En febrero de este año, cinco mujeres vinculadas a movimientos anticapitalistas de Barcelona denunciaban por abusos a un agente de policía que se había infiltrado en sus organizaciones y había mantenido relaciones sexuales con ellas (de hecho, fue pareja de una de las víctimas durante algo más de un año).
Uno de los puntales argumentales de Sherwood, teleserie británica ambientada en el condado de Nottingham, lo encontramos, precisamente, en el trabajo encubierto de un miembro de los cuerpos de seguridad del estado, que, más que enrolarse en los sindicatos vinculados a la industria minera se adhirió al tejido social de una pequeña ciudad cuyo futuro dependía de la extracción de carbón. En la ficción escrita por James Graham, inspirada en unos hechos reales que el guionista de Brexit: una guerra incivil (Toby Haynes, 2019), nacido en Nottinghamshire, conoció de primera mano, ese proceso de asimilación es llevado hasta las últimas consecuencias.
Durante las protestas que el sector de la minería organizó durante la primera mitad de la década de los 80, momento en el que el gobierno liderado por Margareth Thatcher decidió desregularizar una industria hasta entonces nacionalizada, un grupo de agentes del orden fue enviado de incógnito a la zona en cuestión para mimetizarse con un terreno que debía abonar con las semillas de la discordia.
La serie, estrena por Filmin el pasado 2 de mayo, viaja puntualmente a ese pasado subida a lomos de una estética vibrante, trasladando la energía de las protestas y
la violencia de los enfrentamientos a sus imágenes terrosas. El objetivo de aquellos policías no era otro que minar los cimientos de una comunidad ya de por sí fragmentada, fomentar aún más la división entre aquellos que secundaron las huelgas (minoría en aquel territorio, al contrario que en gran parte del Reino Unido) y los que siguieron acudiendo regularmente a su puesto de trabajo.
Sin embargo, cumplida la misión, uno de aquellos agentes espía, lejos de reincorporarse a filas, siguió manteniendo activa su tapadera hasta ahora; y por ahora nos referimos al presente narrativo situado 20 años después, en 2004, de manera que se incrustó en aquel desvencijado ecosistema postindustrial en tanto miembro estable de la comunidad que ayudó a romper sin que ninguno de sus vecinos supiera cuál era su verdadera identidad.
Su mascarada empieza a correr serio peligro cuando Gary Jackson (Alum Armstrong), sindicalista infatigable y cara visible de los huelguistas, aparece asesinado frente al portal de su casa, atravesado por una flecha. Aunque Sherwood contenga trazas de procedimental (la investigación del homicidio), aliñadas con el motivo temático de la caza al hombre (el culpable aparece rápido, huye todavía más rápido y se esconde en la inmensidad verde de los bosques otrora hogar de Robin Hood), lo más interesante de esta producción para la BBC lo encontramos en la descripción ambiental de una localidad asfixiada por el rencor, con un listado de cuentas pendientes que no se saldaría ni en tres generaciones.
De ahí que sus tres primeros episodios sean los más interesantes. Cuando Graham se entrega al pormenorizado repaso de las dinámicas sociales y conductuales que alimentan los biorritmos del municipio, cuando agrupa breves secuencias que, con apenas un puñado de detalles, logran desmadejar los filamentos afectivos que unen o tensan las relaciones familiares, Sherwood es un dechado de claridad.
['El hijo zurdo': retrato de una madre en llamas]
Importa menos que al primer asesinato se le añada otro, sin relación alguna pero asociado por vínculos circunstanciales; ni que al hombre a la fuga se le sume un segundo fugitivo (un pobre homicida involuntariamente voluntario, un poco a la manera del Faisal Bhatti de la temporada final de Happy Valley).
Lo que de verdad importa lo encontramos en el meticuloso estudio de esos núcleos familiares acumuladores de desagravios y envidias fruto de la fractura social que terminan por estallar en brotes de una agresividad definitiva: árboles genealógicos astillados por el viejo relámpago de una huelga que parece seguir vigente, rondas de pintas en un pub más tensas que un duelo con pistola, miradas que supuran odio, una pupa de viejas rencillas en estado latente esperando el aliento mínimo de una provocación para abrirse como una polilla de violencia dispuesta a arrasar con todo.
Ahí está la mujer de Gary Jackson –impresionante Lesley Manville–, vecina de una hermana con la que no se habla (su marido no apoyó al sindicato y siguió currando). O el inspector Saint Clair -David Morrisey componiendo un personaje falsamente impertérrito, la culpa bullendo detrás de los ojos– que ha roto toda relación con su hermano, pues veinte años atrás cumplió con su deber policial y delató a su padre (huelguista involucrado en un incidente), y que a su vez mantiene una relación tirante con el detective Salisbury (Robert Glenister), enviado desde Londres como apoyo porque conoce el entorno (también está estrechamente vinculado con todo lo sucedido
en los ochenta).
O la familia Sparrow, dedicada al menudeo y con un carácter tan jovial como Atila con resaca (lógicamente, los primeros a los que les cuelgan el cartel de sospechosos). O los Fisher, con un padre viudo que ve cómo su hijo, recién casado con una política del partido conservador, empieza a cortar sus lazos con él pese a vivir en la casa de al lado.
Sin ánimo de desvelar ninguno de los reveses de la trama, digamos que el pecado original, el germen de las desavenencias, lo encontramos en un incidente provocado por el agente infiltrado en el año 84, causante de una escisión irreparable de la que derivan las (mayormente) pútridas relaciones que mantiene la variopinta fauna de este hábitat diseccionado por James Graham con mirada de entomólogo con TOC.
Por cierto, esas interacciones, que van desde el romance adolescente de corte shakespeariano al avivamiento de los rescoldos de un amor juvenil a edades otoñales pasando por el odio cerval, son oro puro.
Ahora bien, toda vez que Graham se aleja de sus primorosas descripciones para adentrarse en el pantanoso terreno de lo policiaco, Sherwood se atranca. Busquemos un par de ejemplos. En el quinto episodio, que concentra buena parte de las virtudes de la serie (después lo veremos) pero también todos sus defectos, el guion decide atentar contra lo que podríamos denominar la lógica del bosque. Es decir, si el asesino ha utilizado sus conocimientos de la zona y la frondosidad de Sherwood para evitar que, durante semanas, un ingente número de efectivos policiales dé con él, ¿cómo es posible que los dos huidos (recuerden que tenemos un segundo homicida a la fuga) se topen cuando más le interesa a la historia?
['Enjambre': matar a nuestros ídolos antes que asesinar a quien no los ame]
Más preguntas: ¿por qué el enemigo público número uno decide refugiarse en el contenedor/almacén de sus vecinos (los Sparrow) y por qué Mickey Sparrow (Philip Jackson) abre la puerta de ese cobertizo metálico cuando más le interesa a la historia? Y una última: ¿de verdad no había otro modo de descubrir la identidad del policía infiltrado que sacarse un as de la manga en forma de “tengo un amigo que es fotógrafo en la científica” que tiene la foto que necesitábamos cuando más le interesa a la historia? (Si no han visto la serie, cuando se adentren en el capítulo final sabrán a
qué nos referimos).
Digamos que la resolución del asunto es, como poco, arbitraria. De hecho, si resulta efectiva es por la capacidad que tiene la serie para sumergirnos en una atmósfera densa, casi como bucear en un bloque de mantequilla. El mejor ejemplo de ello lo encontramos en el quinto episodio, compuesto en su mayor parte por un largo flashback en el que se nos cuenta quien es Keats (nombre clave del policía encubierto) y que, mediante un uso del montaje un tanto artero, pretende confundirnos acerca de su identidad (juega con las expectativas del espectador para mantener la tensión en una propuesta que, por regla general, siempre tiene las cartas boca arriba, salvo en este caso).
Vemos su llegada al pueblo. La vemos entrar en el pub (en nuestro pub). Y oímos el griterío, el aroma amargo de la cerveza se nos filtra por la nariz, las luces de colores se derraman por la escueta pista de baile, la cámara se mueve por el garito como si fuese un cliente más, y el agente apenas observa cómo se comporta una mesa de parroquianos (sí, yo también estoy haciendo trampas). Una mirada. Nada más. Acto
seguido, violentamente, por corte directo, le veremos ya en una manifestación. Es una elipsis radical y muy arriesgada, como cuando en una comedia romántica una pareja se mira y en la secuencia siguiente se afana a demostrar sus habilidades como espeleólogos bucales.
La cuestión está en que, aquí, ese salto temporal no se antoja inverosímil precisamente porque James Graham ha dedicado tanto tiempo a mostrarnos cómo se comporta la gente que se reúne en ese garito, a mostrarnos cómo son sus vidas y cuál es la situación por la que atraviesan, que no necesitamos ver el proceso de adaptación de un agente que, lógicamente, se sabe al dedillo el manual de usos y costumbres de los lugareños. Y no lo necesitamos porque ya lo conocemos, y por eso sabemos cómo habrá actuado el policía a fin de ganarse la confianza de los mineros y sus familias.
Independientemente de los pros y los contras que uno pueda encontrarle a Sherwood, solo queda sorprenderse ante la naturalidad con la que una ficción emitida por una cadena pública señala sin ningún tipo de ambigüedad cómo el gobierno de Thatcher utilizó el SDS, un grupo de élite activo desde 1968 hasta 2008, como policía política, no para combatir el crimen organizado, pues tal es su función, sino para desestabilizar grupos políticos que no eran de su agrado.
Unas operaciones que, según se indica en la serie, solo fueron descubiertas cuando los policías infiltrados mantuvieron relaciones con sus objetivos, en algunos casos llegando a tener hijos, y fueron denunciados por conducta sexual inapropiada. “Fue una violación por parte del estado”, le escuchamos decir a la abogada del Sindicato Nacional de Mineros (de “violencia sexual institucionalizada” hablaban las letradas de las activistas cuyo caso hemos citado al inicio del texto).
Su intervención, y el aplomo de la actriz Lindsay Duncan, bien valdría la creación de un galardón al compromiso con la verdad y la memoria: “El problema no es hacer las cosas mal. El problema es barrerlas bajo la alfombra y negarse a verlas para aprender de ello. Cuando los documentos del gabinete del gobierno de Thatcher fueron desclasificados bajo la ley de los 30 años, incluso un cínico loco necesitaba un buen trago. Está todo allí, negro sobre blanco. El Informe Ridley. Por un futuro Secretario de Estado tory. Querían esa huelga. Querían cambiar el panorama político de este país, alejándolo del colectivismo en dirección a las fuerzas de los mercados desregularizados. Y la gente puede estar de acuerdo o no con ese cambio, el punto está en que, para lograrlo, necesitaban una guerra. Necesitaban, y cito, provocar una huelga en las industrias nacionalizadas. Y recogieron carbón. Y ganaron. Y este país cambió. Para siempre”. Televisión pública, servicio público. ¿Tomamos nota?