor de todos los episodios, Robert Valley como realizador del piloto y Haeyoung Jung como responsable de animación) y, acto seguido, regresaremos a la ficción, a la que todavía le quedan diez minutos de metraje.

Hasta entonces hemos asistido a la descripción de un universo en el que hombres y mujeres con poderes sobrehumanos protegen a hombres y mujeres con hipotecas, trabajos mal pagados e hijos que alimentar, de amenazas muy diversas, desde supervillanos a alienígenas, seres malignos que quieren convertir la Tierra en su patio de recreo o en un erial. También hemos visto una tópica ficción adolescente versión superheroica, la del joven Mark Grayson (Steven Yeun), hijo de Nolan Grayson (J.K. Simmons), otramente conocido como Omni-Man -un Superman con bigote, fisionomía que animará las pesadillas de los fans de Zack Snyder - y de Debbie Grayson (Sandra Oh), mujer humanísima que debe lidiar con el hecho de estar casada con el ser más poderoso del planeta (y con su curro y con sus cosas de casa). Como al Clark Kent de Superman: identidad secreta (Kurt Busiek & Stuart Immonen, 2004), a Mark los poderes se le despiertan tarde, si bien él no necesita ocultar a los suyos que su cuerpo está cambiando, que ya no llegará tarde al instituto porque puede ir volando o que sufrirá las agresiones de los matones de turno con estoica indiferencia, agresiones que, por lo demás, le causan tanto daño como a Aquaman una inundación. 

Aunque pueden trazarse algunos paralelismos con la novela gráfica de Busiek e Immonen, el argumento es menos innovador y carece de sus reversos, marcados por el uso del monólogo interior y las cortantes elipsis entre las partes (¿les he dicho ya que lean Identidad secreta?). Esperen, quizá hayamos ido un poco deprisa. Hasta ese minuto 37, todo parece convencional. Demasiado. Incluso la animación. Una descarada apuesta por la línea clara -secuencias diurnas, casi ni una sombra, todo diáfano- y unos movimientos un tanto bastos para estar hechos en 2021, tanto que por momentos recuerda a viejas series -tan viejas como uno mismo- como C.O.P.S. (Kevin Altieri & Rick Morrison, 1988-1989), como si los creadores quisieran remitirnos a un periodo en el que la frontera entre el bien y el mal estaba tan clara como muestra la primera secuencia de Invencible, una canónica pelea entre Los guardianes de la Tierra -una versión apócrifa de La liga de la justicia- y los gemelos Mauler (Kevin Michael Richardson).

Pero entonces llega ese acto final, aparece el intertítulo de Invencible y justo después de que Mark Grayson haya escogido su nombre de guerra y haya ganado su primera batalla, asistimos a un desopilante giro de guion (se viene spoiler) en el que Omni-Man se pule a todos Los guardianes de la Tierra tras una lucha sin cuartel en la que hay descabezamientos, miembros amputados y más sangre que en el viejo congelador de Eufemiano Fuentes. Esa explosión de violencia contrasta con la limpidez de la propuesta visual, ensucia esa postal idílica en la que los conceptos morales parecían estar claros, enturbia la historia para poner en jaque desde la colorimetría -el rojo impactando sobre lienzos pastel- y desde la trama un statu quo en apariencia sólido, con una integridad a prueba de balas y de rayos cósmicos. 

A partir de ese momento, descubriremos que la maldad anida tanto en el seno de las instituciones legitimadas para establecer el orden -la maquiavélica figura de Cecil Stedman (Walton Goggins)- como en los instrumentos designados para mantenerlo, esto es, los propios superhéroes: ¿qué ha llevado a Omni-Man a eliminar a sus iguales? ¿Qué oscuras intenciones camuflan los apartes protagonizados por Robot (Zachary Quinto), líder de Los nuevos guardianes de la Tierra? 

Alcanzado el ecuador de la serie, Invencible solapa los modos propios de una teen fiction -de un relato de iniciación: el paso de Mark Grayson al mundo adulto que será, a buen seguro, traumático- con una visión embrutecida de lo superheroico, todo ello salpicado de tropos detectivescos (la investigación sobre la masacre de Los guardianes de la Tierra), bien surtido de jocosos chascarrillos y frases lapidarias -un humor que oscila entre el sarcasmo y el cinismo en función del personaje que lo exhiba- y con una buena dosis de descreimiento de filiación metalingüística (con guiños como “este es uno de los aspectos más realistas de ser un superhéroe” o con reflexiones sobre las réplicas ingeniosas tan propias del género). Además de todo esto, la teleserie basada en los cómics que empezaron a ver la luz allá por 2003 lanza planteamientos bastante incomodos. Pongamos por caso a Monster Girl (Grey Griffin), una chica de 24 años que se transforma en un bicharraco con más músculos que una final de culturismo y un carácter tan afable como el de Sauron, transformaciones que, a medida que se van acumulando, hacen que la joven vaya rejuveneciendo, por lo que, pese a su edad, tiene la apariencia de una niña de 14 años, disociación que desemboca en graves conflictos, porque ¿quién mantendrá relaciones sexuales con una púber por más que su mente y sus deseos sean los de una adulta?

Como no puede ser de otra manera, a medida que los episodios avanzan, Invencible se recrudece -por más que sepa conservar y equilibrar el tono cómico con su veta sombría- y el prístino título de la serie va manchándose de sangre en un gesto que remite muy claramente a Watchmen (Alan Moore & Dave Gibbons, 1986-1978), referencia insoslayable a la hora de leer la propuesta de Kirkman. No se la pierdan. (Por cierto, no cometan el sacrilegio de verla doblada, ¿se han fijado en los actores que prestan sus voces a los personajes?).

The Minister (Birkir Blær Ingólfsson, Jónas Margeir Ingólfsson & Björg Magnúsdóttir, 2020)

The Minister tráiler

Tomó prestada la mejor definición de The Minister que he leído hasta el momento (el desposeído reparará en el hurto apenas lea la frase que viene a continuación, así que esta vez los reconocimientos no excederán la esfera de lo privado): una serie que empieza como Borgen (Adam Price, 2010-2013) y termina como Boss (Farhad Safinia, 2011-2012). En síntesis, esa doble comparativa es la más adecuada para describir la miniserie estrenada en España por AMC el pasado 8 de marzo, con su arranque tan similar al de la serie de Adam Price -el líder de un partido minoritario se ve aupado a la presidencia de Islandia tras anunciar que liderará el país si en las elecciones obtiene mayoría y si vota más del 90% de la población- y su paulatina evolución hacia el estudio de comportamientos: desde el trastorno bipolar que afecta al máximo mandatorio (de ahí la referencia obligada a Boss) hasta los taimados procederes de las élites económicas del país, pasando por la ideología pendular del presidente del Althing (parlamento islandés), mano derecha del Primer Ministro y primer aspirante a sucederle, un Grimur (Thor Kristjansson) que se suma a la estirpe de herederos del Iago shakespeariano, un personaje magnífico y odioso.

El peso de la serie recae sobre las anchas espaldas de Benedikt Ríkarðsson (Ólafur Darri Ólafsson), un hombre al que la escala humana se le queda corta y casi exige un sistema métrico propio o, como mínimo, ser medido con las mismas unidades de longitud que se utilizan para delimitar la extensión de una montaña o de una cordillera. Su imponencia no es solo física, también cautivan sus formas extemporáneas, apartadas de los modales consolidados en la retórica política, y su discurso no menos heterodoxo, punto clave de conexión con un electorado que termina volcándose, primero, con su candidatura y, una vez alcanzada la vara de mando, con sus excéntricas actuaciones. La serie no esconde la patología de su protagonista -no hay aquí spoiler que valga-, que se va agravando a medida que la presión del cargo y las intimidaciones externas aumentan. Esa enfermedad, paradójicamente, es aprovechada para poner en solfa los problemas de la Islandia actual. Y es que detrás de las estrafalarias intervenciones del Primer Ministro existe un análisis nada superficial de cuestiones como la separación iglesia/estado, las leyes de inmigración, la pertenencia a la Unión Europea e, incluso, las nuevas formas de comunicación política. Todo ello mientras las élites económicas quieren defenestrarlo desde el momento en el que escapa a su control; confían en que su esposa, Steinunn (Anita Briem), hija de uno de los próceres del país, lo ate en corto, por más que ella se enfrente constantemente a su familia y esté harta de los tejemanejes de su padre, de su hermano y del resto de miembros del partido al que pertenecen. 

The Minister es una serie más compleja de lo que pueda parecer a primera vista, no solo porque aproveche bien los impresionantes paisajes islandeses para ahondar en la soledad y el desamparo de Ríkarðsson, sino porque sus posicionamientos sitúan al espectador en una posición incómoda cuando se descubre compartiendo algunas de las disposiciones que toma un hombre visiblemente inestable, medidas, por lo demás, respaldadas (en la ficción) por sus propios conciudadanos. Poniéndonos cerriles y poco exigentes con en el lenguaje técnico, podríamos preguntarnos que qué demonios nos pasa para estar de acuerdo con los planteamientos de un loco. La respuesta puede que sea que, en realidad, no somos tan diferentes de Benedikt, que entre nuestra cordura y su trastorno apenas hay distancia y que, buena parte de sus ideas no solo son válidas, sino que desmontan las excentricidades del sistema, esas que, al contrario de lo que sucede con el Primer Ministro islandés, nadie cuestiona. Además, The Minister se cierra con uno de los discursos más emocionantes de los últimos años, quizá junto a los de Kendall Roy en Succession: ver a Benedikt Ríkarðsson frente a las cámaras hablando sobre un tema -las enfermedades mentales- del que nadie quiere hablar pone los pelos como estalactitas. 

La serpiente (Toby Finlay & Richard Warlow, 2021)

La Serpiente | Tráiler oficial | Netflix

Está producción de la BBC estrenada por Netflix el pasado 2 de abril tiene un problema: su estructura. La miniserie de 8 episodios que narra las andanzas de Charles Sobhraj (Tahar Rahim), un supuesto comerciante de gemas que, a mediados de los 70, se dedicó a asesinar turistas occidentales en distintos lugares de Asia (principalmente Thailandia, Nepal e India) para utilizar sus pasaportes, moverse con libertad y mejorar los réditos de su negocio. Construida en dos tiempos, La serpiente se sitúa en un presente ocupado por la tenaz investigación que inicia Herman Knippenberg (Billy Howle), un diplomático subalterno de la embajada holandesa en Bangkok, para dar caza al homicida y, desde ahí, se va saltando al pasado para asistir a la ola de crímenes cometidos por Sobhraj, quien tenía montado un sistematizado operativo para capturar viajantes: les drogaba, les retenía en su casa como huéspedes, utilizando falsos pretextos para que le ayudarán a contrabandear su mercancía o, en su defecto, para que le prestaran sus documentos de identidad previo pago con la vida. Mientras la línea temporal situada en el presente respeta la continuidad cronológica, la que nos devuelve a los años anteriores está repleta de saltos. Es decir, a la discontinuidad narrativa que supone la doble temporalidad -ir del presente al pasado constantemente- se suma una ruptura de segundo nivel causada por el desordenamiento en los flashbacks (podemos regresar a seis meses antes y en la siguiente analepsis a cuatro años atrás: es como si los guionistas se hubieran comprado un DeLorean con un condensador de fluzo de última generación). Esto hace que la serie se torne enrevesada, mareante por momentos, y sumamente caprichosa, porque la historia podría haberse contado en el orden natural en el que suceden las cosas (hacia delante) sin menoscabo para los efectos que pretende conseguir. Principalmente, porque la portentosa actuación de Tahar Rahim puede incluso con los defectos que aquejan a La serpiente. El actor francés se mueve en un registro aparentemente neutro, su cara es una máscara que irá tomando la forma más conveniente en función del escenario en el que haya que moverse. Bajo ese rictus impertérrito se esconde una mirada torva, mortal. Su interpretación está en total consonancia con la construcción del personaje, un hijo de inmigrantes (vietnamita ella, hindú él), criado en París, ciudad de la que nunca se sintió parte y de la que se marchó porque, con su color de piel, no iba a lograr la vida que deseaba. Alguien que, por voluntad y por necesidad, hizo de la adaptación a cualquier entorno, por hostil que fuera, su modus vivendi. En realidad, más que una serpiente es un camaleón, como camaleónica es la actuación de Rahim. Su trabajo, no ya con los idiomas sino con los acentos, sus mínimos cambios gestuales para pasar de tipo amable a monstruo despiadado, es subyugante. Estamos, en realidad, ante un ser escindido, como señala el plano del espejo en el reencuentro con su madre (episodio 7), alguien al que su propia familia repudia, alguien que ha tenido que dividirse en tantas personalidades como le ha sido posible (un reflejo de un reflejo de un reflejo) para seguir adelante porque su propia identidad no le valía: no es baladí que su última captura se produzca cuando regrese a Nepal utilizando su propio nombre, en un intento de torear de nuevo a las autoridades pero también de corroborar que su sangre esta limpia, que en realidad Charles Sobhraj nunca mató a nadie, que lo hicieron otros (aunque fueran él). 

Cierto es que el motivo de la caza del asesino no aguanta la tensión durante los ocho episodios -la estructura, con tantas idas y venidas, no ayuda- pero la recreación de la época y de las ciudades a las que acudían en tropel los occidentales a la búsqueda de su particular Edén hippie (ese turismo imperialista: “solo viajan para adquirir”, afirma Sobhraj), el logrado diseño de producción (no así el exagerado trabajo del departamento de peluquería y maquillaje) y, sobre todo, el alto nivel de los intérpretes -mención especial para Jenna Coleman, partenaire fatale del serial killer, Eros y Tánatos bajo los párpados- consiguen que el show caiga de pie. 

@EnricAlbero

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