“Nos somos personajes de novela”, le oímos decir a Antonia Scott (Vicky Luengo) en el episodio final de Reina roja (Amaya Muruzabal, 2024). Probablemente, no le falte razón. Puestos a buscar un género adecuado, quizá la opereta se ajuste más a los resultados logrados por esta adaptación de la novela homónima de Juan Gómez-Jurado de la que se han encargado los guionistas Amaya Muruzabal (Hernán) y Salvador Perpiñá (Periodistas, Isabel).
El encadenado de situaciones inverosímiles, los personajes fabricados con el molde del cliché o su afán por resultar accesible la acercan a esos estándares (la banda sonora ‘original’, mitad composiciones de Víctor Reyes utilizadas de manera enfática, mitad canciones pop oportunamente versionadas para la ocasión, también juega un papel importante, aproximándola casi más a ese género musical que al folletín, del que también se nutre).
Vayamos paso a paso. La primera de las aventuras protagonizadas por Antonia Scott, la mujer más inteligente del planeta (su coeficiente intelectual es de 242), arranca con el brutal asesinato del hijo de una poderosa empresaria, seguida del secuestro de la hija del hombre más rico de España. Los dos casos están conectados.
Para resolverlos, Mentor (Alex Brendemühl), el responsable de un programa secreto del gobierno, recurre a Scott, otrora a su servicio y ahora recluida en un apartamento del barrio de Lavapiés afectada por una grave crisis personal. Para reclutarla, Mentor se servirá de Jon Gutiérrez (Hovik Keuchkerian), un policía vasco y temperamental con serios problemas laborales que no tendrá más remedio que aceptar el encargo de convencer a Scott si quiere que su situación mejore o al menos deje de empeorar.
Scott es una mujer retraída, huraña y supuestamente perspicaz, con toda probabilidad afectada por algún trastorno del espectro autista. Un cruce entre la Saga Noren (Sofia Helin) de Bron/Broen (Hans Rosenfeldt, 2011-2018) y el Sherlock Holmes encarnado por Benedict Cumberbatch en la serie creada por Steven Moffat y Mark Gattis (quédense con esta referencia, volveremos a ella).
Personajes como el de Antonia Scott atiborran la teleficción contemporánea (de Sheldon Cooper a Shaun Murphy) y ella no aporta ningún matiz diferencial a excepción de su maternidad, recurso utilitarista y difícil de justificar atendiendo a su conducta (es difícil ver a una madre en una mujer que no soporta el contacto físico, desposeída de habilidades sociales, reacia a cualquier tipo de interacción… Salvo que su trastorno haya sido causado por el trauma que la mantiene aislada del mundo, posterior a su maternidad, cosa poco creíble a tenor de cómo se nos la presenta durante la fase de reclutamiento inicial).
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Independientemente del diseño, Vicky Luengo se ajusta a los perfiles del rol desde la disposición defensiva de su menudo cuerpo (encorvada, las manos retraídas), ofreciéndonos sus andares robóticos acompañados de las modulaciones metálicas de su voz, como si a HAL 9000 le hubiese prestado sus cuerdas vocales una mujer, o con la constante negación de la mirada a sus interlocutores, rasgos físicos que denotan sus carencias afectivas.
El problema no radica tanto en las interpretaciones sino en el diseño mismo de los personajes, apenas barnizados con un par de singularidades para tratar de disimular su condición estereotípica. La homosexualidad de Jon Gutiérrez se antoja oportunista, quiere hacerse pasar como un gesto de normalidad, pero siempre que se exhibe es para sacarle ventaja (la seducción/chantaje al guardia de seguridad que encarna Fernando Guallar) y responde, una vez más, a tópicos manidos.
En todo caso, Gutiérrez es un coprotagonista que se autoconsume a los dos episodios, devorado por el exceso de retórica que embadurna sus frases engoladas, como si fuese la versión XXL del Joe Hallenbek (Bruce Willis) de El último boy scout (Tony Scott, 1991), solo que Gómez-Jurado no es Shane Black y oír réplicas ingeniosas durante hora y media resulta gracioso, pero durante 350 minutos termina siendo tan cargante como un certamen de batucadas.
Y ese es el gran lastre de una ‘serie entretenida’ como Reina roja, que es reiterativa hasta la saciedad. En la manera de resolver los diálogos, en las bromas sobre la gordura de Jon, en la sucesión inacabable de giros de guion, en la plasmación de los miedos de Scott (y venga los monos) o en el uso funcional de los personajes (ese párroco que aparece cuando se necesita desentrañar el significado de una cita bíblica).
En líneas generales, la construcción del relato es sumamente caprichosa. Antonia Scott debe estar reservando su privilegiada inteligencia para futuras entregas, pues sus ejercicios deductivos son escasos y de una sencillez bochornosa (la mayor parte del tiempo prefiere contener el gasto neuronal: en un punto determinado, buscada por todas las autoridades del país y con su foto plastificando las carpetas de todos los responsables de los servicios de inteligencia patrios, es incapaz de deducir que si no se disfraza la reconocerá hasta Rompetechos sin gafas).
Ezequiel (Nacho Fresneda), el villano (de opereta) aparecerá de la nada montado en un Porsche para intentar atropellar a nuestros desprevenidos héroes (desconocemos cómo sabía que se encontraban ahí en ese preciso instante, pero eso da pie a una persecución muy molona y permite que la trama avance, así que tampoco importa mucho…).
Por cierto, después secuestrará a Antonia y la dejará intacta. La coartada argumental es que hay un plan maestro y aquí solo asistimos a la primera parte del juego, así que no hay que comerse las piezas antes de hora (lógico, muy lógico, no es).
La presunta accesibilidad de la serie –esto es, la elaboración de un ejercicio de lectura fácil para que se siga sin pestañear (y sin pensar demasiado)- se traduce en la aplicación de soluciones extraídas del más trasnochado recetario del cine de género: desde los subrayados musicales acuñados por el melodrama más gastado que refuerzan todas y cada una de las escenas emotivas, hasta la estética de publirreportaje que empapa secuencias que parecen haber sido sufragadas por la Oficina de Turismo del Ayuntamiento de Madrid (especialmente sangrante es la de la chocolatería San Ginés).
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Esa iteración de tropos narrativos y visuales es constante. Si en la novela de Gómez-Jurado nuestra imaginación coloreaba el inexplicado funcionamiento de la mente de Scott, la traducción en imágenes de su mecánica cerebral, lejos de ser innovadora, se limita a copiar soluciones que ya aparecían en Sherlock (Steven Moffat & Mark Gattis, 2010-2017) o en Hannibal (Bryan Fuller, 2013-2015). Sucede que, ni siquiera en este apartado, se respeta una mínima línea de coherencia.
Si en el episodio inicial, el asesinato del hijo de Laura Trueba (Emma Suárez) puede recordar lejanamente a la espléndida serie creada por Bryan Fuller (tanto por la composición arty del cuadro homicida como por las proyecciones mentales de la investigadora), cuando en el cuarto episodio Antonia pruebe la tortilla de patatas de la madre de Jon y se utilice esa plantilla para pintar un bodegón que parece una parodia de Ratatouille (Brad Bird, 2007), veremos que los problemas de tono son más que evidentes (por no hablar del ‘momento marioneta’ ubicado en el season finale, embriagado de una literalidad espantosa).
En ese afán por maximizar la audiencia, Reina roja remite (directa o indirectamente) a hitos de la cultura popular como Terminator (James Cameron, 1984), El señor de los anillos (Peter Jackson, 2001-2003), CSI en cualquier de sus formulaciones, Expediente X (Chris Carter, 1993-2002) o a Men in Black (Barry Sonnenfeld, 1997), a iconos superheróicos como Spider-Man, a clásicos como Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) o a El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991), citas que trufan está buddy movie de inspiración quijotesca y resultados que satisfarían a Dan Brown (por cierto, guiños hay muchos, muchísimos más).
Si buscamos un símil, Reina roja está más cerca de la folletinesca El inocente -adaptación a cargo de Oriol Paulo de una novela de Harlan Coben– que de La novia gitana/La red púrpura (VV.AA., 2022-2023), traslaciones más oscuras y adultas de los best sellers de Carmen Mola.
Como operación comercial, Reina roja es un acierto y, a buen seguro, será un exitazo para Prime Video (no todos los días aparece una serie que cuenta con un público objetivo de más de 2,5 millones de lectores). Como ejercicio de entretenimiento no puede ser más rutinario. Si alguien se la intenta vender como una gran serie de televisión, pídanle el ticket regalo. A no ser que les guste la opereta.