Apagón es, por concepción y ejecución, la gran apuesta de Movistar + para este 2022. También lo es porque, detrás de esta adaptación del podcast El gran apagón creado por José A. Pérez de Ledo, está Fran Araújo, productor ejecutivo de ficción original de la plataforma, y coautor de tres de los cinco guiones que conforman el proyecto.
Estrenada fuera de competición en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián, este drama de tintes postapocalípticos, aunque dolorosamente cercanos (las conexiones con el periodo pandémico son más que evidentes) se topa, a priori, con un problema contextual al que se enfrentarán, únicamente, los espectadores habituados a devorar estrenos seriales. Ese problema no es otro que el recuerdo de El colapso (Jérémy Bernard, Guillaume Desjardins & Bastien Ughetto, 2019), teleficción francesa estrenada por Filmin en 2020, con un punto de partida y una propuesta de desarrollo tan similares que harán saltar la alarma de la suspicacia en más de uno.
Sin embargo, y más allá de su planteamiento, las diferencias entre ambas —principalmente de tono y de ejecución— son tan evidentes que lo único que se le puede achacar a la serie española es su sentido del oportunismo; es decir, subirse a la ola de positivismo con que fue recibida la teleserie gala para poner en marcha, dos años después, un proyecto de características similares que partía de un material previo (el podcast) lanzado en 2016. Hasta aquí los parecidos.
En Apagón, una tormenta solar deja a buena parte del planeta sin electricidad. España figura entre las afectadas. A través de cinco historias (relativamente) independientes, las parejas de baile formadas por Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, Raúl Arévalo y Alberto Marini, Isa Campo y Fran Araújo, Alberto Rodríguez y Rafael Cobos, e Isaki Lacuesta e Isa Campo, exploran el impacto y las consecuencias de esa perturbación temporal.
Y lo hacen apelando a géneros muy distintos (del thriller de despachos al wéstern, pasando por el terror zombi o el drama médico) y con resultados desparejos, si bien quizá sea conveniente señalar qué es lo que da consistencia a esta serie de antología de Schrödinger (que a la vez es y no es de antología). A saber, el tono mortecino fijado desde la dirección de fotografía (aunque haya tres operadores distintos, en lo estrictamente superficial ese tono se mantiene), la perturbadora música compuesta por Olivier Arson (utilizada no para subrayar sino para enrarecer ambientes y crear disonancias) y un par de arcos argumentales que conectan algunos episodios.
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El primero con el quinto, para cerrar el círculo de inicio y final del desastre, protagonizado por el técnico del centro de emergencias encarnado por Luís Callejo; y el segundo con el tercero, cosidos por la presencia del médico que interpreta Miquel Fernández. También podemos encontrar algunas rimas espaciales o temáticas, que ayudan a dar sensación de continuidad, entre el final de un episodio y el inicio del siguiente (el primero acaba en un hospital, el segundo empieza en otro; el segundo termina en una azotea, el tercero arranca en otra; el tercero finaliza con una escapada y el cuarto está protagonizado por un anacoreta que huye constantemente…) y una progresión temática a la que se suma un crescendo dramático en el que se mezclan el avance de la crisis causada por la tormenta y el progresivo desplazamiento de la ciudad al campo.
Sin embargo, esa idea de unidad, rubricada por la citada hilaza entre el 1.01 y el 1.05, no esconde que los episodios funcionan de forma autónoma, que pueden verse de manera independiente como mediometrajes que oscilan entre los 40 y los 50 minutos. Tampoco puede ocultarse que, Supervivencia, el capítulo dirigido por Alberto Rodríguez y escrito por Rafael Cobos, vuela muy por encima del resto, como si mirase a sus compañeros de aventura desde lo alto de las montañas por las que vagabundea ese pastor eremita que interpreta con estudiado resabio Jesús Carroza (¿habían visto ustedes alguna vez a un andaluz lacónico?).
El tándem de creadores sevillanos husmea en el desván del wéstern para, primero, rescatar algunos motivos inherentes al género: la lucha de granjeros contra ganaderos, que aquí se traduce en el enfrentamiento entre un pastor de cabras que subsiste en un mundo sin recursos, y un grupo de viajeros acuciados por la escasez que busca un lugar donde asentarse y obtener comida (trashumancia contra sedentarismo, campo contra ciudad).
Rodríguez filma con una sequedad furibunda, algo que se observa en la composición de cada encuadre, pero también en la arisca relación que Cortelazor (Carrozas) establece con la joven que interpreta Naira Lleó, a la que, entre rezongos, rescata, cura y cuida mientras huyen de esos ciudadanos exiliados que les buscan para hacerse con su rebaño.
En Supervivencia reconocerán los estallidos de violencia del cine de Sam Peckinpah, una agresividad animal que revienta en el tramo final como una pústula que ha ido infectándose poco a poco con el germen de la desconfianza, la voracidad y la envidia. En su hermosísimo cierre recordarán a aquel John Ford que filmaba derrotas solemnes.
No son los únicos referentes, puesto que es imposible no pensar en el William Wellman de El rastro de la pantera (1954) observando cómo a medida que la persecución avanza el paisaje cambia (de verde a blanco) y sirve, a su vez, para señalar la evolución de las relaciones entre los personajes (hay que pensar, también en Budd Boetticher).
Pero, ¿saben qué? Si no detectan estos referentes —la cita compulsiva es uno de nuestros males, me refiero a los críticos— no pasa absolutamente nada, porque disfrutarán de un relato hasta cierto punto intimista que deriva en brillante ejercicio de tensión —los suaves zooms para marcar cómo se acerca la amenaza— y en un duelo a muerte en una estación de esquí rodado con inusual nervio en el que la situación planteada y el tratamiento (opresivo) del espacio lo convierten en una set piece tan apabullante como sobria.
Para quien esto firma, la limpieza expositiva, el pulso que late en el interior de cada imagen y la parquedad explicativa hacen de Supervivencia el mejor episodio de una serie española de cuantos se han visto hasta la fecha.
Hay en la pieza de Rodríguez y Cobos un discurso sutil, que suena como la musiquilla que emite una radio sin apenas volumen, que habla sobre la voracidad del capitalismo, las dificultades para establecer vínculos dentro de comunidades atomizadas e insolidarias en las que prima el interés particular sobre el colectivo, pero es un alegato que se oculta bajo el disfraz del género, que no necesita buscar ninguna coartada testimonial ni explicativa para hacerse entender, ni ningún altavoz para llegar a más gente.
Ese es el gran problema de Equillibrio, en el que Isaki Lacuesta e Isa Campo sientan las bases que han de servir para la construcción de nuevas colectividades en las que el cooperativismo, la integración y el respeto por la naturaleza son necesarios para salvar un entorno que muestra claros signos de agotamiento. El regreso de Alicía (magnífica María Vázquez como una Karen Blixen autoconsciente) a la finca familiar para resguardarse de la catástrofe que amenaza (este episodio regresa al inicio temporal de la serie), y la relación que establece con los temporeros (todos ellos inmigrantes) que cada año van a recoger la aceituna, ya contiene su potencial discursivo en sus acciones cotidianas.
Observando sus rutinas percibimos como el trato entre Alicia y sus empleados va modificándose —de jefa a compañera— sin necesidad casi de mediar palabra, simplemente siguiendo a esa cámara que, con suma delicadeza, nos los muestra cultivando la tierra, ordeñando una vaca o desayunando juntos. Es más, incluso el empoderamiento de la protagonista procede de la acción pura, fruto del aprendizaje y de su inteligencia.
Por eso esa charla junto a la hoguera, en la que los jornaleros y jornaleras explican sus odiseas biográficas está de más, porque redunda en lo que ya nos ha sido mostrado (y no alberguen duda alguna: lo que cuentan son sus historias, y son duras, y no seré yo quien diga que no merecen ser contadas, pero uno ya las advertía simplemente viendo cómo se conducían en su día a día, sin necesidad de verbalizarlas).
Dicho esto, el capítulo posee un nivel notable y algunas de sus imágenes se adhieren a la retina de la memoria, en especial esa metáfora final en la que Ernesto (Luís Callejo), que ha regresado junto a la que es su mujer después de semanas de viaje desde el Centro Nacional de Emergencias hasta la finca, decide no atender el móvil (la electricidad está volviendo) y coger una azada (otra cosa es que ustedes compartan ese discurso ecologista, ahí yo ya no entro).
Disculpen el desorden en el repaso, pero haciendo caso a las reglas del periodismo, hemos empezado por lo más relevante. Siguiendo en orden descendiente figuraría Confrontación, en el que Isa Campo juguetea con el subgénero del horror zombi para plantear un conflicto entre una comunidad de vecinos que, ante la falta de energía, ha ruralizado los bloques de apartamentos, y un ejército de niños perdidos que vive extramuros y que invade regularmente la urbanización para procurarse alimento.
Campo y Fran Araújo no criminalizan a la juventud, sino que nos sitúan en mitad de una lucha etaria, con dos grupos cuya escala de valores es muy distinta y cuyas diferencias se han visto acrecentadas por el aislamiento (estamos ante una suerte de confinamiento extremo). La familia formada por una madre, interpretada por Patricia López Arnaiz, y su hija adolescente, Zoe Arnao, a la que después se sumará el padre al que da vida Miquel Fernández, no solo habrá de pelear por subsistir, sino que tendrá que afrontar su desmembramiento cuando la ya no tan niña interactúe con esos chavales de su edad que están al otro lado.
Campos plasma muy bien la idea de lo fronterizo (el dentro/fuera) y lo que supone estar a una u otra parte de la valla, una división un tanto inútil en tiempos de crisis en los que el egoísmo debería apartarse para dejar paso a la ayuda mutua. De no ser así, solo nos queda la muerte o la huida.
Más convencionales se muestran los dos primeros episodios. En Negación, Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña firman un thriller de despachos que responde al desencadenamiento de la tormenta solar y a la gestión de esa catástrofe. Los procedimientos iniciados por el Centro Nacional de Emergencias y la demora en la reacción de la administración y de las autoridades parecen el fiel reflejo de los protocolos activados tardíamente para el control de la Covid-19 (las andanadas contra los responsables políticos están muy presentes).
El guion demuestra astucia, puesto que en tanto capítulo de arranque, tiene la obligación de explicarle al espectador qué es una tormenta solar y eso se torna, por fuerza, farragoso. Pero el fenómeno es tan desconocido que ni aquellos que han de ponerle freno saben muy de qué va, así que Peña y Sorogoyen se sirven de esa ignorancia científica para (r)explicar lo que sucede (los "eso no se entiende" proferidos por los personajes son continuos).
No obstante, el capítulo acumula demasiados dramas: por si no bastase con que, en mitad de un accidente de tren, salte la alerta ante la posible tormenta solar, también se añade una tragedia familiar, puesto que el padre de Ernesto (Luís Callejo) se encuentra muy grave en el hospital y la pérdida de energía eléctrica puede costarle la vida. Es cierto que esa acumulación de conflictos busca poner sobre la mesa una cuestión crucial: si en una situación como esta importa más el interés general o el tuyo propio; ahora bien, la sensación de too much drama queda patente.
Sobre todo, uno percibe cierto exceso cuando el segundo episodio, Emergencia, desarrolla con mayor profundidad esa última cuestión (lo particular versus lo colectivo) tirando del drama médico para plasmar que, en casos extremos, hay que hacer sacrificios en aras del bien común. Como en un capítulo corriente de New Amsterdam, aquí los contratiempos se suceden y el equipo sanitario de un hospital no puede hacer frente a las consecuencias de la tormenta, por lo que debe discriminar entre sus pacientes y dar prioridades.
Nadie tiene soluciones, los medios técnicos escasean y los responsables institucionales aprendieron a lavarse las manos en los cursos de higiene impartidos por Pilatos (en los capítulos 1 y 2 la clase política es carne de estereotipo). Al final, los desclasados, guiados por el patriarca que controla un poblado gitano (con ecos a la situación de la Cañada Real), serán los que, trueque mediante, le salven el culo al hospital, aunque durante todo ese proceso haya un exceso de sobreexplicación y algún diálogo bíblico muy sobrecargado.
En definitiva, Apagón se confirma como una apuesta irregular pero, en líneas generales, sólida, mejor que cualquier producción de las que ha presentado Movistar + hasta la fecha y muy por encima de la media cualitativa ofrecida por la teleficicón española este año. Supervivencia es, sin duda, la guinda del pastel. Juega en otra liga.