Antes de adentrarnos en el análisis de Pam y Tommy (Robert Siegel, 2022) se impone aclarar algunas cuestiones sobre los condicionantes, siempre autoimpuestos, que inciden en el desarrollo del presente artículo. De esta producción para Hulu que en España acaba de estrenar Disney Plus solo se han podido ver los tres primeros episodios, así que entiendo que, en este caso, sería injusto para usted, querido lector, ofrecerle un examen de la temporada completa. En esta decisión unilateral también median los propios intereses, pues de esta historia accidentada que da cuenta de la difusión del vídeo doméstico en el que la por entonces coprotagonista de Los vigilantes de la playa y el batería de Mötley Crüe practicaban gimnasia erótica, lo más interesante se encuentra en su arranque, sobre todo en los dos primeros episodios. Habrá, tampoco les voy a engañar, un comentario final a propósito de la deriva de la serie, un apunte más propio de una reseña que de una crítica al uso cuyo único objetivo es que se hagan una mínima idea de lo que se encontrarán a lo largo de las próximas semanas.
Empecemos.
En sus dos primeras secuencias, ambas previas a la aparición del rótulo con el título de la serie, Robert Steiner, el hombre a cargo del show, deja bastante claros los fundamentos argumentales de la narración. Todo arranca con la entrevista que Pamela Anderson (Lily James) le concedió a Jay Leno (Adam Ray) con motivo del estreno de Barb Wire (David Hogan, 1995) en la que el presentador, fiel a su estilo sarcástico y misógino, dejó a un lado los compromisos promocionales y le preguntó por la famosa cinta, en aquel momento ya convertida en souvenir para onanistas compulsivos, yonquis del morbo y guionistas de late nights. El corte del programa -dramatizado, como todo en la serie- llega hasta que Leno lanza la siguiente cuestión: “¿Qué se siente al tener este tipo de exposición?”.
Este primer bloque es importante por dos motivos. El primero, porque fija uno de los temas importantes, la exposición pública sin previo consentimiento de la vida íntima de dos personas conocidas a quienes, a causa de su estatus, se les anula su derecho a la privacidad en beneficio de una supuesta libertad de expresión (todo ello vinculado con el nacimiento de Internet, que modifica radicalmente el alcance y el impacto de la difusión de cualquier contenido). El segundo apunte está relacionado con la forma misma de la secuencia, compuesta por un travelling de acercamiento hacia la pantalla de televisión: el recurso y el objeto serán dos de los motivos básicos que nos ayudarán a entender el funcionamiento de Pam y Tommy (y algunos de sus problemas provocados, principalmente, por la reiteración en el uso de determinados tropos visuales).
Tras un fundido a negro observamos el intertítulo ‘One year earlier’ y, de nuevo, un travelling de acercamiento nos llevará hasta el rostro de Rand Gauthier (Seth Rogen). En catalán existe una expresión que nos viene al pelo para interpretar esta secuencia: ‘fotre un clau’ (que en castellano podría traducirse como echar un polvo, muletilla que carece de la connotación que aquí necesitamos). Rand remacha lo que ha de convertirse en una enorme cama situada en una habitación no menos enorme en la planta baja de la enormísima mansión de Tommy Lee (Sebastian Stan) en Malibú. Mientras él clava clavos en el semisótano, arriba el propietario del inmueble y su esposa practican sexo como si jugaran la final del Open de Australia y en cada acometida estuvieran devolviendo una bola imposible a tenor de sus tan tenísticos gemidos. Rand ‘fot un clau’ en sentido literal y arriba ‘foten un clau’ en sentido figurado (y ahí es donde entendemos que lo simbólico siempre es más divertido que lo evidente).
La realización sublima el polvazo apelando a la estampa ebanista, mostrando una penetración más tolerable (ahí están esos primeros planos de los clavos atravesando la madera), en un símil que se aleja de lo sutil para abrazar lo cómico. El tono queda fijado definitivamente en el desenlace de la secuencia, cuando Rand, con la mano dolorida, se dirige a su furgoneta para buscar una crema analgésica que alivie sus molestias, pomada que se encuentra bajo una pila de libros de religión (¿conocen a algún fontanero que lleve el Popol Vuh en su caja de herramientas?).
Estamos ante un teaser de manual. Por un lado, tenemos el sexo, un deporte de élite que no deja espacio para tipos con las prestaciones físicas de Rand. Un sexo que nos es mostrado simbólicamente (guiño, guiño, codazo, codazo) y que hará que al carpintero se le despierte el síndrome del túnel carpiano. Sí, amigas y amigos, hablamos de pajas. Del solitario arte de la masturbación (ese que algunos conductores perenemente imbuidos del espíritu de Michael Douglas en Un día de furia deberían practicar antes de salir de casa: su relax, nuestra seguridad). Rand, luego le buscaremos las cosquillas al personaje, accederá de manera virtual a la intimidad de la pareja que folla (¡qué deslenguado estoy hoy!) en la planta superior, y satisfará sus pulsiones (y las de la mayoría de los compradores del vídeo) interpretando la Novena de Beethoven con zambomba. La secuencia, además, insiste en esas diferencias: arriba, la vida inaccesible; abajo, las diez horas de curro; dentro, un bajo en construcción; fuera, una mansión en la que podrías hasta convivir con tus suegros (y no verlos).
No nos olvidemos de esa clausura del prólogo al ritmo del Praise You de Fatboy Slim. ¿Qué pinta la religión en todo esto? ¿La aparición de esos libros solo sirve para describir al personaje, como un primer apunte sobre sus disparatadas ideas sobre el karma? La presencia de la religión en este prólogo puede leerse desde diversos ángulos. Uno: como el azote moral que hizo de las vidas de Pamela Anderson y Tommy Lee un vía crucis perpetuo. Una moral hipócrita instalada en una sociedad que los condenaba públicamente –en los tabloides, en televisión- mientras, en privado, fundía las teclas del mando a distancia de su reproductor de vídeo dándole al pause y al rewind para ver, una y otra vez, a la pareja dándose gusto.
Dos: asumiendo que toda religión se construye a través de un imaginario, en Pam y Tommy asistimos a la génesis de una nueva manera de consumir imágenes, una mitología devoradora de ídolos en la que al sacrificio de la intimidad entregamos la ofrenda del share. Cuando la industria supo metabolizar la famosa sextape nacieron los realities.
En 2 minutos y 45 segundos, Robert Steiner y el director Craig Gillespie nos ponen sobre aviso de lo que vendrá a continuación. Dos secuencias que obedecen a dos puntos de vista (Pamela y Rand), los temas a tratar (exposición pública, privacidad, difusión masiva), el tono (eminentemente cómico) e incluso la forma (el travelling de acercamiento como seña de identidad). Dicho esto, ¿por qué (me) resultan tan interesantes los dos primeros episodios? En primer lugar, por la elección del punto de vista. El capítulo inicial rompe con todas las expectativas que uno pudiera haber elucubrado desde el momento en que el protagonismo de la historia recae en Rand Gauthier (y lo es hasta el punto de que Pamela Anderson apenas tiene tres brevísimas apariciones en este Drilling and Pounding).
El personaje interpretado por Seth Rogen es un perdedor de manual: de actor porno por accidente a carpintero ahogado por las deudas, niño grande que disimula su apocamiento con furibundas rabietas y medalla de plata en el Gran Premio ‘Marqués de Leguineche’ de manipuladores de manivelas (el oro, por constancia que no por enchufe, es para Luis José… Los que hayan visto La escopeta nacional me entenderán). Con semejante espécimen se antoja juicioso que los creadores se miren en determinadas obras de los hermanos Coen (pienso, sobre todo, en Arizona Baby) para firmar una heist movie chusca allí donde la mayoría esperaba el severo rigor con el que Ryan Murphy trata los hechos reales en su saga American Crime Story.
La trama del episodio se resume en un par de líneas: Tommy Lee despide a Rand después de que este no cumpla con sus caprichosas exigencias y este decida vengarse robándole la caja fuerte en la que se encuentra la cinta de vídeo. Para ilustrar el desencadenante, Gillespie se maneja con vivacidad, como si la energía de un Tommy Lee en permanente estado de alteración le fuera transmitida a la cámara. Ese pulso vibrante recorre una trama jalonada por momentos de humor absurdo (Rand colándose en la casa disfrazado de perro), gags lingüísticos (Lonnie, el otro contratista damnificado, no ayudará a Rand en su cruzada cuando se dé cuenta de que es un cerril integral que trabuca palabras -compensatory con compentory- y encima afirma tener razón) y un soundtrack que siempre aporta matices a las escenas que acompaña (el Closer de Nine Inch Nails suena mientras Rand estudia las rutinas de los residentes en la mansión antes de allanarla y el Movin’ on Up de Primal Scream se escucha cuando abre la caja fuerte y comprueba el botín).
Ahora bien, donde mayor partido se le saca al amplio listado de canciones elegidas es en el segundo episodio, aquel que relata el fulminante romance entre una Pamela Anderson naif y un extrovertido y desvergonzado Tommy Lee. Si la comicidad del capítulo primero ya fija una distancia con respecto a los hechos narrados, la selección musical del segundo insiste en ese alejamiento del naturalismo. Como si un DJ extático se hubiera puesto a los mandos de la mesa de edición, pasamos del Lock Up Your Heart de Connie Francis (Pam y Tom dándolo todo en el barco… si hubieras cerrado tu corazón, esto no pasaría) al You Are The Man de Inez & Charlie Foxx (la presentación de Tommy) y de ahí a un interludio de música funk (los dos se miran por primera vez) para reventar con el Be My Lover de La Bouche que suena en el garito de Los Ángeles en el que se conocen.
La música extradiegética se combina con la diegética, las dos añaden información a cada escena y se introducen a capón, como si al pinchadiscos le hubiera dado un ataque de ansiedad y necesitara que su público escuchase media historia de la música en una sesión. Temas de finales de los 50 y de los 60 combinados con la música del momento (del Nowhere To Run de Martha Reeves & The Vandellas o el That’s My Style de Peggy Lee a los Crystal Waters, o las irrupciones de Iggy Pop o Donovan) acompañan a una puesta en escena desenfrenada (ralentíes, cenitales, colores saturados, distorsiones) que estalla cuando la ‘modernidad’ de la imagen se disocia con la época a la que pertenecen unas canciones que ‘no’ están sonando allí donde están Pamela y Tommy.
Si tenemos en cuenta que aquella tormentosa relación se inició en Cancún y culminó en boda después de cuatro días bebiendo como en los cumpleaños de Richard Harris y Peter O’Toole, consumiendo éxtasis en cantidades suficientes como para viajar a la luna sin levantarse del sofá y durmiendo menos que la niña de Poltergeist, las decisiones visuales asumidas por Gillespie casan a la perfección con aquellos días de vino y drogas, una espiral de disfrute que se traslada a las imágenes para transformar este ‘I Love You, Tommy’ en una comedia gonzo -en la que el ambiente y lo sensorial son mucho más importantes que la narración- cuyo punto álgido se encuentra en ese descacharrante diálogo que Tommy Lee mantiene con su miembro viril a propósito de su enamoramiento.
Más allá de lo desprejuiciado del episodio (veo a los papis que contrataron Disney estudiándose cómo se activa el control parental), lo más interesante es ver cómo se explota a conciencia la condición de voyeur del espectador. Si a lo largo de los ocho capítulos se insiste en la importancia de las pantallas como ventana a la que los simples mortales nos asomamos para curiosear las vidas que no podemos tener (y juzgar severamente a sus detentores), aquí se juega con nuestro deseo por ver (siempre) más. Cuando Pamela y Tommy se desnudan el uno frente al otro antes de iniciar su primer maratón sexual, Gillespie opta por enlazar planos y contraplanos de tomas frontales, de manera que los protagonistas parecen dirigirse al espectador (un modo agresivo de acentuar su condición de mirón).
En el momento en el que Tommy presenta en sociedad a su descomunal… iba a decir pene, pero un sustantivo con dos es, con esa pronunciación semicerrada, no hace justicia a unos genitales que exigen la abundancia fonética de la o y me obligan a recurrir al pollón almodovariano de ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Como iba diciendo, cuando Tom nos da a conocer a su hermano no tan pequeño, Pamela dirige su mirada hacia la zona en cuestión. En el plano siguiente, la cámara trazará una panorámica de arriba abajo replicando el movimiento de los ojos de la actriz hasta mostrarnos un manubrio que más parece un brazo de gitano (menos mal que mi abuela no tiene Disney Plus).
Lo curioso de la toma es que no es un plano subjetivo, puesto que el movimiento no se ajusta al descenso de la mirada de Pamela que ya está fija donde debe cuando la cámara empieza a descender. Gillespie, pues, nos dirige allá donde nuestro morbo quería ir, el mismo morbo que hizo que muchísima gente se agenciara un vídeo robado de un acto privado sin pensárselo dos veces (gente que después le colgó a la actriz el sambenito de guarra quien sabe si por envidia o por trasnochado puritanismo).
El pene protésico que luce un Sebastian Stan que se mira en el Dirk Diggler (Mark Wahlberg) de Boogie Nights (Paul Thomas Anderson, 1997) -Sebastian, no me digas que no es una prótesis, que últimamente los de la masculinidad frágil lo estamos pasando muy mal- es uno de los greatest hits cómicos de un episodio que, tras media hora de jarana fílmica, baja sus revoluciones para ver cómo puede funcionar un matrimonio entre dos personas que no se conocen: ella más de Garry Marshall; él, de Clive Barker.
Cierra este 1.02 con un guiño romántico, con el Getting to know you de El rey y yo (Walter Lang, 1956) como una suerte de crisol en el que se funden al amor que ambos sienten y que puede ayudarles a superar las enormes diferencias que les separan ‘si aprenden a conocerse’, las aspiraciones de Pamela como actriz, el deseo de descendencia y, nuevamente, la mirada distanciada vertebrada por esa paródica imitación del número musical protagonizado por Deborah Kerr. El capítulo termina con un plano de la televisión en la que ven la película y de la videocámara doméstica que han puesto en marcha para grabarse haciendo el ganso, una composición que aúna los dos dispositivos que les traerán por la calle de la amargura, imagen sintética que funde tres de los conceptos clave de Pam y Tommy: privacidad, registro y difusión/exposición.
El poderío contenido en el arranque del show va disipándose a medida que avanza (la serie pierde punch y no termina de profundizar en los temas de índole contextual que aborda). Los cambios tonales, la comicidad por momentos desaforada y el libertinaje visual dan paso a un drama más convencional, con Pamela asumiendo el peso de la narración, con secundarios que terminan por desdibujarse y con un acabado formal que se limita a replicar los golpes de efecto que funcionaron en el inicio en lugar de buscar nuevas vías expresivas. Lorenzo Ayuso explica con claridad la deriva que toma esta producción de Hulu por lo que me parece innecesaria cualquier reiteración. Sería injusto, sin embargo, pasar por alto el excelente, mimético, trabajo que realizan Lily James y Sebastian Stan, como también lo sería no señalar la importancia de contar determinadas historias desde puntos de vista tradicionalmente marginados.
Pam y Tommy restaura, en la medida de lo posible, la imagen de una Pamela Anderson que sufrió un escarnio mayor que el de su compañero por el simple hecho de ser mujer. Una lástima que a esta miniserie le falte la mala baba que sí tenía Yo, Tonya (Craig Gillespie, 2017)