Ana Tramel. El juego (Roberto Santiago, 2021 / RTVE) 

Ana Tramel, El juego | Tráiler | RTVE Play

Como Televisión Española no es la BBC -y pedirle riesgo a estas alturas sería como clamar en el desierto- nos conformamos con la solvencia de una propuesta como Ana Tramel, basada en la novela homónima del propio creador de la serie y adaptada en colaboración con Ángela Armero. Una protagonista bien construida (y bien presentada: se acuesta con un desconocido, se levanta con una resaca del tamaño de Groenlandia y ha perdido su documentación ergo está perdida). Un tema interesante: el mundo del juego, las consecuencias de la ludopatía y el artero modo en el que operan los muy legales casinos y casas de apuestas de este país; todo ello desarrollado con un didacticismo que entendemos útil para aquellos poco versados en las singularidades de ese mundillo (servicio público). Cliffhangers bien colocados: el suicidio (1.01), la paliza (1.02), la revelación de Friman (1.04), la secuencia de la bañera (1.05) y el ‘girito’ final (1.06). Un reparto engrasado con Maribel Verdú a la cabeza, bien secundada por Natalia Verbeke, Israel Elejalde, Luis Bermejo, Joaquín Climent, Víctor Clavijo o Pau Durà. Y una realización puramente ilustrativa, sin mayor preocupación que la de seguir lo que acontece, esto es, un thriller judicial en el que una abogada penalista adicta al alcohol y a los tranquilizantes que lleva años sin pisar la corte se ve obligada a sentarse frente a un tribunal para defender a su hermano Alejandro (Unax Ugalde), acusado de haber asesinado al dueño de un conocido casino.

No obstante, en su devenir, el guion de Ana Tramel contiene algunas decisiones un tanto endebles. La relación que la abogada mantiene con Friman (Juanma Cifuentes) resulta, en determinados pasajes, difícil de justificar cuando no excesivamente forzada. Piensen en la visita al casino del tercer episodio: Ana queda con Friman, alguien que la ha amenazado, para verse con un testigo que no aparece en un lugar en el que no es bienvenida… lógico, lógico, no es. Tampoco parece de recibo que la letrada desconozca el nombre de la juez que instruirá el caso (Ana se había acostado con el marido de la magistrada), o el hecho de que la propia abogada, por muy desnortada que esté, acumule tantas negligencias profesionales durante el proceso. Los flashbacks que, inicialmente, parecen tratar de arrojar cierta luz sobre la relación entre Ana y su hermano se tornan mecánicos y frenan el discurrir de la trama, por más que en última instancia sirvan para aclarar las pulsiones de la protagonista. Con todo, la nueva serie de Televisión Española logra mantener el interés hasta el final, seguramente gracias a esa última jugada que Ana Tramel logra ejecutar sobre la bocina y cuya resolución mantiene en vilo al espectador. 

Jaguar 1T (Ramón Campos & Gema R. Neira, 2021 / Netflix)

JAGUAR | Tráiler oficial | Netflix España

Resistirse a la comparación entre la última creación de Bambú y Hunters (David Weil, 2021) es prácticamente imposible. No solo porque las dos aborden la misma temática –la formación de un grupo de cazadores de nazis y sus diferentes misiones- sino porque ambas quedan hermanadas por la estética pulp a la que apelan. De poco vale recurrir al calendario como justificación, señalando que los dos proyectos empezaron a fraguarse casi de manera simultánea, pues cuando Jaguar vio la luz, la serie protagonizada por Al Pacino ya llevaba siete meses alojada en Amazon Prime Video y hay similitudes un tanto llamativas. Pero los problemas de esta primera temporada de la teleficción de Netflix son otros, por más que los estándares de producción -e intuimos que también los presupuestarios- sean muy inferiores a los que luce la creación de David Weil. Los mayores desajustes de Jaguar se encuentran en su guion -sobre todo a partir del cuarto episodio- y eso que esta vez, la compañía comandada por Ramón Campos, Gema R. Neira y Teresa Fernández-Valdés no ha optado por dejar de lado el contexto histórico, algo habitual en sus dramas ambientados durante el franquismo. Aquí estamos en la España de los 60, con el Generalísimo dominando el país con puño de hierro y permitiendo que algunos exoficiales de la SS lo utilicen como parada intermedia en su camino a un exilio seguro, preferentemente en Sudamérica, lo más lejos posible de las garras de la justicia internacional. 

Un comando secreto formado por Lucena (Iván Marcos), Marsé (Francesc Garrido), Castro (Óscar Casas) y Sordo (Adrián Lastra) y dirigido por Ramos (María de Medeiros) -todos ellos víctimas en distinto grado de las atrocidades ordenadas por Hitler- trata de capturar a los altos mandos del ejército alemán ahora en fuga. A este grupo se unirá Isabel Garrido (Blanca Suárez), interna en Mauthausen, quien quiere eliminar por su cuenta al que fuera uno de sus captores, Otto Bachman (Stefan Weinert), residente en Madrid. Los destinos de unos y otra se unirán en la búsqueda de un objetivo mayor, Aribert Heim (Jochen Horst), de paso por España en su viaje a lugares menos comprometidos. Si hasta la aparición de este oficial de alto rango la serie viaja montada en el autobús de la corrección, aunque no falten los giros bruscos sin señalizar -Sordo adivinando por qué puerta saldrá el perseguidor de Castro y atropellándolo para así salvar a su compañero o esos flashbacks de los campos de concentración cargados de subrayados-, a partir del cuarto episodio el conductor pisa el acelerador y enfila cualquier atajo que se le presente. El catálogo de infracciones del 1.04 es largo: desde la absurda idea de colarse en la casa en la que supuestamente se aloja Heim para sacarle unas fotos que (vaya sorpresa) luego no servirán porque se han de tomar desde larga distancia, hasta ese cliffhanger final con la lancha estrellándose contra el barco en el que huyen los nazis (la elipsis que sucede al incidente, que se utiliza para hacernos creer que a nadie le ha pasado nada, es de primero de Magia Borrás). Todo lo que vendrá después es una mezcla entre MacGyver y el El Equipo A, con soluciones inverosímiles (la camilla bomba), un asedio en un hospital por el que nuestros héroes se mueven como si estuvieran en un resort con todo incluido (Franco tenía a su ejército muy mal instruido) y una capacidad de resistencia a la muerte que hace de este comando un digno heredero de la sabiduría militar de Hannibal Smith (George Peppard) y los suyos. 

La Fortuna (Alejandro Amenábar, 2021 / Movistar +)

La Fortuna – Tráiler oficial | Movistar +

El Tesoro del Cisne Negro, el cómic de Paco Roca y Guillermo Corral en el que se basa La Fortuna, tenía un problema de base: la trama se resolvía por una oportuna casualidad, seguramente extraída de los hechos reales sobre los que se fundamenta esta ficción (y de los que Corral fue testigo directo) y que no son otros que aquellos en los que se vieron envueltos la empresa de exploraciones marinas Odissey y el Gobierno de España a propósito del hallazgo de la fragata Nuestra Señora de las Mercedes, hundida frente a las costas del Algarve en 1804 con un botín estimado de medio millón de monedas de oro y plata. 

Como este análisis no pretende dar cuenta de la realidad y sí de una ficción que debería regirse por las leyes de la causalidad y la coherencia interna, diremos que la adaptación que el propio Amenábar y Alejandro Hernández hacen de la novela gráfica tenía la posibilidad -y casi la obligación- de enmendar aquel borrón del original. Poco importa que los hechos se dieran de esa manera, que el joven diplomático que aquí responde al nombre de Álex Ventura (Álvaro Mel) fuera a comer solo en el día de su cumpleaños precisamente al mismo restaurante -y a la misma hora- que el senador que iba a ser sobornado por una compañía de seguridad militar que colaboraba con la empresa cazatesoros, coincidencia crucial para que el caso se resolviera en favor del gobierno español, quien gracias a esa afortunada y solitaria celebración de aniversario pudo frenar un proyecto de ley en el senado norteamericano que hubiera dado al traste con sus opciones para repatriar el botín. Todo ese bloque resulta artificioso e inverosímil y, por muy ‘verdadero’ que fuese, en una ficción atufa a as bajo la manga, a truco de viejo tahúr (no olvidemos, tampoco, que Ventura conoce al máximo responsable de la empresa de seguridad gracias al chivatazo de un amigo… un personaje al que veremos en una secuencia y que no tiene peso ninguno en el relato, de ahí que la sensación de que todo esté escrito a favor de obra no nos abandone jamás). 

Pero esta resolución tan conveniente no es el mayor de los obstáculos con que tropieza La Fortuna, miniserie de una exasperante funcionalidad en lo formal y con un acabado tan limpio que la flota española que cruzó el Atlántico en los primeros años del siglo XIX parece recién salida de un catálogo de maquetas navales (la factura técnica es impecable, pero su utilización es discutible). Las postales con las que Amenábar confunde los dibujos de línea clara de Paco Roca -el tratamiento del color del cómic ya demuestra una clara superioridad sobre la adaptación serial- son pequeños tachones si se tiene en cuenta lo comprometido de algunas de las situaciones que se plantean: la expedición encargada de sacar el tesoro de territorio estadounidense gritando en un bar la estrategia a seguir para evitar una emboscada (1.06), esa oda al funcionariado que equipara a los empleados públicos con Leónidas y su pequeño ejército de espartanos (“¿Qué somos? ¡Funcionarios!”), la inclusión de tópicos que parecen sacados de una agenda de temas a tratar (veganismo, bisexualidad, memoria histórica, las cloacas del Estado, etcétera), el enfático uso de la música o la insistencia en el discurso sobre las dos Españas que Amenábar ya exponía en la muy cuestionable Mientras dure la guerra (2019) y que aquí adquiere el tono de blanda admonición. 

Dado que estamos ante la historia de un rescate, rescatemos las actuaciones de Ana Polvorosa y Manolo Solo y una secuencia situada en el ecuador del piloto, aquella en la que Frank Wild (Stanley Tucci) quiere contratar a Jonas Pierce (Clark Peters) y la cámara se acerca a uno y otro simultáneamente a medida que sus opiniones están más parejas y empieza a alejarse cuando las insalvables diferencias entre ambos vuelven a aparecer, lástima que sea la única excepción dentro de un conjunto plúmbeo, un (supuesto) Tintín de despachos que tiene más de instancia administrativa que de aventura. 

Todo lo otro (Abril Zamora, 2021 / HBO Max)*

Todo lo otro | Trailer | HBO Max

Hay una secuencia que resume el potencial que tenía Todo lo otro, esa en la que se hace referencia, de manera muy breve, a la reasignación de género de Dafne (Abril Zamora). Sin embargo, la guionista, directora y protagonista de la serie, ha preferido marcarse una tragicomedia de enredo en la que todo lo relacionado con su transición se deja de lado (y está en su perfecto derecho, que para eso es la creadora, pero existen pocas dudas de que ahí sigue habiendo una historia por contar). El problema es que nada funciona en Todo lo otro. El tono vodevilesco de la trama queda anulado por la desganada voz en off de Alberto Casado, cuyo registro irónico funciona a las mil maravillas en una propuesta como Pantomima Full pero que aquí es como invitar a un saboteador a un crucero por el triángulo de la Bermudas. Además, por muy jocosa que se quiera, la voice over repite continuamente todo lo que estamos viendo: la serie es insidiosamente sobrexplicativa; valga como ejemplo el piloto, en el que se nos cuentan por duplicado -en dos secuencias casi consecutivas- los motivos por los que Manuel (Raúl Mérida) ha abandonado a Dafne. La estructura es caprichosa y poco efectiva: el primer episodio arranca con la secuencia en la que Dafne confiesa que se ha enamorado de su amigo y compañero de piso (en esta serie todo el mundo nos cuenta todo el rato cómo se siente y por qué y, si no lo hace ahí está la voz de Casado para señalarlo) para luego iniciar un largo flashback rememorando cómo se ha llegado a esta situación para terminar en una escena totalmente anticlimática (Dafne consultando una app de citas). Los capítulos 2 y 3 prosiguen en ese pasado previo a la fiesta del inicio en los que siguen repitiéndose esos extraños saltos temporales y espaciales: el episodio 2 termina con Dafne con su ex en el sofá y el 3 empieza con ella haciéndole una mamada a un joven interpretado por Miguel Bernardeau en otra casa; después regresa a su piso y sabemos por los diálogos que es la mañana siguiente (!?). Los conflictos de los personajes se antojan difícilmente asumibles por el espectador, basta con ver que los trabajos precarios que tienen no se corresponden con las casas en las que viven. Las actuaciones tampoco concuerdan con la edad de los protagonistas, mujeres y hombres cerca de la cuarentena que se comportan como quinceañeros cabreados que gritan porque les han troleado en Twitter o han visto a su pareja con otro/a en Instagram y, como jóvenes airados que son, muestran siempre y sin excepción sus inacabables contradicciones, y follan y se drogan en un intento de ser tan cool como las protagonistas de Euphoria (solo que, ¡ay!, con 20 años más). Las conversaciones sobre tomar yogur helado o sobre por qué te comes todas las chuches tampoco ayudan. De hecho, hasta su discurso, al que no le falta ningún cliché, es confuso: Dafne carga contra esos tipos con cuerpos cincelados en Gimnasios Buonarroti (“échate un novio, nunca te he conocido un novio. Esos chicos cachas con los que te enrollas son poco para ti porque están vacíos”) y en la siguiente línea de diálogo suelta un “ay, estás tan guapo con el uniforme” (por no hablar de ese “soy feminista pero me gusta que me desprecien en la cama”). Al final, como ya sucedía con Valeria (María López Castaño, 2020-2021), Todo lo otro es un remedo fallido de Sexo en Nueva York (Darren Star, 1998-2004) -los orgasmos fingidos, las charlas sobre mamadas, la relación mujeres/pornografía, las ETS, etc. – una Sexo en Nueva York despintada de glamur, con una realización desabrida e ¿involuntariamente? frívola.  

*Nota: de la primera producción española para la recién estrenada HBO Max solo hemos tenido acceso a los tres primeros episodios.

Doctor Portuondo (Carlo Padial, 2021 / Filmin)

Doctor Portuondo (ESTRENO EN FILMIN 29/10) - Tráiler (ES) | Filmin

El primer original de Filmin gustará a los que frecuentan con asiduidad el universo de Carlo Padial. A los que, como quien esto firma, mantienen una relación desapasionada con las creaciones del artista catalán, Doctor Portuondo puede que les provoque cierto recelo. Adaptación de la novela homónima del director de la interesante Algo muy gordo (2017), esta teleserie de 6 episodios de poco más de 25 minutos cada uno puede verse como una sucesión de bocetos inconexos de las sesiones de terapia a las que asiste Carlo (un Nacho Sánchez calcado a Padial). Los capítulos funcionan casi de manera individual, esto es, la serie apenas tiene un mínimo arco narrativo -la relación de pareja del protagonista, sus avances o retrocesos durante la terapia- y se dedica a presentar situaciones y/o temas que se resuelven de manera autónoma en el interior de cada bloque (un capítulo para presentar a los personajes episódicos, otro dedicado a la terapia de grupo, uno a un esquizofrénico). La producción se antoja modesta no solo a tenor de los escasos escenarios utilizados (principalmente la consulta y el piso) sino porque sus soluciones visuales son puramente funcionales, supeditadas a la constante voz en off de un protagonista que enumera su inacabable listado de neurosis, sus dificultades para sobrevivir en un entorno marcado por la precariedad (anoten un punto para los diseñadores de producción) o sus graves problemas para socializar. En lo estrictamente formal, lo más interesante lo encontramos en ese plano-referente en el que se observa la butaca del doctor y el diván del paciente colocados formando sendas diagonales (como una suerte de acento circunflejo que no termina de unirse), una disposición que apunta las diferencias entre ambos (no cruzan sus miradas, se dan el cogote, les cuesta entenderse) a pesar de la proximidad que existe entre uno y otro. También destaca la ruptura sentimental entre Carlo y Estela (Olivia Delcán), situada en el segundo episodio, con esa agobiante secuencia en el interior de un restaurante -con planos muy cortos y angulaciones opresivas- que termina con una toma que utiliza uno de los muebles para dibujar una especie de cárcel en la que vive una pareja absolutamente rota (el plano general con el que se da por finiquitada la relación, evidenciando la enorme distancia que existe entre ambos, tampoco conviene pasarlo por alto). Por momentos, también brilla el tratamiento de sonido, que recrea aquellos lugares a los que la cámara no puede llegar (principalmente la Cuba de la que es originario el psicoanalista). 

Por lo demás, Carlo Padial, que sigue escribiendo como si Woody Allen jamás hubiera existido, explora el mundo del psicoanálisis a partir de su propia experiencia manteniéndose fiel a una delicada estrategia: tocar temas profundos intentando ser molón y tratando de huir de la pedantería, como si buscase gustar por igual a los hooligans de Jung y de Freud (incluso de Lacan) y a aquellos que creen que el superyó era un personaje de Dragon Ball (un manera sutil de decir “mirad cuánto sé, pero que no se note, no sea que alguien me insulte”; en el fondo, está haciéndole caso al consejo de su psicoanalista: no intelectualices tanto). Quizá ese ejercicio de funambulismo haga que la serie, coescrita por Carlos De Diego, se torne ambivalente: mientras la arrolladora interpretación de Jorge Perugorría nos impele a encariñarnos de ese Portuondo elocuente, bruto y enfermo de añoranza por la Cuba que el castrismo arruinó (“qué asco la política, en todas partes la misma mierda”), Carlo es un tipo que despierta poca empatía, sus problemas no rebasan la categoría de lo nimio (el conflicto gordo no es otro que la precariedad) y ese continuo regresar a sus dramas cotidianos hacen que Doctor Portuondo entre en una espiral de repetición poco estimulante. Los fans la disfrutarán, otros preferirán releer Tótem y tabú y habrá quienes le den al stop, busquen en el catálogo de Filmin Desmontando a Harry y le den al play. 

Y esto es todo por hoy. Ahora procedo a exiliarme a un pueblecito en los Urales. Manden postales.