Cuando aquel video se viralizó y el eslogan ("el violador eres tú") infectó las pantallas de medio mundo, no fuimos pocos los que enarbolamos la bandera del 'not all men'.

Sin embargo, a poco que uno abandonase la literalidad de aquella frase y, de paso, su picajosa indignación, podía darse cuenta de que ofrecía una lectura profunda sobre un problema sistémico (pedagógico, social, judicial) basado en una cosmovisión eminentemente masculina (heterosexual y blanca, para más señas) que dictamina sobre el mundo.

El caso del Sambre, la última serie firmada por Jean-Xavier de Lestrade, viene a demostrar las consecuencias tangibles de esa mirada dominante y a mostrarnos cómo fue posible que un mismo hombre violara a más de 50 mujeres durante 30 años en una pequeña zona situada en el norte de Francia, lindando con la frontera belga, atravesada por el río que da título a esta producción de France 2 y la RTBF (Télévision Belge) que acaba de estrenar Movistar Plus +.

La importancia de la aproximación de Lestrade radica en la minuciosidad con la que analiza una problemática que amenaza con ser endémica, pero, sobre todo, en el tratamiento visual de las víctimas. En El caso del Sambre la forma (fílmica) supone una clara toma de posición.

1. Estructura

A partir de la novela de Alice Géraud y con un guion firmado por la propia escritora y Marc Herpoux, Jean-Xavier de Lestrade, que se encarga de la dirección de los seis episodios, repasa tres décadas de impunidad.

El relato, sin embargo, está lejos de centrarse en el sujeto criminal y adopta una composición multifocal que avanza apoyada en tres ejes transversales. Para resumir esos treinta años y mostrar esa evolución periclitada, ese tiempo que pasa sin que nada suceda, los guionistas dedican cada episodio a un personaje clave en el desarrollo de la investigación.

El primero estará protagonizado por Christine Labot (una impresionante Alix Poisson), la primera víctima identificada, puesto que antes de ella hubo otras mujeres. El segundo se centrará en la jueza Irène Dereux (Pauline Parigot) que instruyó el caso en la segunda mitad de los noventa y que fue la primera en constatar la existencia de un violador serial.

El tercero, en la alcaldesa comunista Arlette Caruso (Noémie Lvovsky), que interviene después de que una trabajadora municipal haya sido agredida y que amplifica la difusión del suceso utilizando como altavoz los medios de comunicación.

El cuarto lo encabeza Cécile Dumont (Clémence Poésy), una científica geomática que encara la investigación desde una óptica distinta para determinar que los perfiles trazados por los psicólogos forenses son erróneos y que el sospechoso es alguien de la zona perfectamente integrado en la comunidad.

El quinto episodio, el primero protagonizado por un hombre, lo encabeza el comandante Étienne Winckler (Olivier Gourmet), un policía tenaz y metódico que, a instancias de una jueza, reabre el caso con la orden de darle carpetazo lo antes posibles ante la acumulación de expedientes.

El capítulo final estará dedicado a la última etapa de la vida del violador, Enzo Salina (Jonathan Turnbull), pues la narración es progresiva y cada capítulo, contado siempre desde el presente, ocupa una franja temporal concreta para ir desde 1988 hasta 2018.

Los episodios están separados por grandes elipsis y su consistencia se debe a la repetición de ciertos elementos que rompen la narración en primera persona (cada capítulo posee el punto de vista de un personaje) para abrazar una omnisciencia limitada, pues ese cambio en la focalización siempre nos conduce a los mismos personajes.

El primero es Christine Labot, que funciona como epítome de todas las víctimas, aunque haya otras que reaparecen de manera puntual, pero siempre asociadas a uno de los puntos de vista dominantes.

A través de breves secuencias conocemos cómo ha ido desenvolviéndose la vida de madame Labot, indefectiblemente definida por la violación, algo que queda patente tanto en las secuelas inmediatas que se observan en el segmento que protagoniza, pero, sobre todo, en la relación que mantiene con su hija, a la que sobreprotege y vigila para evitar que la historia se repita.

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Otra presencia recurrente es la de Jean-Pierre Blanchot (Julien Frison), el policía novato que llega a la comisaria de Maubege y toma declaración a Christine, y a quien vemos ascender en el escalafón policial con el paso de los años, un capitán que solo asume su responsabilidad profesional, amén de confesar sus continuos errores, con la llegada de una autoridad superior como la del comandante Winckler.

'El caso del Sambre'

La tercera figura constante es la de Salina, lo que permite a Lestrade mostrárnoslo como el tipo corriente que era. Impecable operario fabril, entrenador de fútbol (incluso femenino), amigo de sus amigos (entre ellos el agente Blanchot), marido ausente y padre amantísimo. Y sí, también un violador en serie.

Ese retablo polifónico hace que El caso del Sambre trascienda la categoría del true crime en su versión ficcional para constituirse como un estudio sociológico sobre la relación que la sociedad mantiene con los delitos de violencia sexual y los distintos sesgos que marcaron el devenir de todos estos casos y de la causa judicial.

Lestrade y sus guionistas abandonan desde el inicio la idea del whodunit al tiempo que, como veremos después, no dejan de tomar posición ante los sucesos. Para ello, son necesarias las precisas descripciones de los usos y costumbres de todos los personajes que aparecen en pantalla.

Unas veces les basta únicamente con mostrar elocuentes detalles –el metódico Winckler que siempre cena ensalada César y tisana para evitar digestiones pesadas y mantenerse alerta y activo-; otras se entregan al retrato pormenorizado, pero siempre sabemos cómo son aquellos a los que estamos observando (la científica absorbida por el caso, la alcaldesa comprometida, la jueza pertinaz…).

Y lo mismo vale para la comunidad, especialmente bien definida en el cuarto episodio: una zona industrial, carcomida por el paro, privada de oportunidades de futuro, habitada por trabajadores ubicados en los sectores secundario y terciario (fábricas, pequeños negocios), gris y sin demasiados alicientes… Terreno abonado para el aterrizaje de la extrema derecha, como la propia serie apunta en un guiño en forma de cartel electoral que no deberíamos dejar pasar por alto.

2. Puesta en escena: víctima(s) vs. verdugo

El caso del Sambre

Son las formas las que elevan El caso del Sambre no solo por encima de cualquier true crime al uso, sino también por encima de la mayoría de las series estrenadas en el presente ejercicio.

Es la puesta en escena la que determina el posicionamiento de Lestrade con respecto al material que trata. En la primera deposición de la señora Labot, la cámara se mantiene fija en su rostro -lo mismo sucederá con Jamila Bensaid (Salomé Ayache). Asistimos impotentes al relato de unos hechos terribles y ni la cámara ni el montaje nos proporcionan un solo punto de fuga. La verdad en crudo. Ahí la tienen, gestiónenla como puedan.

El detalle de mantener el plano fijo (aunque no estático) también implica negarle la imagen al interrogador, en este caso al tosco capitán Breton (Pasquale D’Inca), un tipo con la delicadeza de un elefante haciendo origamis. Que solo oigamos sus absurdas preguntas y, en ese momento decisivo, no le veamos, es la manera que tiene Lestrade de mostrar que estamos ante alguien incapaz de comprender a su interlocutora (y que, por lo tanto, no puede igualarse a la víctima en una combinación de plano/contraplano).

Esa relación dramática/formal/institucional cambia cuando quien pregunta es una mujer, como sucede con la jueza Dereux durante la declaración de Jamila, cuyas apariciones son oro molido. Cuando hay empatía e interés verdadero la reciprocidad (el plano y el contraplano), son posibles.

Esa matriz formal, aplicada con rigor cuando se filma a las víctimas, cambia radicalmente (aunque no de manera ostentosa; estamos ante una serie sobria) cuando, en el episodio final, quien pasa por la sala de interrogatorios es el violador para vérselas, una vez detenido, con el comandante Winckler.

Ya desde el inicio de la secuencia, el policía se nos muestra como la figura de autoridad a través de un ligero contrapicado. La cámara se desplazará desde él hasta Salina para dibujar un plano en escorzo en el que el emplazamiento del objetivo delimita quien es la voz del poder y, sobre todo, de la razón, en ese despacho (Winckler en primer término del encuadre, desenfocado, mirando de arriba hacia abajo a un empequeñecido y arrinconado sospechoso).

Salina quiere presentarse como ejemplo de honestidad; el comandante rebatirá todos y cada uno de sus argumentos (incluido el de la doble personalidad): aquí ni la cámara se mantiene fija filmando las palabras de Salina (porque eso implicaría otorgarle el mismo estatuto que a las víctimas y dar veracidad a su testimonio) ni la sucesión de planos y contraplanos denotan empatía o equidad (como sucedía cuando las víctimas hablaban con una igual).

La cámara se desplaza desde Winckler al interrogado y desemboca en composiciones que insisten en el desequilibrio entre ambos (verdad/mentira) y en la progresiva situación de acorralamiento de un tipo que abusó de más de cincuenta mujeres, entre ellas varias menores.

El caso del Sambre

De la comparación entre las secuencias dedicadas a las víctimas y la consagrada al criminal se deduce la posición de Lestrade con respecto al material que trata (el plano con el que se cierra la serie no puede ser más rotundo), algo que también se observa en el uso del montaje (obra de Sophie Brunet) y en el trabajo con el fuera de campo a la hora de retratar la violencia.

Lejos de entregarse a un whodunit convencional, ya en el primer episodio, el director de Un culpable ideal (2001) empalma la secuencia de la declaración de madame Labot con la primera aparición de Salina, impeliendo al espectador a crear una asociación entre la agredida y el hombre que aparece inmediatamente después. El establecimiento de ese tipo de diálogos entre secuencias que exigen de la inferencia del espectador para tejer las relaciones entre los distintos segmentos es continuo.

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A lo largo de los seis episodios, Lestrade nunca muestra los actos criminales del violador, únicamente observamos sus trágicas consecuencias. Nótese, por no abandonar del todo la cuestión del montaje, cómo en la secuencia que abre la serie el cuerpo de Christine Labot aparece ‘troceado’ por los cortes de edición, la agresividad del recurso denota la violencia del acto perpetrado sin necesidad de haberlo visto.

Solamente al inicio del capítulo final asistiremos a la primera fase de uno de los ataques de Salina, oportunamente suprimido por una elipsis, algo bastante lógico dado que estamos el episodio que se le dedica, al que debemos ver, al igual que ha sucedido con el resto de los personajes, en todas sus facetas vitales (laboral, familiar, social… y aquí, también, criminal).

Sea como fuere, Lestrade se aparta de la reconstrucción morbosa, renuncia a la revisión dramatizada del trauma y redobla la angustia de los acontecimientos haciendo que sea el espectador quien tenga que imaginar lo sucedido después de haber visto las secuelas de los ataques y oído los testimonios de las víctimas.

3. El espacio

El caso del Sambre

Las agresiones de Salina se produjeron en los aledaños de un tramo que apenas alcanza una longitud de 30 kilómetros, los que hay entre Aulnoye-Aymeries y Erquelinnes, esta última ya en territorio belga.

Habida cuenta de la concentración y del reducido radio de acción del criminal, Lestrade recrea la idea de pequeña comunidad en la que los vecinos de los distintos pueblos colindantes se conocen (aunque sea de vista), coinciden en fiestas populares o en grandes superficies comerciales, y, en un periodo de treinta años, exista la seria posibilidad de que se crucen alguna vez.

El largo periodo de tiempo, la minuciosa descripción de los espacios y de las interacciones entre los habitantes de la zona (los bares que frecuentan, la peluquería a la que van, la fábrica), hacen que, más allá de que la historia se base en hechos reales, los designios del azar no sean vistos como un capricho del guionista.

Resulta creíble no solo que Christine Labot frecuentase a la mujer de su agresor –esta iba con cierta regularidad al salón de belleza que la agredida regentaba… y lo vemos– o que incluso vaya al cumpleaños de la hija de esta, porque lo aparentemente fortuito ha estado construyéndose lentamente, pincelada a pincelada, para que no resulte ni inverosímil ni forzado.

Tan solo hay un pasaje -el del incidente que sufren una noche la hija de la señora Labot y su amiga- que chirría dentro de esa férrea estructura porque es demasiado oportunista (y se abre a un punto de vista hasta entonces secundario) y su mensaje obvio, demasiado remarcado.

Otro tanto sucede con momentos que nos abocan al pasmo, como el hecho de que Salina pose, con sorna, al lado de su retrato robot y el agente Blanchot se ría ante el evidente parecido que mantiene con el sospechoso sin que, en ningún momento, se le pase por la cabeza que el entrenador de fútbol de su hijo pueda ser un violador.

La construcción del personaje de Salina –un hombre corriente, miembro del ejército regular de los ciudadanos de a pie- y su integración en la sociedad, el hecho de que no se le defina como un monstruo, hace que esa secuencia (y otras, como aquella en la que no se le toma la muestra de ADN) sean creíbles (más allá de que sucediesen o no).

No parece tampoco casual que los guionistas hayan bautizado a su criminal con el título nobiliario que ostentaba Fabrizio Corbera, Príncipe de Salina, figura totémica de El gatopardo de Lampedusa, una novela cuya frase más popular rezaba “si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”, máxima perfectamente aplicable al caso del Sambre en el que durante 30 años las cosas fueron cambiando para que nada sucediese (el nombre del violador real es Dino Scala).

4. El patriarcado es un juez

El caso del Sambre

Si al principio del texto aludíamos a una visión heteropatriarcal dominante -y sin ánimo de entrar en cuestiones teóricas- es porque El caso del Sambre la refleja aludiendo al desarrollo de unos acontecimientos extraídos de la realidad.

Ese prisma que deforma los hechos pasa por la sistemática culpabilización de las víctimas, llegando incluso a la burla; el cuestionamiento de todas sus decisiones (¿por qué no se defendió? ¿por qué no denunció antes?) o la suspicacia a propósito de sus declaraciones (verbigracia el caso de la última adolescente a la que se acusa de dar falso testimonio)…

En todos y cada uno de los casos que se nos muestran, las agredidas son tratadas casi como elementos inductores del crimen, causantes de su propia desgracia, con el consiguiente aumento de la carga de culpabilidad que eso conlleva.

Por si esto no fuese suficiente -y Lestrade ya lo muestra en el primer atestado de Christine Labot- las damnificadas se ven obligadas, a causa de los protocolos policiales y dada la dilatación del proceso, a revivir el trauma una y otra vez, lo que provoca una revictimización que les impide pasar página (algo ya de por sí bastante poco probable, agravado por este tipo de prácticas insensibles).

Pero, además, y quizá este sea el punto más importante, la serie nos muestra cómo, en un caso en el que el empuje femenino fue indispensable para alcanzar una conclusión satisfactoria (víctima, jueza, alcaldesa, científica y un comandante instado a actuar por una magistrada son los protagonistas), TODAS esas mujeres fueron, en algún momento, desacreditas bien por sus homólogos masculinos, bien por sus parejas.

El marido de Christine la abandona, incapaz de comprender qué le sucede. La jueza Dereux ve cómo su colega y compañero sentimental, Luc Belfond (Pierre Perrier), impugna sus teorías sobre el caso, teorías que al final resultan ser ciertas.

La alcaldesa Arlette Caruso es acusada por la oposición de haber malbaratado la oportunidad de una inversión millonaria en el municipio por haber hecho pública la agresión de la empleada municipal. La geomática interpretada por Clemence Poésy tiene que ver cómo su pareja, en reiteradas ocasiones, la llama obsesiva y le insiste en que deje el caso...

Las evidencias sobre un sibilino sindicato vertical de la castración que menoscaba la voluntad de todas ellas, las empuja a la renuncia, desacredita sus opiniones y cuestiona sus decisiones, son numerosas. A lo mejor, aunque sea de un modo simbólico, sí somos los violadores (pero renunciar a la confortabilidad de quien reflexiona desde lo alto de una atalaya cuesta un huevo, nunca mejor dicho).

5. Algunas referencias

El modo en el que Jean-Xavier de Lestrade construye el estatuto de las víctimas establece ciertos paralelismos, primero, con Tori y Lokita (Luc y Jean-Pierre Dardenne, 2022).

Al igual que los Dardenne en la escena en la que Lokita (Joely Mbundu) habla con la agente de inmigración, y como ya hemos señalado, Lestrade muestra la inhumanidad de la burocracia policial negando la imagen del capitán Breton. Por más que hayamos visto al personaje con anterioridad (y lo volvamos a ver después) durante la declaración de la señora Labot -cuando se cuentan los hechos relevantes- la policía desaparece.

También podemos encontrar rastros de Saint-Omer. El pueblo contra Laurence Coly (Alice Diop, 2022), en tanto en cuanto la confianza depositada en la palabra de la víctima para extraer cierta verdad (también para evidenciar las contradicciones del sistema y destruir clichés), por más que en la película de Diop la doble condición de su protagonista (filicida pero también damnificada) el grado de complejidad sea mayor.

Por último, y desde una óptica temática, la falta de recursos de la administración, las deficiencias en la instrucción de los procesos o la débil modernización técnica de la policía conectan la serie de Lestrade con la influyente Memories of Murder (Bong Joon-ho, 2003) en la que la precariedad institucional imposibilita la resolución del caso.

Por suerte y por desgracia, en El caso del Sambre solo hubo que esperar treinta años.