La cuarta temporada de 'True Detective': Noche (bi)polar
La dramaturgia de la teleserie creada por la mexicana Issa López, e interpretada por Jodie Foster y Kali Reis, presenta unas oscilaciones dignas de estudio.
Si el trastorno al que se alude en el titular contempla la alternancia de fases maníacas y depresivas (o la presencia de una de las dos opciones combinada con etapas de estabilidad), a la cuarta temporada de True Detective bien podría asignársele tal diagnóstico.
No solo porque sus dos protagonistas, la comisaria de policía Liz Danvers (Jodie Foster) y la agente Evangeline Navarro (Kali Reis) sufren desarreglos psicológicos vinculados a esas tendencias en no pocos momentos, sino porque la propia dramaturgia de la teleserie creada por la mexicana Issa López presenta unas oscilaciones dignas de estudio.
De hecho, estamos ante una propuesta en la que lo traumático deviene más importante que lo criminal, también ante un argumento escindido en el que el trabajo policial y la revelación mística se van intercalando, incluso ante un armazón narrativo partido en dos, con tres primeros episodios que hacen de la sugerencia virtud y con otros tres que, a fuerza de racionalizar el misterio principal, acumulan resoluciones torpes y, sobre todo, mucho menos interesantes que las que se podían elucubrar a tenor de su planteamiento.
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No olvidemos que nos enfrentamos a un título que arranca con una manada de alces lanzándose inexplicablemente al vacío ante la atenta mirada de un cazador y termina con un prosaico ajuste de cuentas firmado por un improvisado sindicato de mujeres obreras en defensa de la sororidad (un título alternativo bien podría haber sido: los hombres que no amaban a las mujeres y que no sabían que sus amigas tenían cerillas y un bidón de gasolina).
En la nueva entrega de esta antología noir con desvíos hacia lo preternatural, Issa López recoge el testigo de Nic Pizzolatto para redirigir nuestras miradas hacía el anverso femenino del género.
True Detective: Noche polar se mantiene fiel a la dualidad protagónica de la entrega original, con Jodie Foster y Kali Reis brillando a gran altura como las detectives encargadas de indagar sobre la desaparición de ocho científicos que desarrollan sus labores de investigación en la estación Tsalal, situada en la ficticia población de Ennis (Alaska).
El libreto también mantiene vivas algunas constantes ya fijadas por Pizzolatto, como la conexión de un antiguo asesinato con el caso principal, la importancia de la localización (una pequeña ciudad a punto de adentrarse en la eterna noche polar) y de un entorno opresivo y endogámico, la podredumbre de unas instituciones pervertidas por el capitalismo (aquí la bandera del progreso científico manchada por los intereses mineros y las consecuencias que esa torticera unión tiene sobre la salud de la población) o la lucha de la luz frente a la oscuridad.
Lo más interesante es, sin duda, la composición de las protagonistas. Danvers y Navarro son dos mujeres con más aristas que un juego de dados de rol. Son personas defectuosas, con un pasado común marcado por un crimen convenientemente ocultado y con serias dificultades para enhebrar la aguja del afecto en un corazón ajeno.
Danvers es áspera, dictatorial y retorcida (Foster lo borda). Navarro es hosca, violenta y vengativa (Reis es todo un descubrimiento). Están tan lejos de ser unas heroínas como Leland Palmer de recibir el título de padre del año (de hecho, solventar el caso se convierte en un ejercicio de autoafirmación, en un demostrarse que está vez pueden hacer las cosas bien).
['True Detective'. Tarde, mal y nunca]
Y están bien definidas desde la acción: Navarro llevando el ritmo de sus encuentros sexuales con Eddie Qavvik (Joel Montgrand), Danvers manipulando día sí, día también a su subalterno Peter Prior (Finn Bennett).
El problema es que López y su equipo de guionistas sobrecargan la trama de conflictos emocionales: no es suficiente que las dos policías estén involucradas en un presunto asesinato ocurrido en el pasado, además, en esta historia de familias rotas y desestructuradas, una habrá perdido a un hijo y la otra perderá a una hermana, por no hablar de la tensa relación que Danvers mantiene con su hija (Navarro está peleada con el resto del mundo en un combate que tiene muy difícil ganar).
Una acumulación de problemas que también afecta a la tercera constante de esta ecuación, el joven oficial Peter Prior, puteado por su jefa, peleado con su mujer y hasta el gorro de aguantar a su padre, también policía. Sigmund Freud y Carl Jung hubiesen necesitado un podcast de siete temporadas para analizar tanto trauma.
Esa ciclotimia que afecta a los guiones también se observa en la puesta en escena. Se pasa de trabajar con la idea de la espiral para indicar las conexiones entre la desaparición de los científicos y la muerte de Annie K. (el resorte que todo lo inicia) y acuñar un idea de punto de partida desde que el se expanden el resto de acontecimientos (Danvers disponiendo las fotos de esa manera en el capítulo primero) a reiterar en exceso ese tipo de motivos visuales o, directamente, a desechar composiciones más elaboradas en favor de soluciones que van entre la aparatosidad (el tiroteo con el que se cierra el quinto episodio) o el recurso trasnochado (una bochornosa transición, por gastada, entre un grito y el sonido de una tetera).
Es como si, a todos los niveles, la serie no pudiese cumplir con las promesas que nos lanzó en su primera mitad —las citas a La cosa (John Carpenter, 1982), las apariciones del oso polar tuerto, la ‘congelación’ de los científicos—, y se preocupase por dar carpetazo al caso reduciendo lo inefable a la categoría de anécdota (el oso como obvio recuerdo del hijo perdido).
Al contrario que, por ejemplo, en Outer Range (Brian Watkins, 2022), aquí se opta por minimizar el impacto de lo sobrenatural y potenciar el mensaje —cómo si las dos opciones no pudiesen convivir, como si David Lynch no existiese—, y lo que en los inicios se antoja sutil al final termina siendo evidente, desde la insistencia con los símbolos hasta el uso de las canciones (al capítulo cuarto le puso sonido un DJ aburrido), pasando por los flashbacks innecesarios (el dedicado a Ottis Heiss en el 4.04) o por el continuo encadenado de giros de guion que buscan la sorpresa por la sorpresa.
Lo más curioso, si uno repasa el inicio y lo compara con la solución que finalmente se nos da, es que existía una idea de partida para obtener un resultado mucho más satisfactorio al finalmente alcanzado.
Danvers, una mujer que empieza buscando sus gafas para ver bien y que insiste en que hay que hacer las preguntas correctas, no es capaz de dar con la clave del misterio hasta el episodio final porque no ha interrogado a quien debía ni ha mirado hacia el sitio adecuado.
Lo mismo nos pasa a los espectadores, incapaces de reparar en que True Detective: Noche polar empezaba con un grupo de científicos dedicados a labores tradicionalmente asociadas a lo femenino (cocinar, lavar, limpiar), quehaceres que denotaban la ausencia de aquellas que se encargaban de esos trabajos, mujeres invisibles para todo el mundo —constantemente vapuleadas (¿cuantos casos de maltrato aparecen a lo largo de los seis capítulos?)— tanto que ni siquiera nosotros habíamos pensado en ellas como posibles justicieras.