La compañía de la gran N roja lanzó, con apenas una semana de diferencia, tres series que figuran entre sus contenidos más vistos. Nos referimos a la cuarta temporada de Élite (18 de junio); Katla (17 de junio), el primer original islandés con el sello de la firma radicada en Los Gatos, y la segunda parte de la entrega inaugural de Lupin (11 de junio). Tómense un Omeprazol y estén atentos a la explicación del menú.
Élite o viva la barra libre
"No pensar tanto y meter más turbo" es una línea de diálogo de la hasta ahora última entrega de Élite (Darío Madrona & Carlos Montero, 2018-?) y bien valdría como eslogan para anunciar la estrategia seguida por sus guionistas a la hora de diseñar esta cuarta temporada. Y es que esta producción de Zeta Studios para Netflix exige no ya la suspensión de la incredulidad, sino su total abolición. ¿Que en el instituto de Las Encinas el nuevo director da todas las clases? Perfecto. ¿Que Omar (Omar Ayuso) y Samuel (Itzan Escamilla) son los dos únicos camareros en todos los bares y en todas las fiestas? Estupendo. ¿Que dos personajes están haciendo algo prohibido/incorrecto y, justo en ese instante, aparece un tercero que lo ve todo? Chachi piruli.
Presentada como una estilizada fantasía que viaja a lomos de la siempre agradecida carrocería de los cuerpos de un escogido puñado de desinhibidos adolescentes, Élite lo fía todo a su lujosa inverosimilitud, a anular el derecho de admisión en la barra libre del deseo para dejar que los menores asuman pulsiones adultas y el espectador se deje arrastrar a un mundo capturado por el fotógrafo de Vogue, hipersexualizado como una cuenta de OnlyFans y sonorizado por el tagger de Spotify, un tipo con los dos oídos siempre atentos a las últimas tendencias. Si Riverdale -el escaparate de otro ultramarinos del furor erótico teenager- maneja referentes literarios (de Capote a Philip K. Dick) o cinéfilos (los títulos de cada episodio), aquí las conexiones se establecen con el mundo de la moda, los influencers y la música pop: “vamos a petarlo en Instagram” como tagline de una serie cuyas imágenes contienen su propio material promocional (que uno de los fichajes de la temporada sea Manu Ríos, influencer con 5,6 millones de seguidores en Instagram antes del estreno -ahora pasa de los 7- señala cuáles son los referentes y los objetivos de la serie).
La realización -lo mismo da que dirija Eduardo Chapero-Jackson que Ginesta Guindal- no puede ser más efectista, la iluminación más colorista y el diseño de producción más Joaquín Torres style. La cámara se mueve de manera inmotivada -esa conversación entre Ander (Arón Piper) y su madre (Elisabet Gelabert) filmada con un travelling circular… ¿por qué?- con la única intención de insuflar dinamismo tiktoker a una narración que acumula situaciones compulsivamente a base de encadenar folletinescos equívocos: toda la temporada se construye a partir de relaciones triangulares -a excepción de la de Cayetana (Georgina Amorós) y Phillippe (Pol Granch)- entre Guzmán (Miguel Bernardeau), Ari (Carla Díaz) y Samuel; entre Rebeka (Claudia Salas), Mencía (Martina Cariddi) y Armando (Andrés Velencoso), o entre Omar, Ander y Patrick (Manu Ríos). Sucede que, mientras en Euphoria, Sam Levinson se servía de los códigos estéticos de Instagram o YouTube para reflexionar sobre cómo se relacionan sus protagonistas, en Élite no existe ningún afán reflexivo a propósito de las formas ni de cómo las redes sociales modifican nuestro comportamiento o nuestra manera de interactuar (hay una reproducción superficial de ese tipo de gramáticas).
La teleficción creada por Carlos Montero y Darío Madrona (sustituido al frente del equipo de guionistas por Jaime Vaca en esta cuarta entrega) es, además, entretenimiento a la importancia: de un lado se abordan asuntos como el consentimiento o el clasismo (privilegios reales incluidos) y de otro, los personajes se lanzan discursos empachados de gravedad sobre la superación -Benjamín (Diego Martín) a Samuel: “puedes salir corriendo, lloriquear y esconderte detrás de una excusa que no tiene nada que ver contigo, como lo de tu hermano, o puedes revolverte y luchar por sacar lo que quieres ser”- o sobre las relaciones paternofiliales (Guzmán a Benjamín y viceversa: “todos tenemos derecho a cagarla. Lo que pasa es que se puede soltar cuerda cuando los hijos responden. ¿Y si no es así? ¿De qué sirve? La cuerda que les das es con la que al final se ahorcan”).
Si en Élite el sexo siempre se capta de forma oblicua (un abdominal por aquí, una teta por allá, ahora un par de culos, … genitales no, gracias) los mensajes ‘relevantes’ se profieren desde el altavoz de la obviedad: habrá quien defienda que está bien que el mainstream no esté por la sutileza y aborde según qué cuestiones importantes de manera directa, que es una cuestión de visibilidad y de impacto, que ha hecho más Élite por dar carta de naturaleza a las relaciones homosexuales que las películas de Derek Jarman, esas que solo veían cuatro raritos adictos al cine de arte y ensayo. Algunos seguiremos prefiriendo que confíen en nuestra inteligencia y que nos eviten frases como la de “hostia, la tarjeta del hotel” que pronuncia Rebeka, como si tuviéramos inutilizada la capacidad de inferencia y no supiéramos asociar dos hechos que, por otra parte, la realización ya se ha encargado de resaltar hasta en dos ocasiones.
Sigo pensando que Élite -sus olvidables tramas, su iconicidad impostada- solo permanecerá en el recuerdo como cantera de jóvenes actores (Miguel Bernardeau, Claudia Salas, Martina Cariddi) y que su interés queda circunscrito al ámbito de disciplinas como los estudios culturales o las teorías de la recepción. Por cierto, tampoco pasa nada por reconocer que te gusta el soft porn (incluso hasta el empacho).
Lupin: el mal ladrón
Superar el segundo episodio de las aventuras de la versión remozada de Arsène Lupin exige la fe del converso y, a estas alturas, uno ya ni tiene fe ni ganas de entregarle su alma a una nueva religión por más que, como el señor de Carglass, te prometa la luna.
Tampoco faltará quien recurra al farol racial con tal de ganarse la baza del ‘obligado’ visionado, como si los temas justificaran cualquier aproximación, por chapucera que esta pueda llegar a ser (y la de Lupin lo es). Al contrario que Groucho Marx, George Kay sí ha conseguido un comité de niños de cuatro años que supervisen sus guiones y les den el visto bueno. Solo así se entiende que Assane (Omar Sy) ponga como excusa para no poder atender una llamada telefónica que está conduciendo y que su disculpa llegue a través de un mensaje de texto: la cosa solo hubiera mejorado añadiendo a la explicación que en la otra mano sostenía una lata de cerveza.
Tampoco cuela que seas el ladrón más buscado de Francia y que, para ocultarte a los ojos de todo el mundo, le compres tu indumentaria al mismo vendedor ambulante al que se la adquiría Omar Shariff en Top Secret (Zucker & Abrahams & Zucker, 1984): souvenirs, artículos de coña. Basta un bigote postizo y una dentadura de pega para que nadie te reconozca ¡y eso que la serie empezaba tratando de parecerse a una heist movie sofisticada! También podríamos hablar de su desarrollo formulario, basado en escatimar información a partir de la acumulación de elipsis para luego revelarla a golpe de flashback.
Ya saben de sobra que el tiempo es el que es, así que sean consecuentes.
Katla: cuando un volcán en erupción no es la principal catástrofe
El primer original islandés para Netflix lo acaba uno más por curiosidad que por verdadero interés. La premisa es intrigante: la erupción de un volcán subglacial envuelve en una perpetua lluvia de ceniza la pequeña localidad de Vik. La zona está acordonada y en su interior apenas residen miembros de las distintas autoridades y los geólogos que investigan los hechos. La atmósfera es grisácea y polvorienta, el aire irrespirable y la vida difícil. Solo que Katla (Baltasar Kormákur & Sigurjón Kjartansson, 2021-?) no va de catástrofes ni es una fábula apocalíptica. De hecho, la acción arranca cuando aparece una mujer desnuda cubierta de cenizas que resulta ser una turista sueca que pasó por la zona dos décadas atrás. No será la única que retorne. Estamos ante una actualización de Les revenants (Fabrice Gobert, 2012-2015), solo que aquí regresan vivos y muertos, gentes que dejaron el lugar por diferentes circunstancias y en épocas distintas (es decir, se juega con el tema del doble y con los fantasmas). En esta teleficción creada por Kormákur y Kjartansson el folk horror se entreteje con la ciencia-ficción y el thriller con el drama familiar.
Es, además, una serie con un deje macabro: esos planos tomados sobre los ojos de los animales moribundos que reflejan a seres humanos despiadados, o esos otros capturados desde el interior del agujero causado por una traqueotomía (un plano de punto de vista … ¡del interior de una garganta!). Esas imágenes están en consonancia con ese villorrio que hiede a hoguera apagada con orín en el que las relaciones son enfermizas -el policía con su esposa inválida, el geólogo con su hijo psicópata- y la incomunicación entre sus habitantes manifiesta. Sin embargo, al margen de su irrespirable atmósfera, Katla es una serie innecesariamente alargada (¿por qué los suplantadores se nos presentan con cuentagotas y, en el episodio final, parece que vaya a despertar un ejército de doppelgangers?) en la que los personajes tardan demasiado en plantearse las preguntas pertinentes y en buscar soluciones a tan inexplicables fenómenos. Los guiones son, además, reiterativos hasta el sonrojo: vemos a Asa (Íris Tanja Flygenring) leer su esquela en el periódico y, acto seguido, a un personaje presente en la secuencia espetar "está leyendo su propio obituario".
A pesar de encontrarnos en un entorno devastado por la erupción volcánica, a la realización solo le falta incluir la marca de agua del Ministerio de Turismo islandés cuando, en mitad de no pocas secuencias, se introduce un plano general para mostrar la belleza paisajística de la pequeña isla nórdica. Si uno aguanta sus ocho episodios es porque quiere entender las distintas lógicas que motivan las diferencias conductuales de los llamados suplantadores -afirma la leyenda que la llegada de esos regresados está unida a los devastadores estornudos del cráter- y porque quiere saber qué es lo que ha provocado su vuelta. Más allá de esas cuestiones, Katla no profundiza ni en el peso que los mitos tienen en una sociedad hermética (ni en el uso de la religión católica como herramienta que contrarreste esas creencias paganas) ni termina de explotar su vena sci-fi. Acabarla cuesta más que subir a la cima del volcán. Vaya semanita.