De Jordan Peele (Nosotros, Nop) a Donald Glover (Atlanta) pasando por Steve McQueen (Doce años de esclavitud, Small Axe), Raoul Peck (I’m Not Your Negro, Exterminate All The Brutes), Barry Jenkins (Moonlight, El ferrocarril subterráneo), Issa Rae (Insecure), Janine Nabers (Enjambre), Misha Green (Territorio Lovecraft), Little Marvin (Them) o Ava DuVernay (Así nos ven), la representación de la negritud en la ficción audiovisual contemporánea ha ido desplazándose desde las manos de francotiradores del sistema (Charles Burnett) o del fecundo semillero del exploitation (Melvin Van Pebbles, Gordon Parks, Ossie Davis) al ADN de filmografías integradas en las corrientes más independientes (contemplar la evolución de la carrera de Spike Lee siempre resulta iluminador) para terminar ocupando espacios más o menos relevantes dentro del mainstream. 

Así lo reflejan blockbusters como Black Panther (Ryan Coogler, 2018), los Oscar para 12 años de esclavitud o Moonlight, o la aparición de series de corte popular como Empire (Lee Daniels, Danny Strong, 2015-2020) alejadas de aquellos modelos de comedia familiar del estilo de El príncipe de Bel-Air (Andy & Susan Borowitz, 1990-1996) o Cosas de casa (William Bickley & Michael Warren, 1989-1998).

En este contexto, la aparición de Lawmen: Bass Reeves (Chad Feehan, 2023) parece obedecer a un interés por revisar la historia de Estados Unidos desde una óptica afroamericana, atendiendo a la trayectoria de los que podríamos considerar como sus mitos fundacionales.

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Como es el caso de Nat Turner, líder de una revuelta de esclavos en la Virginia de 1831 cuya epopeya fue glosada por Nate Parker en la controvertida El nacimiento de una nación (2016) y que ya había sido abordada de manera mucho más rigurosa por el insoslayable Charles Burnett en un documental mucho menos conocido titulado Nat Turner: A Troublesome Property (2003).



Sirva la comparativa entre ambos filmes para dar cuenta de ese desplazamiento de los márgenes al epicentro del sistema al que aludíamos anteriormente: mientras que la película de Burnett apenas es conocida, la de Parker ganó dos premios en Sundance.

En esta ocasión, la historia del far west se reescribe a partir de las vicisitudes que jalonaron la real y turbulenta vida de Bass Reeves (David Oyelowo), nacido como esclavo en Arkansas, obligado por su dueño a luchar con el ejército confederado durante la Guerra Civil y huido de su amo para refugiarse durante años en territorio indio antes de convertirse en el primer hombre negro en ser Marshall de los Estados Unidos, un tipo que se hizo respetar gracias a una implacabilidad solo comparable con su excelente puntería.

Hasta 2007, año en el que Art Burton publicó el libro Black gun, silver star poco o nada se sabía del primer agente de la ley afroamericano al oeste del río Misisipi. Desde entonces, su presencia puede ser detectada en series como Watchmen (Damon Lindelof, 2019), que arrancaba con una falsa película muda sobre Reeves, para algunos la figura en la que se inspiró el Llanero Solitario (leyenda apócrifa a la que Lindelof presta no poco crédito a tenor del retrato que ofrece del héroe).



Colman Domingo lo interpretó en un episodio del Timeless (Erik Kripke & Shawn Rya, 2016-2018), y también se le pudo ver en un capítulo de Legends of Tomorrow (encarnado por David Ramsey), además de ser objeto de alguna película olvidable – Bass Reeves (Brett William Mauser, 2010) – y de un documental firmado por Dana Celeste Robinson, In Search of Bass Reeves, actualmente en fase de posproducción.

Sin embargo, y al contrario de lo que sucede en las obras citadas al inicio del texto, aquí la puesta en forma de la biografía de Reeves queda en manos de la (eminentemente blanca) factoría comandada por Taylor Sheridan.



Si bien es cierto que, desde que abriera las puertas del universo Yellowstone, esta es la primera vez que el guionista de Sicario (Denis Villeneuve, 2015) se aparta por completo de las tareas creativas -asume aquí un papel menor como productor ejecutivo- no lo es menos que esta producción para Paramount + que en nuestro país se ve a través de SkyShowtime responde a las constantes de la marca (predilección por el western, preferencia por los retratos de familias turbulentas, respeto por determinados códigos de honor, recuperación de actores veteranos, aquí Dennis Quaid y Donald Sutherland, …).

Fotograma de ‘Lawmen: Bass Reeves'.

Si todos los interiores lucen impolutos, lo mismo la atildada casa de los Reeves que los salones, los burdeles y las ciudades en general, la inaudita presencia de un suboficial negro en cualquiera de esos lugares no desata ningún acto de violencia, como si el brillo de su estrella de hojalata le aclarase la piel a ojos de sus conciudadanos.

Uno no solo echa en falta algo más de insalubridad – de esa suciedad ambiental tejida con el humo de cigarros y el serrín húmedo- sino que la cuestión racial no quede diluida entre pequeñas aventurillas y solo cobre entidad en el tramo final  - no se explota, por ejemplo, el debate que surge entorno a la libertad individual que encarna Reeves, alguien que confunde paz con aislamiento, y el compromiso colectivo que representa Edwin Jones (Grantham Coleman), alguien que lucha por levantar una comunidad negra sólida e independiente en territorio indio, y las contradicciones que todo ello supone.



Todo debería ser más sucio por cuestiones contextuales, pero sobre todo porque el viaje moral que lleva a cabo Reeves -y que no se hace evidente hasta el séptimo episodio- es el de un espíritu corrompido, empapado por la culpa de quien se ha convertido en servidor de los opresores, dejando de lado a su familia y haciendo el mismo trabajo que el de su principal enemigo.

Fotograma de ‘Lawmen: Bass Reeves'.

Ese dilema que carcome el alma de este agente interpretado con pétrea sobriedad por David Oyelowo pedía, de una parte, una puesta en escena más deadwoodiana, pues aquí la necesidad de ganarse la vida deteniendo a proscritos que, en la mayoría de casos, no son más que víctimas del sistema pertenecientes al mismo grupo étnico que Reeves, se opone al crecimiento del sentido de la justicia que trepa por la conciencia de un marshall que se da cuenta de que encarcelar a una vieja mujer negra que ha descabezado a su marido maltratador de un candelabrazo es obrar a favor de la ley pero en contra de la justicia.

Si esa mancha moral no se traslada a las imágenes tampoco la encontramos en una dramaturgia un tanto flácida. Las tensiones que se derivan de la toma de conciencia de un hombre que, a fuerza de sobrevivir, termina siendo el perro de presa de las instituciones -aquí representadas por el salomónico juez Parker (Donald Sutherland)- y, por lo tanto, el garante de un ordenamiento social que penaliza continuamente a los que son como él, solo afloran muy al final.



La serie se desinfla, sobre todo, a causa de la multiplicidad de puntos de vista. Al de Reeves se suman el de su esposa Jennie (Lauren E. Banks) y el de Sally (Demi Singleton), la mayor de sus cinco hijos, pero sus historias hogareñas palidecen frente al poderío que desprende la trama principal: no es que las perspectivas femeninas sean innecesarias, es que se mueven entre el tópico (la mujer que espera y desespera, la adolescente rebelde) y la endeblez, verbigracia esa tímida operación de acoso que la familia sufre por parte de unos niñatos blancos candidatos a ingresar en las juventudes del Klu Klux Klan.

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El otro gran obstáculo que la serie logra superar a duras penas lo encontramos en el valle que se abre en sus episodios centrales, cuando el verdadero conflicto se disipa – y este no es otro que el enfrentamiento entre Reeves y Esau Pierce (Barry Pepper), un exsoldado confederado de gatillo rápido que no está dispuesto a que los ideales yanquis le estropeen un proyecto empresarial que no contaba con el abolicionismo - y asistimos a un puñado de intervenciones policiales por lo demás bastante rutinarias.



Lawmen: Bass Reeves pedía menos episodios, mayor concentración y una narrativa rocosa como los bíceps de Oyelowo – la continua utilización de los flashbacks entorpece el flujo narrativo- para compensar el desmayo de su parte central en oposición a la tensión que hace que sus extremos vibren.



Posee los arranques propios de las obras que llevan el sello Sheridan (aquí la carga suicida de un batallón del ejército sureño) y su potente conclusión, que la emparenta con títulos como Django desencadenado (Quentin Tarantino, 2012) o Déjame salir (Jordan Peele, 2017) por distintos motivos, hacen que el nivel aumente, lo que no quita que buena parte de su ecuador sea perfectamente prescindible.