'Habitar el color', 2024. Foto: © Joaquín Cortés / Museo Helga de Alvear

'Habitar el color', 2024. Foto: © Joaquín Cortés / Museo Helga de Alvear

Arte

Carlos Bunga en el Museo Helga de Alvear: la tierra bajo los adoquines

El centro de arte organiza una antológica de media carrera del artista portugués con piezas inéditas y una gran instalación pictórica.

24 febrero, 2024 02:04

Dibujar como lo haría un árbol, construir como lo haría un pájaro, modelar como muta una oruga en crisálida, orgánicamente, en silencio, antes de convertirse en mariposa y volar libre. Carlos Bunga (Oporto, 1976) performa, hace arte como si lo hiciera la naturaleza misma en el Museo Helga de Alvear. Se acerca a ella como un chamán que invoca pequeños ritos de transformación apenas perceptibles, discretos, íntimos.

Performar la naturaleza

Museo Helga de Alvear. Cáceres. Comisaria: Sandra Guimarães. Hasta el 12 de mayo

Su pintura expansiva, incluso monumental, contrasta con su gesto humilde y minimalista, y nos confronta con los objetos y con la naturaleza de un modo atávico. Más allá de sus famosas instalaciones en cartón, como la que produjo en el Palacio de Cristal del Reina Sofía en 2022, Performar la naturaleza desvela un Bunga desconocido, con varias piezas inéditas donde la pintura crece y baila con la arquitectura, con la escultura, con el vídeo, el dibujo o el collage, creando una propuesta híbrida que el espectador puede recorrer, atravesar e incluso habitar.

Planteada como una antológica de media carrera con más de 100 piezas, su comisaria, Sandra Guimarães, se estrena en la dirección del museo con esta exposición tras su paso por Bombas Gens Centre d’Art de Valencia, pero reformulándola y adaptándola a los espacios más íntimos del museo cacereño. Se incluyen piezas nuevas además de las pertenecientes a la colección, lo que evoca nuevas lecturas y conexiones con el espacio.

La naturaleza se abre paso en una exposición que va a contracorriente. Nos obliga a experimentarla presencialmente

Cabe destacar el trabajo de Guimarães como catalizador de un Bunga más poliédrico en un ejercicio curatorial impecable, que incluye, por ejemplo, los exquisitos dibujos realizados en 1998 y nunca exhibidos hasta ahora –cuando el artista aún estaba en la universidad– de gestos pensados como si fueran realizados por un árbol con una fuerte influencia orientalista, o los que ejecutó en 2017 durante la residencia artística del prestigioso escenógrafo Robert Wilson en Long Island (Estados Unidos) en los que piensa los vientos de un modo abstracto.

La inclusión de dos pequeñas piezas videográficas grabadas con su propio teléfono móvil, y también inéditas, supone un acierto; consolidan y amplían el vocabulario del artista como un catálogo de naturalezas salvajes domesticadas.

Vista de la exposición © Joaquín Cortés / Museo Helga de Alvear

Vista de la exposición © Joaquín Cortés / Museo Helga de Alvear

En Bunga hay reminiscencias del trabajo del colectivo artístico japones Gutai, de Takashi Murakami, del povera de Giovanni Anselmo, de la ruina de Gordon Matta Clark, incluso del dripping, ese característico goteo de Jackson Pollock. Sus materiales precarios como el cartón, la madera, el fieltro, las ramas, las flores muertas, la cera de abeja, la cola adhesiva o los tejidos cotidianos (como sábanas o alfombras) convierten al museo en un refugio nómada, un concepto que deviene hilo conductor de la exposición.

No olvidemos que Bunga llega a Portugal en el vientre de su madre, exiliada de la Guerra Civil angoleña. Ese hecho conforma fuertemente su identidad nómada que declina, desde su taller de Barcelona donde reside actualmente, junto a un cierto panteísmo ecologista del que se interpreta que lo único permanente es la constante transformación. Lo vemos, por ejemplo, en las pinturas que realiza con cera de abeja que cambian necesariamente de color debido a su proceso oxidativo. Como ese cambio forma parte de la pieza, contiene a su tiempo mismo. Su trabajo, en apariencia tautológico, se enriquece con las capas de tiempo que transforman la materia.

[Instalar a Mario Merz]

Insectos, moléculas, microorganismos o neuronas dibujadas despreocupadamente a bolígrafo, junto a cadenas de ADN o a vasos sanguíneos que revelan su interés por el mundo microscópico en el que las formas dialogan orgánicamente entre sí. A su lado, unos termiteros de cerámica crecen del suelo al techo y se oponen a unas crisálidas gigantes, estas en papel maché, que caen del techo al suelo, quizá activando una de las dicotomías más interesantes de la exposición.

No pueden abandonar el museo sin bajar a la planta -1 del nuevo edificio Emilio Tuñón, el que aloja la colección, y descalzarse para entrar físicamente en un cuadro. Habitar el color (2024) es una monumental pieza pictórica inmersiva que se transita, se conquista y se experimenta emocionalmente. Bunga pinta el suelo de una sala entera de un árido naranja que refulge e incluso trepa por las ventanas hasta el patio exterior. Este nuevo corazón del museo late como un continuo atardecer que cambia con la luz natural. En su superficie encontramos piedras y ramas traídas desde las afueras de la ciudad que evocan un desierto, quizá otro planeta, quizá lo que quede del nuestro tras la acción devastadora del hombre.

Vista de la exposición © Joaquín Cortés / Museo Helga de Alvear

Vista de la exposición © Joaquín Cortés / Museo Helga de Alvear

Bajo los adoquines portugueses del patio del museo que une ambos edificios, la naturaleza se abre paso en una exposición que va a contracorriente de las tendencias. Nos obliga a experimentarla presencialmente porque es más que la construcción de una imagen. Es una voluntad de habitar (y amar) el mundo.