Orla (Jodie Whittaker), Kelsey (Bella Ramsey) y Abi (Tamara Lawrance), ingresan el mismo día en el centro penitenciario Carlingford. Las tres comparten celda, pero los motivos de su reclusión, que también sirven para definir su carácter, no pueden ser más distintos.
La primera ha entrado en prisión por puentear el contador de la luz, la segunda por tráfico de drogas y la tercera por haber cometido un asesinato. Estudiando sus delitos uno intuye cuál es su extracción social, también que no todas ellas ingresan en la cárcel con el mínimo surtido de habilidades necesarias para enfrentarse a un entorno hostil y desconocido.
La segunda temporada de Condena (Movistar Plus +) se desliga argumentalmente de la primera, si bien la mayoría de los elementos narrativos dispuestos por el guionista Jimmy McGovern en la entrega anterior siguen presentes. El metraje conciso (tres episodios) posibilitado por el continuo uso de las elipsis (pasamos casi un año junto a ellas), la mirada panóptica sobre el ecosistema carcelario, el cuidadoso examen de sus ritmos y rutinas (las puntuales visitas, las sesiones de terapia), o la utilización de los flashbacks.
Hay, sin embargo, notables diferencias con respecto a su antecesora. Algunas de ellas las encontramos ya en el guion, pero la mayoría de ellas proceden de su puesta en escena, cometido que esta vez recae en Andrea Harkin (Come Home, Soulmates) en sustitución de Lewis Arnold.
Empecemos por el guion. La ampliación de roles protagónicos —de dos a tres— resta espacio al estudio de otros personajes, aunque aquí McGovern demuestra una vez más su habilidad, redirigiendo a las tres reclusas del ala principal a un pequeño pabellón ocupado por un menor número de presas.
Con menos terreno de cubrir, el guionista de Liam (Stephen Frears, 2000), esta vez respaldado por Helen Black (Crimen en el paraíso, Clink), sigue exhibiendo su precisión para el retrato impresionista, para definir personajes en apenas un par de secuencias. Como sucedía en la entrega inaugural, es muy probable que no recordemos los nombres de ninguna de las encarceladas, pero nos resultará difícil olvidar a la mujer alcohólica que golpeó a su nuera embarazada, a la enorme mujer negra que se venga por amor o esa monja que mantiene relaciones secretas con un sacerdote a la que interpreta Siobhan Finneran.
['La Mesías' a fondo: deconstruyendo el 'hype']
Ya sea por los rasgos físicos, por las acciones que definen su temperamento, por lo extraordinario de las situaciones que les ha tocado vivir o por la combinación de todos esos factores, el guion logra dotar de singularidad a esa galería de mujeres evitando enfangarse en la ciénaga de los estereotipos (algo que McGovern y Black consiguen al esquivar la emisión de juicios morales sobre sus criaturas; prefieren entender sus razones… y explicárnoslas).
El peso de este drama carcelario de corte humanista que no reniega de la crudeza, radica en el diseño de sus tres protagonistas. Sigue existiendo un poso amargo en la mirada que se derrama sobre el deshumanizado sistema penitenciario, pero el componente femenino mitiga ligeramente la desazón generalizada.
Es cierto que la férrea reglamentación, el recto conducirse de los funcionarios y los graves antecedentes de las internas conducen a situaciones grotescas con resultados nefastos —a Orla se le terminan los minutos para llamar a sus hijos en mitad de una conversación decisiva y la agente no le concederá una moratoria—, pero al final priman el diálogo y una sororidad a contrapelo que germina en esas sesiones de terapia grupal que las reclusas autogestionan tras la insistencia de Abi (conquistan un espacio para sí mismas que les permite expresarse libremente).
Ese toque humanista no es, sin embargo, complaciente con el sistema. Primero, es importante atender a las causas que motivan la condena de las protagonistas: birlarle pasta a una eléctrica para poder mantener tu casa y a tus hijos porque el sueldo no te da; traficar con heroína porque la otra opción es que tu pareja te rompa las piernas o cometer el más triste y atroz de los crímenes ante la desatención generalizada.
Después, es fundamental observar la montaña de dificultades que se alza sobre las convictas una vez que dejan atrás las rejas: Orla se ve obligada a vivir en una tienda de campaña porque ni tiene dinero para recuperar su casa, porque la casa de su madre era alquilada y el propietario la ha reclamado, y porque el estado no puede proporcionarle un techo que no esté a la venta en Decathlon, pues los hogares de acogida están colapsados ante el exceso de demanda.
En esas circunstancias, ¿cómo se les apañará Orla para conseguir un trabajo en el que le paguen lo suficiente como para alquilar una casa en la que puedan vivir sus tres hijos y así recuperarles? Ese tipo de interrogantes son los que Condena deja flotando en el aire —un aire que huele a humedad y a sangre seca— tras sus 180 minutos.
Los problemas de esta segunda temporada —cuyo resultado final se aleja de la excelencia de la anterior— vienen con lo que en puridad es un cambio de género. Si la 1T abrazaba hasta cortarse las formas del thriller seco, esta 2T se mira en los perfiles del melodrama social. Esta apreciación se deduce no solo de las ilustrativas composiciones musicales de Sarah Warne para agudizar los momentos más emotivos (el speech de Kelsey en el capítulo segundo, por poner solo un ejemplo).
También se observa en las rememoraciones de Abi, ya sea a través de un muy discutible, por manipulador, evidente e innecesario, uso del sonido en off cuyo origen no desvelaremos para evitar spoilers, ya sea mediante ese flashback final que incide en los mismos pecados (un pequeño destripe que afectará a los más cinéfilos: es como haber digerido mail Saint-Omer, la tremebunda película de Alice Diop).
Si las analepsis se utilizan de manera un tanto tosca —principalmente porque lo que allá era expresivo aquí es explicativo y, lo que es peor, redundante en no pocas ocasiones— otro tanto sucede con el montaje paralelo. El final del segundo episodio es, en ese sentido, paradigmático, en tanto en cuanto se fuerza la comunión de acontecimientos (el violento derrumbe de Orla y el parto de Kelsey) buscando un estallido emocional.
Cuando lo ves, por más que la tensión se dispare, no paras de decirte “ya es casualidad que pase todo a la vez”, una sensación que también afecta a otros pasajes empeñados en retorcer las leyes de casualidad: la extoxicómana Kelsey sale de noche de su celda después de que le quiten a su bebé, en ese mismo instante, en el salón del pabellón hay una reclusa fumando base y, en ese momento, aparece Abi para decirle que no haga tonterías, todo muy oportuno. Como ven, en Carlingford existe el insomnio simultáneo.
[‘Nolly’: oda a la televisión popular]
En lo estético, la dirección de Andrea Harkin es mucho menos firme que la de Lewis Arnold. Como se observa en las imágenes que ilustran el presente texto, a excepción de la inicial, hay un extenuante trabajo con los reencuadres que asfixian cada plano y aumentan las dimensiones del encierro (la cárcel dentro de la cárcel, la condena interior de la que es casi imposible librarse).
No obstante, la evolución de los personajes, los cambios que se operan en ellas tras casi un año de reclusión no vienen apoyados por la puesta en escena. La liberación mental de Abi, la posibilidad de pasar un duelo que le había sido vetado y que se abre ante ella tras la confesión grupal, no viene respaldada por nuevas formas. Otro tanto sucede con Orla y conversación con su hijo Kyle (Isaac Lancel-Watkinson) rematada con rutinarios planos y contraplanos.
Solo la salida de Kelsey asumirá un motivo visual propio de la libertad (y que también estaba en la 1T) con ese plano general ampliado por el uso de la grúa que se opone al uso de escalas cortas, la filmación en intrincados interiores que habíamos visto hasta entonces (en ese sentido, Harkin es rigurosa porque no cambia la planificación ni siquiera en los momentos que Orla está en libertad… porque, en realidad, no lo está).
En definitiva, la nueva Condena interesa, sobre todo, por su aproximación temática al binomio cárcel-feminidad —no es casual que Jimmy McGovern haya contado con dos mujeres para desarrollarla— y en su manera de abordar diferentes modelos de maternidad en un entorno tan desfavorable.
Para Kelsey, la posibilidad de ser madre pasa de no contemplarse a verse como una ventaja en forma de facilidades penitenciaras (y de reducción de condena) y de ahí a cambiarle la vida, pues el bebé supondrá su principal motivación para seguir adelante, tanto que se opera en ella un cambio radical, hasta el punto de enfrentarse a una pareja agresiva y, en última instancia, culpable de su encarcelación.
Orla es la madre soltera cuya condena le obliga a dejar a sus hijos, primero, en manos de una abuela alcohólica a la que le quedan dos tragos pero que asume su responsabilidad (aquí no se llega a los extremos de las últimas películas de Ken Loach, pero casi), y después en distintas casas de acogida. Su hijo mayor la repudia y los otros dos la echan irremisiblemente de menos, pero ella poco puede hacer ante una situación que se ha desmadrado. Aquí es el sistema el que impide el ejercicio de la maternidad, el que pone trabas en lugar de ofrecer facilidades a alguien que ha cometido un delito menor y necesario para la subsistencia familiar.
Y por último está Abi, la mujer que le pone rostro a lo que no tiene nombre. La mala madre, la madre terrible incapaz de expiar su culpa, condenada a un martirio constante en forma de agresiones múltiples por parte de las otras presas. Quizá sea la subtrama más difícil de resolver —porque no acepta finales categóricos— y las formas elegidas para darle conclusión puede que no sean las más adecuadas, pero la exposición del caso y la interpretación de Tamara Lawrance (el trabajo del reparto es impecable, para variar) les pondrán un nudo en la garganta. Traten, si pueden, de deshacerlo.