Un atraco a un furgón blindado y el doble asesinato en la habitación de un motel de un anciano y una joven, ambos nativos americanos, conforman los resortes argumentales que hacen desfilar el carrete narrativo de Dark Winds, la teleserie creada por Graham Roland (Jack Ryan, Perdidos, Fringe) para AMC estrenada en nuestro país el pasado 21 de julio.
La conexión entre los dos delitos, que inicialmente responden a casos independientes, el primero investigado por una unidad del FBI comandada por el agente Whitover (Noah Emmerich), el segundo por el teniente de la policía tribal Joe Leaphorn (Zahn McClarnon), se produce en la inmensidad de la reserva navaja situada en el estado de Nuevo México.
Basada en las novelas Tony Hillerman, cuyos derechos posee el actor Robert Redford, quien se ha aliado con George R.R. Martin para el lanzamiento de la serie, y situada a principios de la década de los 70, Dark Winds se nos presenta como una ficción policíaca con aliento de wéstern, salpicada de un costumbrismo ligero que apenas trasciende la categoría de apunte circunstancial, folclorista incluso, en su vano intento por describir la idiosincrasia de un pueblo navajo que malvive en una reserva asolada por la depauperación económica y sin apenas recursos para subsistir.
Esa aproximación superficial al modo de vida nativo y la explotación de la árida belleza de los paisajes de Nuevo México apenas logran hacer olvidar un guion que se mueve entre lo artero de su planteamiento y lo desastroso de su ejecución. Pensemos, por ejemplo, en todo el hilo dramático referido al golpe a esa camioneta que custodia una gran cantidad de dinero que, ulteriormente, habrá de servir a los miembros de la Buffalo Society, una organización india que lucha por los derechos de los navajos, para asegurar el futuro de los suyos comprando los terrenos adyacentes a una antigua explotación petrolífera, ahora pretendida por un potentado industrial minero, situada en su territorio.
Tras la vibrante secuencia que abre la serie —un asalto que remite claramente a determinados thrillers de los 70—, los preparativos del robo irán siendo desgranados retrospectivamente y de manera escalonada en cada episodio. Esa disposición de la información tiene como único objetivo proporcionarle sorpresas al espectador, que no necesitará de las investigaciones de los detectives Leaphorn y Jim Chee (Kiowa Gordon) para conocer el desenlace, puesto que la propia narración se encargará de ir desvelando sus claves (la dupla protagonista formada por el teniente veterano y el recién llegado responde a los cánones de las buddy movies más canónicas).
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La mano del showrunner nos saluda en el arranque de cada capítulo, anula gran parte del potencial detectivesco de la historia y, en definitiva, maneja los datos como un ilusionista en fase de prácticas manejaría las cartas. Es, para entendernos, una serie tramposa porque su discontinuidad cronológica solo pretende encadenar giros de guion, porque detrás de esa construcción no hay ningún motivo expresivo ni discursivo que la sustente, solo un interés pirotécnico por ir revelándonos detalles de un robo que, por ejemplo, se nos podrían haber facilitado cuando los detectives averiguan aquello que realmente ha sucedido.
Sin embargo, el mayor problema de esta producción de AMC está en que la cadena de causalidades que deberían llevar a la pareja de policías navajos a resolver el caso (o los casos) es tan débil como el protocolo de seguridad de Prison Break (a las órdenes de Paul Scheuring empezó a trabajar Graham Roland). Los guiones están repletos de encuentros fortuitos (y convenientes), de personajes en posesión de informaciones que de ninguna manera pueden conocer y de secuencias que van de lo absurdo a lo defectuoso (siempre que alguien esté dispuesto a preguntarse por qué las cosas suceden como suceden).
Vayamos con ejemplos. La reserva ocupa un territorio inmenso, lo cual no es óbice para que, en el momento en que el equipo de guionistas necesita que un personaje se encuentre con otro para que la trama avance, los hagan coincidir, casi siempre, en mitad de la carretera. Esta es una mecánica recurrente, pero pondré el caso más sangrante por estar situado en el desenlace de la historia, concretamente en Haiinlni (1.05).
Jim Chee se topa, de buenas a primeras, con un viejo miembro de la tribu al que su no menos vieja pick up ha dejado tirado en mitad de la ruta. Chee la ayudará a refrescar el motor sobrecalentado del vehículo y el anciano le hablará de un concesionario que ofrece una promoción a los navajos que les permite cambiar sus destartalados cacharros por coches nuevos.
Pasaremos por alto que Jim Chee no habla diné hasta ese momento, y entenderemos que, en tanto alguien que oculta a todo el mundo su verdadera identidad (es un agente del FBI infiltrado en la policía tribal) también afirma que no conoce la lengua de sus congéneres (alguna pista se nos podría haber dado anteriormente para que, en este punto, no lo veamos como otro truco entresacado de la nueva edición de Magia Borrás para guionistas).
Más allá de esto, sin la inopinada charla con el viejo indio, Chee no descubriría la trama de blanqueo de dinero que se esconde detrás del concesionario de coches que regenta Devoted Dan (Rainn Wilson) y que, en una secuencia de montaje atropellada y defectuosa, se nos intenta explicar al inicio de este mismo episodio.
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La estrategia no está exenta de astucia: al principio cuentas cómo funciona la limpieza del efectivo robado en el atraco y, después, fuerzas un encuentro que llevará al policía a dar con el concesionario en una secuencia breve en la que no necesitas dar información porque el espectador ya la conoce. En ninguno de los dos casos son los personajes los que nos conducen a la solución del enigma —como debería suceder en una trama policíaca— sino la voluntad de un demiurgo que coloca las piezas a su antojo para que todo cuadre.
Hay un puñado de ejemplos como este casi en cada episodio —Sally (Elva Guerra) viendo al Padre Tso por la ventana de la casa de los Leaphorn en Ke (1.03)— al igual que pasajes difíciles de asumir, desde esa familia de mormones miopes que no ven que un indio de dos metros que les acaba de adelantar de mala manera se ha detenido delante de ellos escopeta en mano (si no hay nadie en la carretera, y te pasa lo que te acaba de pasar, y ves el coche que viene de adelantarte parado a cierta distancia, ¿no es lógico dar marcha atrás?), hasta el improvisado buceador al que Leaphorn y Chee contratan para que busque los restos del helicóptero utilizado en el atraco y al que no parecen echar de menos pese a que no tienen una información crucial para el futuro de sus indagaciones y pese a que pasan días desde que lo dejan solo en el lago (toda la trama del casco con agujero de bala también es para estudiarla).
Así pues, y visto el reguero de contingencias que se derrama por el trazado argumental, no es de extrañar que Dark Winds esté plagada de personajes utilitarios que se mueven entre lo instrumental (el tipo que regenta la tienda de souvenirs) y el cliché.
Aquí, el industrial sin escrúpulos, el vendedor de coches fulero y la bruja malvada se llevan la palma, especialmente está última, que de tan estereotipada se eleva como síntoma de una teleficción que quiere ofrecer una mirada distinta (e incluso de de denuncia) sobre la nación navaja y en muy pocas ocasiones consigue vadear la cerca de alambre de espino que rodea los pastos del lugar común. Huelga decir que toda la trama brujesca está dispuesta a conveniencia, con esa hechicera oscura que actúa cuando más se la necesita y dotada de menos matices que un catálogo de llaves inglesas.
Curiosamente, cuando la serie consigue revertir el tópico no es en aquellas secuencias que reproducen las costumbres tribales (por ejemplo, el ritual del Kinaldaa, asociado a la llegada del periodo y de la madurez femenina, filmado con mirada de touroperador, con esos vistosos ralentís capturando los llamativos vestidos de las jóvenes), sino cuando plantea cuestiones relacionadas con la representación de los nativos americanos a lo largo de la historia del cine y compara las realidades y los iconos acuñados por el John Ford de La diligencia (1939) con la marginación de los pobladores de toda la zona que rodea Monument Valley, motivo visual primordial dentro de la poética fordiana y de esta teleserie.
La creación de Graham Roland tiene sus puntos fuertes en esa comparativa de orden reflexivo, en en la pétrea interpretación del siempre sobrio Zahn McClarnon y en el conflicto que mantiene con su mujer a raíz de la pérdida de su hijo (de ahí surge la mejor secuencia de la temporada, un travelling de retroceso al final del capítulo cuarto, que deja solo a Joe Leaphorn en la penumbra de su salón, como se observa en la foto superior, roto por la pérdida y por el abismo que ha abierto entre él y su esposa).
El resto se debate entre la arbitrariedad de su escritura y sus pintas de policíaco coreografiado al estilo de un espectáculo de parque temático para turistas de la seriefilia. Dark Winds es como si alguien viniese a decirnos que esos toros y esas flamencas que durante décadas nos han mirado desde lo alto de nuestros televisores son (toda) España.