En el último plano de la segunda temporada de Exit, Hermine (Agnes Kittelsen) nos mira a la cara. Y uno no sabe a ciencia cierta qué es lo que esconden sus ojos: ¿nos hace cargar con la culpa de la sociedad que construimos y cuyo fin último parece no ser otro que destruir el mundo? ¿Nos está diciendo que se ha aprendido el manual de instrucciones del neocapitalismo caníbal? ¿O quizá su mirada exprese todo eso a la vez? Una cosa está clara, esa imagen final se queda retumbando en nuestras retinas como el parche de un timbal recién baqueteado, pero ¿por qué?
La segunda entrega de la teleficción noruega creada, coescrita y dirigida por Øystein Karlsen introduce ligeros cambios con respecto a su predecesora. En lo cuantitativo, se queda en 6 episodios (por los 8 de la primera) pero estos son bastante más largos (45 minutos de media por los 30 de los anteriores) y se suprime toda la parte de entrevistas que salía en la 1T (los protagonistas contando su vida a unos reporteros). No es una decisión azarosa, porque esa duración evita que cada parte se circunscriba a un único personaje -como sucedía prácticamente en toda la primera temporada- y así puedan desarrollarse determinados roles secundarios que, hasta ahora, ejercían como elementos decorativos. Y sí, hablamos de las abnegadas, consentidas, frívolas y despreocupadas esposas de esos héroes del ultraliberalismo que son Adam (Simon J. Berger), Henrik (Tobias Santelmann), William (Pål Sverre Hagen) y Jeppe (Jon Øigarden). Solo para refrescar su memoria: recuerden que esta teleserie nace de las entrevistas que Karslen y su equipo mantuvieron con varios jóvenes corredores de bolsa de Oslo.
Esta 2T de la serie estrenada en España por Filmin es la de las rupturas. El estéril Adam se ha separado de Hermine después de que esta se inseminara por vía tradicional utilizando a su amigo Henrik como infalible donante. Henrik, a su vez, está harto de su familia-anunciodeUnitedColorsOfBenetton que ha diseñado junto a Tomine (Sonja Wanda), por lo que contrata los servicios sexuales de Magdalena (Ellen Helinder) para que su esposa los pille en una sesión de gimnasia erótica de esas que lesionan los matrimonios. Jeppe descubre a un espeleólogo genital buscando el grial entre las piernas de su santa, solo que lejos de poner punto final a su contrato nupcial opta por prohibirle al afanoso explorador los deportes de riesgo sancionando su indecorosa conducta a golpe de taco de billar y obliga a su pareja a compartir prácticas amatorias con las que ella no está nada de acuerdo. Y nos queda William, que acaba de volver de un centro de rehabilitación para desintoxicarse de su adicción al alcohol y a las drogas -adicción que le condujo a abrirse una ventana en la mejilla cuando intentaba despejarse la azotea de un escopetazo en un intento por tener vistas privilegiadas del cielo-; un William que regresa y pone a su mujer de patitas en la calle, con la cartera vacía y con menos porvenir que un menú vegano en el Burguer King.
Y ahí es donde empiezan a aflorar las tensiones. En la Noruega que retrata Karlsen, una Noruega de revista de tendencias de lujo, en la que el sol parece lucir para que los tonos pastel de las impecables camisas de los cuatro jinetes del keynesiansimo se vean siempre como recién estrenadas, en esa Noruega hecha para Forbes, campa a sus anchas un 0,2 por ciento de la población que marcha ondeando la bandera de la amoralidad, que lee a Maquiavelo antes de dormir y que está dispuesta a pulirse la vida hasta dejarla como una plancha de mármol. Esta nueva entrega de Exit es mucho más didáctica que la anterior. Se nos explica, a partir del caso de la firma Salma King (sí, exportan salmón), cómo funciona el mundo bursátil, cómo se altera la economía traficando con información privilegiada, cómo se ganan muchos millones en pocos minutos y cómo se desvía el cash de esas operaciones a paraísos fiscales (ahí, como no podía ser de otro modo, aparece nuestra España, purgatorio monetario en el que las grandes fortunas deben esperar en su camino hacia al cielo libre de impuestos de Gibraltar). No me olvido de las tensiones. Mientras Adam, Henrik, William y Jeppe se dedican a amasar otro fortunón, a consumir cocaína como si fuera oxígeno, a testar nuevas drogas para convencerse de que todavía les queda vida que quemar y posibilidades que agotar, a fornicar indiscriminadamente y, en resumen, a conducirse desde la compulsión egoísta, las personas que les rodean sufren las consecuencias.
Esa manera de comportarse les lleva a considerar al resto de sus congéneres -esposas, hijos, vecinos, … A cualquiera que no sean ellos mismos- como meros activos, como objetos mercantiles de los que uno se puede desprender (o puede volver a adquirir) cuando quiera, simplemente porque puede permitírselo. Sucede que las personas no son objetos inanimados a los que les da lo mismo que los abandonen, les provoquen un aborto o les agredan verbalmente. Y, en ocasiones, responden. Las esposas de estos herederos de Gordon Gekko tratan de alcanzar una independencia económica que no sabían que necesitaban hasta que se quedaron solas. Y lo harán aplicando las mismas reglas que sus exesposos les han hecho aprender: el chantaje, la extorsión y el cohecho. Valga Hermine -el rol femenino con más peso- como ejemplo de todas sus compañeras. Primero se aliará con el bróker rival de Adam para filtrarle información y, al mismo tiempo, sacarse unos milloncejos que la saquen de pobre y, para rematar la faena y viendo que su ex no va a dejarla ni a sol ni a sombra porque, como si fuera un yate o un Jaguar, le pertenece, finge una brutal agresión para acusarlo de malos tratos (una mascarada que resulta verosímil porque, efectivamente, su marido la maltrata de mil y una maneras distintas, aunque ya no compartan techo… Antes, por supuesto, también lo hacía). Además, en un ejercicio de sororidad cabrona, Hermine será adiestrada por otra mujer, Louise Meller-Sacht, interpretada por la magnífica Sofia Helin: su relación figura entre lo mejor de la temporada, sobre todo porque nos muestra cómo se manejan las mujeres en un mundo de hombres y cómo, al final, la lógica capitalista termina por imponerse a los roles de género.
Por todo eso, la última mirada de Hermine resulta tan sobrecogedora, porque nos hace interrogarnos sobre si de verdad queremos ser como esa gente. Y ‘ojocuidao’ porque la pregunta tiene más miga de lo que parece. Y la tiene porque muchos no darían un no rotundo por respuesta. Porque, ¿a quién no le gustaría tener un grifo de Krug en su cocina? ¿O conducir un Aston Martin los lunes, un Porsche los martes, un Maseratti los miércoles, un Bentley los jueves y un seiscientos los viernes? ¿O ver una casa en televisión y poder comprártela al momento? La mirada de Hermine y la serie en sí, tienen ese punto de ambigüedad que nos sitúa frente a un dilema no poco peliagudo: ¿estaríamos dispuestos a pisar a cualquier competidor, a traicionar a nuestros allegados, a vender a nuestras madres (cobrándole los portes al comprador) para vivir como la panda de semidioses de Exit? ¿Cuánta peña de la que vio El lobo de Wall Street no quería ser como Jordan Belfort?
La puesta en escena de Karlsen apela a la fascinación que suscita ese mundo (los encuadres estilizados, el gusto arquitectónico, el uso molón del soundtrack… recursos en ocasiones demasiado machacones), pero no evita poblarlo de fantasmas, no omite el contrapunto de la soledad, la locura y la pulsión de muerte que rodea a ese póker de milmillonarios descerebrados. No en vano termina con Adam en una comisaría, con William -tras protagonizar una versión alucinada de El cazador (Michael Cimino, 1978)- probablemente acertando en su segunda tentativa de su suicidio, con Henrik sabiendo que ha encargado un nuevo anuncio de Benetton y con Jeppe dando rienda suelta a sus pulsiones homicidas en un ‘club de la lucha’ noruego. Es decir, el realizador escandinavo no se olvida de mostrar el lado sociópata de esos supuestos triunfadores, de esos tipos que defienden que “la avaricia es buena”, “que los impuestos son antinaturales” o que “el dinero solo mejora la persona que eres”. Gente que, como Henrik, impugna aquella máxima de Jefferson de que decía que todos los hombres nacemos iguales, tiburones de las finanzas defensores del darwinismo social, de la ley de la selva, de que no hay mayor legado que pegarle fuego a la vida sin importar lo que quede (ya se arreglarán los que vengan detrás).
Resulta interesante, además, ver cómo Karlsen y sus coguionistas Lars Gautneb y Petter Testmann-Koch proporcionan a sus protagonistas desvíos hacía la redención que nunca cogen: Jeppe intentando reconciliar a sus padres y reconociéndose en la figura ausente, pero a la vez dominante de su progenitor; Henrik y su relación con Magdalena (reformulación cínica de Pretty Woman) o William y su corto periplo por la vida sana, el yoga y los batidos naturales. Todas las salidas les serán vedadas, pues su naturaleza de animales capitalistas les conduce al camino de la destrucción por las autopistas del exceso.