Que Julian Fellowes es un escritor dotado para orquestar un culebrón chic no se le escapa a nadie; que Belgravia desprende el aroma de una colonia cara pero asequible y no el de un prohibitivo perfume, tampoco. En esta adaptación de la novela que publicó en 2016, el actor, escritor, productor y director británico echa mano de un repertorio de recursos narrativos que ya había empleado, con su impecable savoir faire habitual, en las 6 temporadas de Downton Abbey (2010-2015). Nos referimos a la conexión entre el hecho histórico y la desgracia familiar, a las viciadas relaciones entre criados y señores, a la sucesión de intrigas cruzadas entre las casas implicadas o a la emersión de secretos procedentes del pasado.
Si en el gran éxito de la ITV el hundimiento del Titanic dejaba sin heredero a los condes de Grantham, ahora será la batalla de Waterloo la que prive de sucesor a Lord y Lady Brockenhurst. El retroceso de la época eduardiana a la de la Reina Victoria apenas supone modificación alguna con respecto al tratamiento de la historia. La novedad más patente viene dada por la elipsis que abre en dos el primero de los seis episodios y que suprime el cuarto de siglo que separa una suerte de extenso prólogo -ambientado en los días previos a la contienda en tierras belgas que supuso el fin de Napoleón- del arranque de un relato situado en 1841. En esa introducción, Fellowes, bien apoyado por el equipo creativo que levantó Downton Abbey, y el director John Alexander fijan las pautas narrativas y estéticas que regirán esta teleficción estrenada por Movistar + el pasado 7 de mayo.
El ganador de un Óscar por su guion de Gosford Park (Robert Altman, 2001) silencia el conflicto bélico desencadenante del relato y dedica su interés a los enredos aristocráticos aplicando una especie de fuera de campo marca de la casa que, en parte, refleja los privilegios de unas élites habituadas a vivir en una burbuja que los aísla de los problemas de un mundo que no parece ser el suyo (por regla general, de las desgracias solo les llegan sus consecuencias en forma de noticias). El romance interclasista entre el joven vizconde Edmund Bellasis (Jeremy Neumark Jones), único hijo de los condes Peregrin (Tom Wilkinson) y Caroline Bellasis (Harriet Walter), condes de Brockenhurst, y Sophia Trenchard (Emily Reid), hija de un comerciante que ha hecho fortuna como suministrador, entre otros, del mismísimo duque de Wellington, no solo servirá para evidenciar las difícilmente salvables distancias entre la aristocracia y la nueva burguesía británica, sino también para alimentar, tragedia mediante, al resto de la historia.
Todo comienza con el baile que los duques de Richmond ofrecen en Bruselas. Una soirée que es un dechado de elegancia, con esos vistosos colores ocres, los salones rebosantes de luz y los invitados exhibiendo sus titilantes trajes de gala. En esa recepción conoceremos bien a Anne Trenchard (Tamsin Greig), una señora que asume cuál es su lugar en el mundo y que solo ha acudido al evento merced a la intercesión de Edmund, quien en un movimiento entre inconsciente y audaz se presenta oficiosamente en sociedad con su amada, por más que su utópico matrimonio con Sophia contravenga las convenciones sociales y suponga un desagravio para su noble familia. James Trenchard (Philip Glenister), que ha ido escalando en la pirámide social a base de tesón y visión comercial, nos es presentado como un tartamudo en un concurso de deletreo, alguien que a pesar de sus esfuerzos, y al contrario que su esposa, es incapaz de disimular que no sabe comportarse en un ambiente cortesano, un entorno al que desea tener acceso sin importar las contrapartidas y en el que, sin embargo, jamás encajará (basta ver su entrada como socio en el Ateneo, un par de episodios más adelante). Quizá si su hija se casa con Lord Bellasis la llegada a la cumbre sea más sencilla, algo que Mrs. Trenchard desaprueba, puesto que ella, conocedora de las leyes que rigen la conservadora sociedad británica, sabe que el amor no puede con el orden.
John Alexander filma un baile colorista y luminoso, tomando una opción fotográfica que contrastará con las tonalidades grises que la serie adquiere toda vez que Edmund perece en Waterloo. La expresiva coda del prólogo es una secuencia rodada en el interior de un salón amplio sobre el que parece derramarse un velo ceniciento mientras oímos, a lo lejos, el rumor de los cañones. En ese preciso instante llegará la triste noticia y Fellowes nos arrebatará 25 años para lanzarnos a un presente en el que las dos familias convivirán en el pudiente barrio de Belgravia. La fotografía, obra de Dale Elena McReady, prácticamente no abandonará esos tonos apagados hasta la feliz secuencia final.
El creador de Un juego de caballeros (2020) hilvana con habilidad los destinos de las dos familias en una intriga típica de las novelas por entregas (eso es Belgravia, el libro). Los Brockenhurst no tienen hijos, pero el conde cuenta con un hermano que de día ejerce como sacerdote y de noche se juega el dinero de la colecta y el patrimonio familiar a las cartas (un personaje odioso y fascinante). El reverendo, heredero de la fortuna de su hermano, está casado y tiene un hijo, John Bellasis (Adam James), un truhan insidioso que no dudará en mover cielo y tierra, en sobornar a criados o manipular a su amante para averiguar qué secreto común esconden sus tíos y los Trenchard. Su concubina no será otra que Susan Trenchard (Alice Eve), casada con Oliver Trenchard (Richard Eve), una mujer hermosa, insatisfecha y con un instinto de supervivencia que ya querrían para sí los participantes del popular show de Tele 5. El gran secreto que une a las dos familias, y que se revela en el primer episodio mediante unos flashbacks un tanto aparatosos, es que Edmund y Sophia tuvieron un hijo que fue dado en adopción para, sobre todo, proteger la reputación de ella, madre soltera en un tiempo en el que el sexo prematrimonial era poco menos que una abominación.
Así pues, tenemos un nieto, heredero único de la fortuna de los Brockenhurst y, como en todo buen culebrón, también tenemos traiciones, embarazos inesperados, dudosas actas matrimoniales, maledicencias, venta de correspondencia privada, amores tempestuosos y romances prohibidos bien para tratar de impedir que el joven acceda a los dominios del condado que en buena ley le corresponde, bien para allanarle el camino hacia una vida acomodada. Fellowes no cuenta nada que no nos hubiera contado previamente, incluso el diseño de algunos personajes remite claramente a otros vistos en teleficciones previas -el ladino mayordomo Turton (Paul Ritter) recuerda al Thomas Barrow (Robert James-Collier) que servía a los Grantham- pero este cruce entre period drama y soap opera sigue resultando atractivo más allá de su reiterativa formulación (¡si hasta la música de John Lunn suena, por momentos, como la de Downton Abbey!). ¿Por qué? Pues por lo punzante de diálogos como este:
- Me gustan algunos de mis hijos, me llevo relativamente bien con el resto, pero tengo dos que me disgustan profundamente.
- Pero ¿cuántos hijos tiene?
- Catorce.
U otros tan descarnados como el que sigue, entresacado de una conversación entre dos miembros del servicio:
- ¿Tiene todo lo que quiere, señorita Speer?
- Tengo muy poco de lo que quiero, señor Turton, pero esta es la vida para la que nací.
O por frases que valdrían para completar un libro de aforismos, estilo “la miseria favorece la compañía”. O por su puesta en escena, es verdad que poco exigente, pero siempre pulcra, simétrica y ordenada y no exenta de algunos hallazgos, caso del primer encuentro del nieto con sus dos abuelas en el segundo episodio: John Alexander encierra al joven, que desconoce su linaje, entre Mrs. Trenchard y Lady Brockenhurst siempre que los tres aparecen en pantalla, una hábil manera de ligar el destino del heredero al de sus parientes y anónimas benefactoras. O por su impecable diseño de producción, su fastuoso vestuario y el realismo que transmiten las localizaciones (y/o las reconstrucciones).
Ahora bien, si hay algún elemento que desequilibre la balanza de la justicia hacia el lado de la aprobación, ese es, sin ninguna duda, el genio interpretativo de Harriet Walter y Tamsin Greig (a la que le perdonamos, incluso, que su piel no sufra cambios tras 25 años). Sería improcedente hablar solo de las bondades de la labor actoral sin remitir al diseño de esos dos roles, mujeres calculadoras, licenciadas en protocolo y buenos modales, conocedoras del lugar que ocupan en el mapa social y defensoras obstinadas de sus respectivas posiciones: Anne Trenchard le afeará a Caroline Bellasis el comportamiento de su hijo fallecido, al que califica de libertino corruptor de su hija Sophia; Lady Brockenhurst presionará el émbolo que impulse a su nieto y heredero hasta el lugar que le corresponde sin importarle demasiado que la familia materna tenga que renunciar a reconocer públicamente al que también es su descendiente. La distinción con la que la condesa mueve los hilos, la elegancia con la que hace y deshace a su antojo, la sutileza con la que vence la resistencia de sus interlocutores (esa conversación con Mrs. Trenchard en la que le sonsaca el paradero del nieto), todos esos pequeños gestos, coronados por la sobria interpretación de Harriet Walter -cada una de sus hermosas arrugas equivale al conocimiento profundo de un tomo de la Enciclopedia Británica- la convierten en un personaje inolvidable, a la altura de los grandes caracteres labrados por la pluma de Fellowes.
Sería injusto terminar sin prestar atención a un hecho un tanto curioso: que en un mundo gobernado por los hombres sean las mujeres las que, mediante inteligentes ardides y una retórica digna de George Bernard Shaw, acaben logrando sus propósitos: basta ver cómo termina el hombre supuestamente más astuto de la función o cómo Lady Brockenhurst, Anne Trenchard, Lady Maria Grey (Ella Purnell) e incluso Susanne Trenchard alcanzan las metas que se habían fijado, casi siempre doblegando la voluntad de sus esposos para conseguirlo.