La muchacha está sentada a la mesa de un café. Tiene las piernas apoyadas en la silla de enfrente y sostiene, a la altura casi de las rodillas, un libro abierto. No está leyendo el libro, sin embargo; al menos no ahora. Lo que lee es la pantalla del smartphone colocado encima del libro. Permanece muy absorta durante un rato, recorriendo ventanas con el dedo. Luego aparta el smartphone y ahora sí lee el libro.

No dura mucho. Apenas ha pasado un par de páginas cuando una señal le avisa de que le ha llegado algún mensaje por WhatsApp. Lo lee con una sonrisa, lo responde tecleando a toda velocidad, luego recorre otros mensajes. Cuando se cansa, de nuevo aparta el smartphone y reemprende la lectura del libro. Su mirada, sin embargo, se distrae a menudo con lo que pasa alrededor, además de echar constantes miradas de soslayo a la pantalla del smartphone, que permanece encendida. Ahora lo que suena es la melodía del teléfono. Enseguida responde y se pone a hablar durante varios minutos. Al terminar, se queda un rato pensativa y retoma la lectura otra vez.

La escena que describo es muy común, incluso familiar. Nos hemos acostumbrado a ella. Hace unos pocos años, yo mismo la hubiera contemplado con impaciencia, diciéndome que este no es modo de leer, que así no hay manera.

Pero ha pasado el tiempo, la escena no deja de repetirse, y me pregunto por qué pienso que no es este un modo de leer. Pues sí lo es, a la vista está, por muy incompatible que sea con el mío propio.

Más que asombrarnos o que rasgarnos las vestiduras ante la escena de esa muchacha leyendo, quizá sea el momento de plantearnos dos cosas.

¿Cuándo aceptaremos que también la actividad lectora es mudable, que nuestra forma de leer está tecnológica y culturalmente condicionada?

La primera: la manera de leer de esa muchacha no es una anomalía. Es la manera en que leen millones de personas en la actualidad, jóvenes y adultas, entre ellas muchas que se toman a sí mismas por lectoras con la misma autoridad que yo.

La segunda: ¿cuándo aceptaremos que también la actividad lectora es mudable, que nuestra forma de leer está tecnológica y culturalmente condicionada, y que, por mucho que haya sido la hegemónica durante cinco siglos, hace ya tiempo que le ha sonado la hora?

En el siglo XIX, la Revolución industrial y las nuevas concentraciones urbanas dieron lugar a una experiencia de la ciudad y de la multitud completamente inéditas. Ya Baudelaire hablaba del paseante urbano como una especie de aventurero sometido a toda suerte de reclamos y peligros. Durante décadas, el arte y la literatura se empecinaron en representar el nuevo tipo de receptividad a que daban lugar las nuevas condiciones de vida en las grandes ciudades. Tras la huella de Baudelaire, Walter Benjamin indagó audazmente sobre ello.

Hace ya mucho que una transformación semejante viene penetrando los hábitos de lectura. Pensemos en el escándalo que supondría para un homme de lettres de comienzos de finales del XVIII observar el modo en que se leía en los cafés que entonces empezaban a proliferar en las ciudades, siempre ruidosos y abarrotados, y adonde tantos concurrían para leer los periódicos del día.

Esos mismos periódicos, repletos de contenidos muy variados y a menudo fragmentados, constituirían para ese homme de lettres artefactos demoniacos.

La muchacha aludida se ha desentendido del imperativo de la continuidad asociado tradicionalmente a la lectura y asume e integra con toda naturalidad una simultaneidad de estímulos que, desde hace décadas, viene socavando la experiencia lectora tal como la determinó la imprenta.

Va siendo hora de aceptar que somos los supervivientes de una era transitoria. Y de confiar en que, una vez más, transcurrido el tiempo suficiente, lo ganado valga por lo perdido.