Tokyo Vice (J.T. Rogers, 2022-?) es, por ahora, una promesa incumplida. Si fuera un soldado de la Yakuza es muy probable que no necesitase guantes en invierno. Depositar tu confianza en ella (en la serie) es como ser ministro de interior, encargarle a la T.I.A. que espíe a tus opositores y esperar un resultado que no implique que haya micrófonos ocultos hasta en el cepillo de dientes del presidente de tu gobierno. Y es que, si algo nos han enseñado la Historia, las fábulas de Esopo y los reality shows es que no puede uno fiarse de nadie.
El piloto dirigido por Michael Mann no encuentra continuidad en las realizaciones de Josef Kubota Wladyka, Hikari y Alan Poul. La trama principal se deja a medio resolver, colgada de un precipicio narrativo, para emprender otro viaje argumental con la desaparición como principal motivo (luego entraremos en ello). La primera secuencia, situada en el futuro de una cronología que se desplaza entre los años 1999 y 2001, no encuentra eco en el (atropellado) final de la temporada, más pendiente de abrir conflictos para asegurarse la continuidad que de atar cabos y proporcionar un cierre medianamente consistente (¿se imaginan que HBO Max cancelase el proyecto ahora?).
Escupida esta introducción, que les habrá resbalado si no han visto ni un minuto de la teleficción creada por J.T. Rogers a partir del libro Tokyo Vice: An American Reporter on the Police Beat in Japan de Jake Adelstein, seamos, por una vez y sin que sirva de precedente, sistemáticos.
El argumento. El protagonista es el tipo que escribió el libro, interpretado aquí por el casi siempre pavisoso Ansel Elgort quien, no obstante, se esfuerza por trascender su condición de lechuga iceberg vestida con trajes a medida y le imprime cierto garbo a un personaje tozudo, proactivo y siempre preso de una inquietud nerviosa.
Pero ¿quién es Jack Adelstein? Pues un joven de Misuri que, recién graduado, decide mudarse a Tokyo con la firme intención de trabajar en el diario más importante del país. Logrado su objetivo, su primera noticia consistirá en escribir una pieza breve sobre un hombre que ha aparecido acuchillado en mitad de un puente.
Como buen reportero de sucesos, una ladilla culebreando por las ingles de la profesión, Adelstein empezará a tirar del hilo y, en colaboración con dos policías que son como el ying y el yang —el corrupto Jim Miyamoto (Hideaki Itô) y el íntegro Hiroto Katagiri (Ken Watanabe)—, dará con una trama criminal en la que están implicados aseguradoras, bancos y, ulteriormente, la mafia nipona, que ha logrado rentabilizar los suicidios de sus clientes (es la versión bussiness school de aquello que cantaba Manolo Kabezabolo en Democrazia Basura: "paga, paga, paga, paga tus impuestos / paga, paga, paga hasta después de muerto").
La conexión entre el gacetillero y los detectives se alimenta del intercambio de favores, convirtiéndose Adelstein en una correa de transmisión que entrega y recibe mensajes que viajan de la Yakuza a las fuerzas de seguridad y viceversa. Su entrada en el periódico coincide con la incipiente batalla entre dos clanes, el encabezado por el veterano Ishida (Shun Sugata) y el de los Tozawa, cuyo líder, acechado por una enfermedad con aspiraciones terminales, ansía una expansión territorial antes de guardar sus tatuajes en un ataúd.
En un clima atravesado por el tantō de la tensión, ese reportero que oscila entre el correveidile apresurado y el investigador tenaz que trata de diluir la turbiedad de unos asuntos a los que nadie quiere prestar atención, se verá obligado a moverse los ambientes propios del lumpen, principalmente el club Onyx, frecuentando por miembros de la Yakuza (a la que su propietario paga el diezmo correspondiente para evitar los consabidos problemas de seguridad que empiezan a sucederse de no abonar la tarifa).
Allí conocerá a Samantha (Rachel Keller), otra americana expatriada de oscuro pasado que ejerce como escort sin derecho a roce, desde ese momento vértice de un triángulo más sexual que amoroso que completan el propio Adelstein y Sato (Shô Kasamatsu), recién ordenado miembro del clan Ishida, cliente asiduo del lujoso garito y perdidamente enamorado de la rubia chica de compañía.
Uno le agradece a Tokyo Vice su tempo reposado, que no tenga miedo a extender su minutaje para anudar las relaciones entre los personajes; dos decisiones que, a la postre, nos permiten comprender mejor sus derivas, algunas de ellas difícilmente justificables de no haber dedicado tiempo suficiente a perfilar sus caracteres, a explorar con minuciosidad la arrebatada pasión que se esconde tras el rostro impertérrito de Sato, a mostrar esa humanidad que le despinta su estudiada pose de tipo duro.
Incluso se puede llegar a ver con buenos ojos que el equipo de guionistas formado por Jessica Brickman, Karl Taro Greenfeld, Adam Stein, Naomi Iizuka, Brad Kane y Arthur Phillips, emborronen la imagen de ese héroe blanco, heterosexual y guapetón que encarna Elgort, alguien que está más comprometido con su profesión que con su familia, de la que huye como si fuera el hijo sano de los Sawyer (dejando semiabandonada a su hermana, gravemente enferma, y con la que se comunica a través de las cintas de casette que se envían por correo ordinario).
Uno le agradece a 'Tokyo Vice' su tempo reposado, que no tenga miedo a extenderse para anudar las relaciones entre los personajes
Aun así, esa imagen paternalista del gaijin sabelotodo que se planta en el corazón de Japón para explicarles a los nativos que no están contando bien su país es difícil de disimular, por más que los guionistas decoren la personalidad de Adelstein con pinceladas de chulería absurda, desconocimiento del entorno e irresponsabilidad genealógica.
Si el diseño de personajes se antoja cuidado —Tozawa (Ayumi Tanida) y el resquemor inapagable que supone ser un oyabun con los días contados; Katagiri descrito a través de la relación con sus hijas— la arquitectura dramática parece obra de un aparejador ciclotímico, apasionado del gótico cuando empezó a dibujar la planta del edificio y devoto del barroco cuando terminó los planos.
La arquitectura dramática parece obra de un aparejador ciclotímico, apasionado del gótico cuando empezó a dibujar la planta del edificio y devoto del barroco cuando terminó los planos
Y es que Tokyo Vice abandona la que es su trama principal —recuerden: la monetización del suicidio— sin terminar de cerrarla y se entrega a una nueva investigación, en este caso la repentina desaparición de Polina (Ella Rumpf), compañera de Samantha en el Onyx. De hecho, en los tres últimos episodios la serie inicia un reseteo parcial, manteniendo activas algunas subtramas previas, pero estrenando un argumento totalmente nuevo basado en uno de los motivos clásicos del film (y la literatura) noir.
Desde una óptica estructural, los tres capítulos finales son mucho menos consistentes que los anteriores. En primer lugar, porque siguiendo la estela de la narrativa de timadores, apuestan por un relato plagado de engaños y trampas (del fiasco de la redada antidroga al chulo de Polina estafando a Samantha, pasando por la treta que Katagiri le prepara a Miyamoto) y, en segunda instancia, porque abusa de la casualidad para alcanzar el desenlace deseado— la repentina aparición de un personaje puramente utilitario como Dave Fish (Brady Moore) o el cruce fortuito entre Adelstein y la amante de Tozawa en una atestada discoteca cantan más y peor que Samantha en el Onyx (por cierto, si yo estoy en ese club y oigo su versión del Sweet Child O’ Mine también caigo rendido a sus pies).
Cliffhangers en rebajas. Todo esto nos lleva a la apresurada conclusión de una temporada inaugural que se cierra con la promesa de nuevas aventuras (y que no se mira en aquella secuencia inicial situada en un futuro cercano al que se supone que la serie llegará en la siguiente entrega). El problema está en que, para alcanzar ese destino, J.T. Rogers y su equipo encadenan un plot twist tras otro en los últimos compases del capítulo final que huelen a sesión intensiva de tahúr en prácticas.
Las amenazas de Tozawa a Katagiri y Jake (esta última acompañada de una somanta de palos), el anuncio de recuperación que el oyabun proclama ante su amante a los pies de un avión (justo cuando todos pensábamos que en su biografía la palabra terminal era masculina y nada tenía que ver con los aeropuertos), el atentado navajero contra Sato o la cinta que un remitente anónimo le hace llegar a Jake con (¿he oído deus ex machina?) es como tener una baraja con siete ases.
No importa tanto que la teleficción de HBO se esfuerce por dejarnos boquiabiertos (y se note), sino que para desencajarnos el rostro manosee su propia esencia, pisando el acelerador para depositarnos en tierra de nadie, esperando a ver si viene alguien con un bidón de gasolina y nos da un par de litros de combustible que nos permitan llegar a destino. Si cambiar una trama por otra a mitad de camino ya levantaba sospechas, esos atolondrados minutos finales suponen un desvío rítmico que rompe con la armonía del conjunto.
Michael Mann versus resto del mundo. No debería sorprendernos esa metamorfosis argumental y tonal si atendemos a las notables diferencias de puesta en escena que median entre el capítulo piloto y el resto. El episodio inaugural es puro Michael Mann. El director de Heat (1999) no se ponía detrás de las cámaras desde Blackhat (2015) y su última experiencia televisiva no fue otra que la accidentada Luck (2011), cancelada tras su primera temporada después de que tres caballos murieran durante el rodaje.
Once años después regresa a las filas de una muy cambiada HBO y demuestra no haber perdido ni un ápice de su estilo. Empecemos por la relación entre el protagonista y su entorno. Si por algo se caracteriza la obra del cineasta de Chicago desde su incursión en el cine digital y el uso de las cámaras de alta definición es, precisamente, por explorar el espacio urbano y reflexionar sobre cómo el urbanismo y la arquitectura definen y condicionan la psicología de los personajes.
En el piloto de Tokyo Vice esa relación entre espacio y protagonista viene marcada por la condición de extranjero de Adelstein (el gaijin que no encaja, el tipo al que putean en el curro). Ese ‘estar fuera de lugar’ se resuelve mediante composiciones que contraponen el tamaño del cuerpo de Ansel Elgort con lo reducido de las estancias que ocupa.
Desde el exterior, su piso apenas es un ventanuco situado sobre un pequeño restaurante y, además, un enorme poster situado a la izquierda del plano todavía minimiza más sus dimensiones (fotos 3 y 4). Su diminuta habitación apenas se ajusta a la envergadura del protagonista, lo que aumenta la sensación de encierro y plantea un duelo volumétrico (el cuarto versus el cuerpo) que Mann magnífica utilizando picados, contrapicados y cenitales, tensando al máximo las imágenes (foto 5).
Son decisiones acordes con el estado dramático del periodista que también encuentran eco en el ámbito laboral. Mann emplea escalas cortas, se pega a su protagonista y utiliza un montaje sincopado —que no está reñido con una lectura eficiente de las imágenes— para transmitir esa sensación de hiperactividad tan propia del joven reportero. Además, construye planos cerrados, bien por diseño, bien por desenfoque, que insisten en esa idea del forastero que llega a un lugar al que no pertenece y cuyos habitantes no están dispuestos a darle una cordial bienvenida (foto 8).
Solo hace falta ver la secuencia en la que, durante su primer día de trabajo, Adelstein se presenta junto al resto de sus compañeros al redactor jefe de sucesos. Cuando este repara en que hay un occidental en la sala (el primero en la historia del rotativo), Mann lo filmará de espaldas, en la esquina del plano y desenfocado, mientras su superior lo mira entre sorprendido y mosqueado.
Por más que en la conversación que sigue el director le otorgue el centro del encuadre, veremos que siempre está en la segunda fila y que cuando se pasa a tomas generales (foto 6) ocupa una posición marginal (tal es su condición en el diario: el apestado, el tipo al que el redactor jefe quiere expulsar de la reunión).
Mann ofrece numerosos detalles de este calibre (su trabajo con los primeros planos es primoroso como se ve en la imagen 8): la toma cercanísima del teléfono que recibirá la llamada que le cambiará la vida Adelstein, con el resto del espacio fuera de foco; la presentación de Samantha, que cobra forma a partir de las miradas de Jake y Sato (la primera vez que la vemos no es más que una presencia vaporosa, una voz suave que procede de un cuerpo atomizado por el desenfoque); o la puesta de largo de Sato, con su tatuaje recién hecho, sangrante, y su imagen reflejada en un espejo anunciando esa dualidad (el Yakuza de buen corazón) que la serie explotará después (nótese en la foto 7 que la imagen de Jake no se duplica).
En La reconstrucción de Alejandría, un texto fundamental para entender la obra del director de Collateral (2004), el crítico Álvaro Arroba acuñaba el concepto de “plano trance” para referirse al modo en el que Mann transmite la movilidad en la vida contemporánea, marcada por una errancia en el que las deambulaciones de sus protagonistas se imponen como destino final. ¿Acaso no está Adelstein moviéndose constantemente? ¿No es su falta de pertenencia —y su esfuerzo por encajar— lo que le define?
Aun cuando el piloto se compone mayormente de secuencias rodadas en interiores —y la exploración es distinta a la que Mann práctica en películas como la portentosa Miami Vice (2006)— no renuncia a mostrar la velocidad a la que se mueve el mundo actual (no faltan las menciones a los medios de transporte), algo que, además, se combina con una economía narrativa infrecuente en la ficción serial. El cineasta norteamericano, fiel a su sequedad y a su laconismo, siempre va al grano. En apenas tres minutos describe a Jake, a la ciudad y la relación entre uno y otra.
Jake estudia en el metro, los cuerpos de los viajeros apelotonándose en el vagón, y una niña le mira desde su asiento con los ojos como dos posavasos: este hombre no es de aquí. En la calle, el metro noventa de Elgort es como plantar el Himalaya en mitad de los Monegros: este hombre no es de aquí. Un cenital nos mostrará la bulliciosa cotidianidad tokiota, con Jake confundido con el resto de los transeúntes: ¿puede este hombre llegar a ser de aquí?
En muy poco tiempo, sin apenas diálogos, Michael Mann esboza un retrato con trazo firme y precisión impresionista
Las dos siguientes secuencias —Jake dando clases de inglés para ganarse el pan y practicando artes marciales— muestran sus esfuerzos por integrarse, por pertenecer: ¿logrará este hombre ser de aquí? Un paseo nocturno por la ciudad, los vivos colores de los vestidos de unas veinteañeras relampagueando contra la impersonal indumentaria de Adelstein, y una cena en un yatai mientras sigue estudiando (esos motivos pictóricos tan propios del cine de Mann que remiten a autores como Edward Hopper o Alex Colville).
Una cena surcada de elipsis que reflejan como emplea su tiempo y lo rápido que pasa (de la calma se pasa a la algarabía), que indaga en su carácter, pero también en cómo es observado por los oriundos, y que termina abruptamente para dar paso a una fiesta en una discoteca: ¿podrá este hombre resistir aquí? En muy poco tiempo, sin apenas diálogos, Michael Mann esboza un retrato con trazo firme, describe con precisión impresionista un ambiente y dibuja los nexos que unen a Adelstein con su ciudad adoptiva.
Es más, en los pocos momentos en los que la serie sale a las calles de Tokyo, Mann, pegándose a su estética hiperrealista y a su gusto por las secuencias nocturnas, establece un contraste entre el brillo de los neones y la indumentaria oscura de los personajes (foto 1), un choque cromático que también se traslada a los interiores y que constituye un elemento más de tensión, de divergencia, entre la colorista superficie de la metrópolis y el submundo oscuro en el que irá adentrándose Jake.
Basta con que vean el segundo episodio, dirigido por Josef Kubota Wladyka, e intenten rastrear algunos de los rasgos de estilo acuñados por Mann para que se den cuenta de la enorme distancia que media entre este prodigioso piloto y el resto de Tokyo Vice. Esos bandazos en la puesta en escena se traducirán, más adelante y como ya hemos visto, en desajustes dramatúrgicos y precipitación argumental dentro de una serie que, no obstante, posee alicientes suficientes para su seguimiento, por más que nadie esté preparado para cumplir la oscura promesa hecha por Michael Mann.