En tanto adaptaciones literarias basadas en totémicos originales de la épica fantástica, pero también por ambición presupuestaria y por modelo de puesta en escena, Los anillos de poder y La casa del dragón son dos series equiparables. Señalemos un par de diferencias sustanciales entre ambas. La primera se nutre del universo tolkieniano para expandir esa narrativa y demostrar, de paso, su inagotable fecundidad, mientras que la segunda adapta Fuego y sangre, parte inicial del díptico de novelas que George R. R. Martin ha dedicado a la familia Targaryen y que fue publicada en 2018.
Otra diferencia no menos relevante: Martin está detrás del proyecto de La casa del dragón, no ya solo como productor, sino también como creador junto a Ryan Condal; el pastón de Amazon no ha dado para poner la ouija en marcha y resucitar a Tolkien como consulting producer de una serie que es, en puridad, nueva, no como la adaptación que hizo Peter Jackson (si la compañía fuese de Elon Musk, las sesiones de espiritismo creativo no serían un opción descabellada, pero no es el caso).
La presencia activa de Martin en la elaboración de los guiones garantiza una continuidad estilística con respecto a aquella parte de Juego de Tronos (David Benioff y D.B. Weiss, 2011-2019) que respetaba el material original. Ahí están las intrigas palaciegas y las rencillas familiares cuyas consecuencias se dirimen en el campo de batalla y se plasman en grandes murales bélicos, sus reconocibles y afilados diálogos pronunciados por personajes esquinados, reyes, vasallos, herederos y aspirantes al trono, hombres y mujeres que se asegurarían un porvenir más longevo de tener ojos en la nuca.
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Con esto venimos a decir que la teleserie de HBO muestra una solidez narrativa netamente superior a la de su competidora de Prime Video (las dos se han lanzado casi a la vez), algo que se observa en el tercer episodio de La casa del dragón (Second of His Name), el último emitido hasta la fecha, en el que una elipsis de dos años corta el relato sin causarle episodios de tartamudez a su dramaturgia y transformando a los personajes sin que dejen de ser reconocibles para el espectador y sin traicionar su esencia.
Hablamos, por ejemplo, de las dudas que se despliegan como las alas de un cuervo sobre la conciencia del rey Viserys (Paddy Considine) -¿aparto a mi hija de la sucesión y le doy el trono a mi nuevo retoño?-; la espumosa ambición de Sir Otto Hightower (magnífico Rhys Ifans), mano del rey que aspira a convertir a su nieto en heredero después de casar a su hija con Viserys; el temperamento audaz de la princesa y heredera principal Rhaenyra (Milly Alcock) rebajado por la virulenta fragilidad que le causa su inestable situación y por las tensiones que zarandean un reino aparentemente tranquilo… George R.R. Martin, que no es un escritor al que venere especialmente, tiene un don para la continuidad y su nueva creación se beneficia de ello (el desarrollo de Los anillos de poder es mucho más errático, trompicado, inarmónico).
Por lo demás, La casa del dragón, cuyo argumento no es otro que la sucesión del rey Viserys (su hija, su hermano o su nuevo hijo son los candidatos a ocupar el trono el día en que él lo deje), satisfará a esos espectadores que se atrincherarían en su salón para impedir que les cambiasen su viejo sofá por uno recién comprado porque la comodidad es enemiga de las novedades. Nos satisface lo que conocemos porque, en algún momento, nos ha proporcionado felicidad, así que no puede calificarse de extravagante el pensamiento que nos dice que, si volvemos a repetir una operación que terminó de modo feliz, no obtengamos de nuevo idéntico gozo.
Por eso, esa tipología de espectador amante de la confortabilidad nostálgica quiere ver a Darth Vader en cualquier ramificación de Star Wars y escuchar el grito de “dracarys” cuando se apalanca para devorar por los ojos la precuela de Juego de tronos. Si, por el contrario, son de los que buscan que la expansión del mundo de George R.R. Martin se atreva a transitar nuevos derroteros, a combinar la recurrencia con la innovación, no están de suerte.
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Aquí solo obtendrán el placer de lo conocido, desde la música de Ramin Djawadi al diseño de los personajes, pasando por las batallas mastodónticas (v.g. el final del 1x03 con la derrota del Alimentador de Cangrejos) y por esas intervenciones sorpresivas –modelo salvamento en el último segundo– como la que protagoniza Rhaenyra en el segundo episodio cuando aparece a lomos de su dragón para mediar entre su díscolo tío Daemon (Matt Smith) y Otto Hightower, y evitar así el inicio de una guerra fratricida (irrupciones repentinas muy de El señor de los anillos, por cierto; ¿o no recuerden la llegada de Gandalf, Eómer y su ejército al abismo de Helm -al famoso grito de ‘rohirrim’- para socorrer al rey Theoden y a parte de la Compañía del anillo?).
No por archisabida la narrativa deja de funcionar. Así se articulan los géneros cinematográficos, por otra parte. Uno va a ver un musical o western porque obtendrá el rédito que perseguía al aproximarse a unos patrones determinados; si no se cumplen, quizá pueda sentirse defraudado. Ahora bien, la composición visual de la serie es otra cosa. Y es una cosa bastante fea. No es que Juego de tronos fuese un dechado de puesta en escena, pero cuando tipos como Neil Marshall o veteranos de la cadena como Tim Van Patten o Alan Taylor cogían las riendas, la solvencia estaba asegurada. Para sorpresa de quien esto firma, la presencia de un realizador tan audaz y fiable como Greg Yaitanes no solo no ayuda a mejorar el producto final, sino que lo presenta salpicado de decisiones entre extrañas y absurdas.
El director de la espléndida Quarry (Michael D. Fuller y Graham Gordy, 2016), que aquí firma los capítulos dos y tres, está muy lejos de los resultados alcanzados en obras precedentes como la anteriormente citada u otras como Manhunt: Unabomber (Andrew Sodroski, Jim Clemente y Tony Gittelson, 2017) o incluso Banshee (David Schickler y Jonathan Topper, 2013-2016). Pero antes de entrar en materia, retrocedamos al piloto dirigido por Miguel Sapochnik para señalar un par de cosas.
En primer lugar, que el nacimiento de Baelon Targaryen funciona como síntesis narrativa y visual de lo que nos encontraremos en el futuro: un niño que llega al mundo de manera violenta (una brutal cesárea), bañado en sangre y causándole la muerte a su madre para luego morir. Baelon como metáfora de la serie: crudeza, agresividad desmedida, una familia tan bien avenida que pone cubiertos de plástico en la cena de Nochebuena y personajes a los que no conviene cogerles cariño porque tienen la misma esperanza de vida que la cordialidad en el arco parlamentario.
El segundo apunte hace referencia a una composición recurrente, que Sapochnick introduce y que se irá repitiendo en cada episodio, que consiste en colocar objetos (ya sean de atrezo o arquitectónicos) entre la mirada del espectador y los personajes que participan en la secuencia, casi siempre tomados en plano general. Esa interposición, que reniega del encuadre limpio y entorpece el ‘acceso directo’ a los protagonistas se antoja toda una advertencia, puesto que las imágenes enmiendan el discurso del rey Viserys, que no cesa de pregonar que los Siete Reinos viven en paz, que todo el monte es orégano y que los dragones se atan con longanizas (cosa que, poco a poco, iremos viendo que es tan falsa como el pelucón de Paddy Considine). Lástima que no se busquen otras maneras de plasmar esa disociación entre hechos y discurso y el recurso se torne formulario.
No obstante, y más allá de las dos anotaciones anteriores, la realización es, en general, indescifrable (al menos para mí). Y lo es porque, casi siempre, la cámara cambia de posición sin saber bien por qué, puesto que ni las situaciones dramáticas ni los movimientos de los personajes motivan esas variaciones de emplazamiento, solo el dinamismo por el dinamismo parece justificar tan arbitrarias decisiones.
Pongamos un ejemplo que está lejos de ser único (estamos ya en terreno Yaitanes). En el segundo episodio, el rey Viserys mantiene una charla con Lord Corlys Velaryon (Steve Tousssaint) y su esposa Rhaenys Targaryen (Eve Best), a la vez prima del monarca. Estos le proponen que, fallecida su mujer en el parto, despose a su hija (de solo 12 años) y garantice así la estabilidad del reino uniendo a dos familias con solera, mientras se procura la posibilidad de engendrar un nuevo heredero varón que desposea de tal título a Rhaenyra, nombrada por Viserys como sucesora tras el temprano fallecimiento de su único hijo. La secuencia arranca con un plano general del espacio en el que tiene lugar la conversación, unos fastuosos jardines (foto inferior).
Esa toma nos sirve para leer a la perfección dónde están colocados los personajes, de manera que los dos siguientes planos (uno medio y un primer plano: vamos acercándonos a los hablantes) que sirven para registrar los diálogos no generan ninguna confusión (fotos siguientes).
En la plática se exponen los motivos de cada parte y no hay salidas de tono ni enfrentamientos. Sin embargo, un corte directo nos lleva de regreso a un plano general que no obedece a motivación dramática alguna y que hace que, debido al cambio de escala, el ojo te salte como si tuvieras un tic nervioso (foto inferior).
Este tipo de planificación, que carece de todo sentido –o al menos yo soy incapaz de encontrárselo– se repite en no pocas ocasiones, como si sostener una toma más de diez o quince segundos atentara contra el manual de estilo de la serie. Cierto es que la composición es más oclusiva y que puede hacer referencia a la situación de bloqueo que vive Viserys, y por lo tanto el reino, pero ese tipo de mensaje ya queda claro en el arranque y, en todo caso, puede manifestarse de manera menos chillona.
Para terminar, y recuperando la primera de las cuatro imágenes anteriores, hagamos notar la utilización habitual de los planos generales en la serie. Como sucede en Los anillos de poder, aquí las grandes escalas, tan impropias de la televisión, son el vehículo perfecto para exhibir el poderío económico de la producción, con sus dragones triple XL, sus paisajes de perfiles escarpados y sus preciosas ciudadelas digitales. Sucede que tan exultante demostración de músculo apenas causa el efecto deseado en una pantalla doméstica (salvo que uno posea un minicine en su casa), no digamos ya en un smartphone.
Cabe preguntarse, pues, si estas teleseries que se igualan a las grandes superproducciones cinematográficas, sin duda dotadas de un vehemente sentido del espectáculo, están perdiendo parte de su fuerza al proyectarse en un medio cuyas prestaciones no permiten extraer todo su potencial. Con este interrogante les dejo. Ya saben: stay tunned.