En la secuencia más significativa de La lección, que se puede ver en Filmin, dos jóvenes israelíes tienen un altercado en plena carretera con un vehículo conducido por un grupo de árabes. Los gritos vuelan de un coche a otro, y el enfrentamiento se cierra con un “Palestina es mía” proferido por un joven israelí y posterior lanzamiento de una lata de refresco al otro automóvil. Finalmente, la cámara nos mostrará cómo el bote rueda por el asfalto: es una Coca-Cola.
En un teleficción cuya médula temática está conformada por el espinoso debate sobre la relación entre judíos y árabes en el estado de Israel, una secuencia como la anterior denota un posicionamiento sobre la cuestión, por más que esta creación de Deakla Keydar repase todas las aristas de un conflicto que está lejos de reblandecerse y lo explore en toda su complejidad desde una óptica microcósmica que va expandiéndose a medida que la teleserie progresa. Es decir, mientras la comunidad internacional, con Estados Unidos al frente (la Coca-Cola) dé soporte a Israel, el pueblo palestino seguirá a merced del estado hebreo (y de una sociedad en la que el racismo y la coerción institucional parecen valores y acciones legitimas y asumidas).
Pero para llegar a este punto, situado en el capítulo final, ha habido que atravesar un via crucis de debates inicialmente insignificantes cuya onda expansiva va creciendo hasta adoptar proporciones trágicas, todo un ejercicio de progresión dramática que expone sin medias tintas las tensiones sociales, territoriales y religiosas que sacuden Israel (y, por extensión, Palestina), al tiempo que pone sobre la mesa un abanico de cuestiones que apuntalan la línea argumental principal.
Todo arranca en el aula de un instituto. Lianne (Maya Landsman), una alumna con sobrepeso y aquejada de esa fiebre contestataria de quien tiene 17 años y el mundo le parece un mueble de Ikea al que le faltan la mitad de las piezas, propone abiertamente que se prohíba la entrada de los árabes en la piscina pública.
Sus argumentos son claros: varias chicas han sufrido acoso o han sido víctimas de insultos que, para ella, tienen una base racial y religiosa, puesto que la moral islámica pregona que las mujeres deben tomar el baño cubiertas (entre otras cosas). La discusión, que forma parte de un ejercicio escolar, está servida, y Lianne encuentra apoyo en no pocos de sus compañeros de clase, en especial el de Asi (Leib Levin), cuyo hermano ha quedado lisiado de por vida tras un enfrentamiento militar con árabes.
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La oposición, inicialmente razonada y contundente, a las vehementes proclamas de Lianne la representa su profesor Amir (Doron Ben-David), quien trata de exponer de forma calmada pero sin arredrarse que la propuesta de su alumna es fundamentalmente racista y que se sustenta en generalizaciones apresuradas o falacias de composición. Sin embargo, lo que parecía que iba a quedarse en una discusión encendida en el aula, estalla en el exterior cuando Lianne, alentada por Asi, graba un video sosteniendo un arma reglamentaria del ejército y Amir interviene, empleando formas un tanto bruscas, para detener el desaguisado.
Este incidente, que se produce en el patio del instituto en el día de las fuerzas armadas -jornada en la que algunos exalumnos, ahora cumpliendo el servicio militar, visitan el centro y detallan sus experiencias a los estudiantes-, termina colgado en la red y haciéndose viral, de modo que lo que podía haberse quedado en una amonestación, un examen de recuperación o un trabajo extra, acaba expuesto a la opinión pública y prendiendo un debate expresado en términos de polaridad.
La escalada de violencia que propone Keydar también supone un crescendo mediático y social: todo empieza con La clase (capítulo 1), sigue con El post (1.02) -redes sociales-, La elección (1.03) -reuniones con los padres de los alumnos-, La televisión (1.04) -participación en un magacín-, La manifestación (1.05) -protestas contra el profesor y en defensa de la alumna- y termina con La audiencia (1.06), con Amir sometiéndose a un juicio sumarísimo por parte de las autoridades escolares.
La tensión creciente que se deduce de estos títulos y que la guionista israelí imprime a todo el conjunto se consigue no solo poniendo sobre la mesa el conflicto árabe-israelí, sino rodeándolo de un cinturón de problemáticas añadidas que va apretándose hasta aumentar la crispación hasta límites intolerables. ¿Cuáles son? Pues desde la descontextualización de cualquier tema cuando pasa por el filtro de las redes sociales a los cada vez más evidentes desajustes generacionales, pasando por la capitalización política de cualquier incidente que sirva a la causa de la extrema derecha, o la amarillización de unos medios de comunicación más preocupados en explotar la veta sentimental de las historias a las que dan coba, cuando no en alimentar el fuego de la polémica, que en investigar a fondo las causas de tales sucesos o promover debates de altura.
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También hay otras cuestiones importantes de carácter más íntimo, como la intransitividad existente entre el compromiso personal y la significación pública (de puertas para adentro existe una solidaridad profesional con Amir, que luego no tendrá continuidad en el exterior), o el funcionamiento irracional de los movimientos populares de masas (los mismos alumnos que gritan ‘muerte a los árabes’ en clase, después secundarán a su profesor).
La lección no es, sin embargo, una miniserie panfletaria, lo que no significa que no tome posición con respecto a aquello que plantea, no sin antes cubrirlo de capas y capas de complejidad que encuentran su mayor exponente en el bizantino diseño de personajes, composiciones destinadas a desentrañar las razones que motivan determinadas conductas, por más que estas sean equivocadas (si algo permite la serialidad es, entre otras cosas, indagar en el recorrido vital de los personajes).
Partamos de la base de que la teleserie dirigida al completo por Eitan Zur adopta una perspectiva netamente israelí (los árabes apenas son decorado activo) y trata de desmenuzar las contradicciones incardinadas en una sociedad cuyo ánimo oscila entre el orgullo de quien le otorga una realidad geográfica a un destino teológico y la mala conciencia del usurpador.
Para poner en solfa todo eso –es decir, y por resumirlo brevemente en una línea: es que los árabes nos atacan, hay que echarles; ya, pero es que ellos vivían aquí antes que tú– Keydar y Zur diseñan dos personajes angulosos, atravesados por un sinfín de conflictos y difíciles de asimilar por parte de la audiencia.
Toda la complejidad de esta producción israelí que fue galardonada como mejor serie en la pasada edición de Canneseries se encuentra en su dramaturgia
Analicémoslos brevemente. Pensemos en Lianne. La hemos descrito al inicio del texto. Hagámonos una pregunta. ¿Por qué es gorda? ¿Por qué no se crea un personaje que responda a lo que se denomina físico normativo? A priori, ese tipo de roles siempre cumplen el papel de víctima (basta con ver la recién estrenada Cerdita de Carlota Pereda). Son los y las que sufren acoso escolar, los y las que son marginados por su físico, los apestados, … Pero ¿qué sucede cuando los convertimos en los villanos de la función?
En primer lugar, que los vínculos empáticos se resquebrajan. La manipulación del estereotipo busca jugarle al espectador unas cuantas malas pasadas. En principio, tú ibas a estar de parte de Lianne, pero ¿cómo vas a secundar a una taruga, a una maleducada compulsiva? Eso, además, te genera mala conciencia, porque estás odiando a aquella a quien, normalmente, le caen todos los palos. ¿Cómo puedes odiar a una víctima?
Con Amir la operación es similar. Se supone que estamos frente al profesor juicioso y responsable que ha de guiar a sus alumnos por el camino de la ilustración y la razón. Así nos es presentado en la primera discusión que tiene lugar en el aula, también como un tipo comprensivo que le da a Lianne una segunda oportunidad para enmendarse (es decir, no tiene ningún prejuicio con respecto a ella). Sin embargo, a medida que el metraje avanza, averiguaremos que es un tipo obstinado hasta la insensatez (incluso para su propio perjuicio), hosco e incapaz.
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La gran virtud de La lección consiste en ir alicatando el atribulado temperamento de unos protagonistas que se definen no solo por sus acciones, sino por las relaciones que tienen con su entorno más inmediato. Regresemos a Lianne, un personaje al que su creadora no para de buscarle las cosquillas. Es una follonera, sí, pero también alguien que busca aceptación y que, cuando no la obtiene, reacciona levantando una barrera entre ella y el resto del mundo (se distancia de sus amigas, por ejemplo).
Esa búsqueda de aprobación se traduce en una exposición mediática que se sirve del conflicto escolar (y nacional) para obtener el beneplácito de followers y espectadores, pero también para iniciar un romance con Asi, quien, pese a la incredulidad inicial de ella (“¿quién va a sentirse atraído por una gorda como yo?”), la envalentonará y estará a su lado.
Asi es otro personaje bien complicado, porque uno no acierta a discernir si está con Lianne porque su repentina relevancia mediática sirve a sus propósitos xenófobos, nacidos de la frustración y el resentimiento, o por una atracción que nace de la admiración por su carácter decidido, o por una mezcla de las dos cosas (que es un adolescente más perdido que Boyero en un festival de cine experimental, es evidente).
En definitiva, y regresando a Lianne, se trata de vadear la ciénaga de los clichés continuamente, de mostrarnos que esa bocazas exaltada tiene carencias afectivas, unos padres que reaccionan de maneras muy distintas a su comportamiento, y que puede ser una persona amable y tierna, sin por ello justificarla.
Si volvemos la vista hacia Amir, sucederá lo mismo. Que La lección no cuestione en ningún momento que sus argumentos son correctos no impide que nos muestre a un profesor desnortado, con un matrimonio roto y un mal manejo de las emociones que afecta al trato con sus dos hijos. Como le dice la profesora con la que intenta iniciar un romance “no das para más”.
Estamos ante alguien incapaz de lidiar con sus asuntos personales, sentimentales y familiares, así que la añadidura del conflicto laboral activa la espoleta de una bomba emocional que estalla en todas direcciones y que revela las carencias afectivas de alguien que, en un momento determinado, llega a olvidar su código moral cuando, en su intervención televisiva, toca la fibra sensible de la audiencia contando un triste episodio bélico en el que participó y deriva el debate no hacia el terreno del razonamiento sino hacia el de las emociones, desvirtuando sus propios principios y, lo que es peor, sin ser consciente de si lo ha hecho por necesidad o en beneficio propio (si buscaba contar la verdad o manipular al público).
Toda la complejidad de esta producción israelí que fue galardonada como mejor serie en la pasada edición de Canneseries se encuentra en su dramaturgia, y está mucho más presente en el diseño de los personajes que la evolución de una trama que se resuelve de manera un tanto atropellada, con la visita del hijo de Amir a la casa de Asi para recuperar un altavoz justo en el día y la hora en la que este prepara un acto que tendrá graves consecuencias para todos (las breves elipsis utilizadas en esa secuencia tampoco ayudan).
Pero más allá de esos detalles finales, y de una puesta en escena funcional pero efectiva (la cámara siempre muy próxima a los personajes, con los fondos desenfocados y buscando composiciones que reflejen la situación de asfixia que experimentan unos y otros), la miniserie que Filmin estrenó el pasado septiembre funciona como un reloj, concretamente como el reloj de un detonador.
Y, sobre todo, ayuda a elevar el debate sobre lo que sucede en Israel, un estado en convulsión permanente que no solventará sus problemas mientras la sinrazón nacionalista (y religiosa) emponzoñe una discusión que necesita sosiego y altura de miras para hallar soluciones que no impliquen seguir matándose a diario. En ese sentido, La lección es categórica: si los términos sobre los que se dirime el conflicto no cambian, el único desenlace posible es la muerte.