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Manuel Machado compuso el borrador de un himno para la Segunda República y se apuntó en la lista fundacional de la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, pero su fervor jacobino comenzó a declinar en 1933, quizá porque su individualismo, situado a medio camino entre la bohemia y cierto conservadurismo estético y vital, le prohibía identificarse con cualquier fantasía revolucionaria. Ese mismo año publicó un artículo en el diario madrileño La Libertad aclarando que fascismo y comunismo le repugnaban por igual. Eulalia Cáceres, su mujer, era una devota católica y ejercía una influencia muy notable sobre él, pero llevaban casados desde 1910 y eso no había impedido que se apasionara con la caída de la Monarquía y simpatizara tibiamente con el asalto al poder de los bolcheviques. El 18 de julio de 1936 se encontraba en Burgos con Eulalia. Perplejo ante los acontecimientos, declara a una revista francesa que “esto puede durar siete años, como la guerra carlista”. Sus palabras le cuestan una detención que sólo dura dos días, gracias a la mediación de sus amigos conservadores. Poco después, manifiesta su apoyo a la sublevación y se traslada a Salamanca. El 5 de enero de 1938 le nombran académico de la Lengua Española y el 19 de febrero pronuncia su discurso de ingreso en el Palacio de San Telmo de San Sebastián, que se titula “Semipoesía y posibilidad”. Durante el acto, lee “La sonrisa de Franco resplandece”, un soneto compuesto para exaltar la figura del “Caudillo de la nueva Reconquista”, que “sabe vencer y sonreír”. Más adelante, escribe “Una oración a José Antonio”, “Emilio Mola ¡Presente!” y “Al sable del Caudillo”, que celebra la entrada de las fuerzas sublevadas en Madrid: “…con tu invencible tropa / fue España escudo de Europa / como en Granada y Lepanto”. Conociendo el dramático final en Colliure de su madre y su hermano Antonio, su actitud resulta particularmente antipática.
Luis Felipe Vivanco ha señalado que se ha exagerado la identificación de Manuel Machado con el régimen franquista. En su opinión, decidieron las circunstancias y no él. Oponerse al Glorioso Movimiento Nacional mientras el matrimonio visitaba en Burgos a la hermana de Eulalia, monja de las Esclavas del Sagrado Corazón, habría constituido un acto temerario y absurdo, especialmente porque Manuel Machado era un escéptico y, en buena medida, un indiferente que se plegaba al viento dominante: “que las olas me traigan y las olas me lleven, / y que jamás me obliguen el camino a elegir” (“Adelfos”). En el discurso de ingreso en la Real Academia, había ironizado sobre su obra y sobre su vida, escogiendo un título deliberadamente burlón: “Semipoesía y posibilidad”. Semipoeta porque no se considera un poeta de la talla de su hermano Antonio. Y posibilidad porque su existencia no es un ejercicio de plenitud, sino pura supervivencia: “Yo no llamo a mis versos sino semipoesía, y a mis realidades, que obedecen a la ley de vida de los simples mortales (que es vivir como se puede), no oso llamar otra cosa que posibilidad”. Luis Felipe Vivanco observó con clarividencia que Manuel había citado un poema de su hermano Antonio, fingiendo que hablaba exclusivamente de sí mismo. El poema de su hermano canta a una encina castellana: “Naces derecha o torcida / con esta humildad que cede / sólo a la ley de la vida, / que es vivir como se puede”. ¿Se puede decir que Manuel Machado se limitó a sobrevivir, rindiendo pleitesía al vencedor, pero custodiando en su interior una pequeña llama del jacobinismo familiar? En un célebre artículo de 1997, Andrés Trapiello sostuvo que el poema “Voyou” (en francés, granuja, chulo) incluido en Cadencias de cadencias (1943) contenía un alusión despectiva hacia el dictador. Sólo había que sustituir Blanco por Franco para descubrir la verdadera opinión del poeta sobre el general: “Su mirada / no es una espada, pues / se oculta. […] Brilla, dura y cobarde, despiadada… / […] Ahí está… Blanco… / […] Lo peor de todo es que sonría”. La tesis de Trapiello fue refutada por Rafael Alarcón Sierra. El poema se publicó por primera vez en 1929 y, por lo tanto, no se le podía atribuir ese significado.
Manuel Machado murió el 19 de enero de 1947. Tras la guerra, había recuperado su cargo de director de la Hemeroteca y del Museo Municipal de Madrid. Durante sus últimos años, su catolicismo se hizo más intenso, pero su espiritualidad no se caracterizó por su originalidad. Sus últimos libros son redundantes, previsibles. Algunos testimonios le describen como un hombre taciturno en su ocaso, pero otros le retratan como apático y acomodaticio. Su sepelio en el cementerio de La Almudena fue presidido por José María Pemán, director de la Real Academia, y por el ministro de Educación Nacional. Su mujer se retiró a un convento, poco después de donar su biblioteca y archivo. Es un paradójico final para un poeta nacido en 1874 en el seno de una familia liberal e ilustrada de Sevilla, educado en Madrid en la Institución Libre de Enseñanza y enamorado de París. Protagonista de sonadas calaveradas en compañía de Paco Villaespesa, llevó una vida bohemia hasta su matrimonio. En 1901, publicó su primer libro, Alma, uno de los poemarios esenciales del modernismo. No hay consenso sobre la fecha exacta de edición, pero ya sólo el título refleja lo que nos espera: “sensibilidad hipertrofiada, doliente” –por utilizar las palabras de José Carlos Mainer-, melancolía, nostalgia, decadentismo, exaltación de la Edad Media y el primer Renacimiento, ensueño pastoril, jardines umbríos, otoños interminables, crepúsculos wagnerianos, fatalismo. El libro comienza con “Adelfos”, un autorretrato no tan brillante como el de su hermano Antonio, pero en absoluto desdeñable. La primera estrofa es una exaltación romántica de su Andalucía natal: “Soy de la raza mora, vieja amiga del Sol / […] Tengo el alma de nardo del árabe español”. La herencia cristiana se ignora para celebrar una actitud pagana, hedonista: “¡Ambición! No la tengo. ¡Amor! No lo he sentido. / No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud”. Manuel Machado presume de no tener voluntad, escarneciendo el ideal nietzscheano que circula por las letras hispanas de su tiempo: “Mi voluntad se ha muerto una noche de luna / en que era muy hermoso no pensar ni querer… / Mi ideal es tenderme sin ilusión ninguna…”. No reconoce otro escudo heráldico que “una nube vaga que eclipsa un vano sol”. Con un tono desafiante, proclama: “¡Que la vida se tome la pena de matarme, / ya que yo no me tomo la pena de vivir!...”.
Es imposible hablar de Alma, sin mencionar “Felipe IV” y “Oliveretto de Fermo”, dos poemas que funden pintura y poesía, imagen y sonido, en un magnífico ejemplo de sinestesia, el principio clave del modernismo o, más exactamente, de una tradición estética reacia a rebajar la creación artística a simple espejo de lo real. En “Felipe IV”, Manuel Machado evoca la pintura cortesana de Velázquez, pero sin fijarse en ningún retrato del rey en concreto. De hecho, se toma la libertad de reemplazar los símbolos convencionales del poder por un gesto decadente que no se corresponde con ningún cuadro: “Y, en vez de cetro real, sostiene apenas, / con desmayo galán, un guante de ante / la blanca mano de azuladas venas”. Esa licencia refleja la huella de Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío, que permanecían en silencio mientras sus alumnos contemplaban los cuadros de los museos visitados. Desde su punto de visto, el comentario erudito crea un prejuicio que deforma la experiencia estética. La sensibilidad debe encontrarse directamente con la obra y expresar espontáneamente sus vivencias. Manuel Machado escribe de acuerdo con este precepto y nos deja unos versos memorables: “Es pálida su tez como la tarde, / cansado el oro de su pelo undoso, / y, de sus ojos, el azul, cobarde”. En cuanto a “Oliveretto de Fermo”, Machado juega con la realidad y la ficción, atribuyendo la inexistente obra al pincel de Tintoretto. Remata la pieza con un verso mágico, encantador: “Dejó un cuadro, un puñal y un soneto”.
En 1905, aparece Caprichos, otro poemario modernista. Por sus páginas desfilan Pierrot y Arlequín, noches de luna impregnadas de “tristeza infinita”, amores que brillan en “la seda tranquila de la tarde”, días de lluvia con el aroma del nombre de la amada, plegarias que “se dicen lentamente”, horas “que invaden el alma / de blanco y celeste”, la Castilla de las ventas, los molinos de viento y el Caballero de la Triste Figura (“Parda y desabrida, / la Mancha se hunde / en la noche fría”), una modelo en el taller de un pintor (“Desnuda, bajo la onda / de su cabellera blonda / en el ambiente violeta..”), un rosa loca con forma de boca o corazón, una estrella de cara bonita, primaveras de paisajes impresionistas, madrigales, azucenas… En 1909 se publica El mal poema, un libro marcado por el desgarro y un deliberado prosaísmo que Mainer ha interpretado como una caricatura de Alma. La obra también comienza con un “Retrato”: “Esta es mi cara y esta es mi alma. Leed: / Unos ojos de hastío y una boca de sed… / Lo demás… Nada… Vida… Cosas…”. De nuevo, una exhibición de anemia vital: “Me acuso de no amar sino muy vagamente / […] la agilidad, el tino, la gracia, la destreza; / más que la voluntad, la fuerza y la grandeza…”. Y, por último, un alarde castizo (“…Prefiero / a lo helénico y puro, / lo chic y lo torero”), que no traiciona su pasión por las letras francesas: “Medio gitano y medio parisién –dice el vulgo-, / con Montmartre y con la Macarena comulgo…”. En otro poema, describe su poesía como “la novedad de ciertas amables languideces” y se queja de vivir en “un pobre país viejo y salvaje”, donde “la Musa llora / por los rincones, como una antigua querida / abandonada”. En España, “los más ricos apilan Himalyas de cobre, / y entre tanto cacique tremendo, ¡qué demonio!, / no se ha visto un Mecenas, un Lúculo, un Petronio” (“Prólogo-Epílogo”). Manuel Machado se refiere a los modernistas como “estos bisnietos del Cid”, reconoce estar harto de la bohemia y sus “vicios oscuros”, manifiesta que su inspiración se ha malogrado (“Porque ya / una cosa es la poesía / y otra cosa lo que está / grabado en el alma mía…”) y esboza una despedida que concluye con un áspero y vulgar adverbio: “Alma, palabra gastada. / Mía… No sabemos nada. / Todo es conforme y según”.
Manuel Machado escribiría otros libros notables: Museo. Primitivos (1910), Apolo. Teatro pictórico (1910), Ars moriendi (1922), que explotan la veta abierta por El mal poema, con su aire de suave desengaño. En Ars moriendi, leemos: “Dichoso es el que olvida / el porqué del viaje / y, en la estrella, en la flor, en el celaje, / deja su alma prendida”. Su aprecio por lo temporal y fugitivo contrasta con su lúgubre –y superficial- catolicismo de los últimos años. Hijo de Antonio Machado Álvarez, “Demófilo”, conspicuo investigador del folklore español, Manuel Machado prefiguró el neofolklorismo de la generación del 27 con los poemas del Cante hondo (1912), revitalizó la lírica ligada a la tauromaquia (La Fiesta Nacional, 1906), dignificó el teatro en verso con los humanísimos personajes de Las adelfas y La duquesa de Benamejí (ambas obras compuestas al alimón con su hermano Antonio), y, por último, demostró sus dotes de prosista en su dietario Día por día de mi calendario. No creo que Manuel Machado se sintiera muy cómodo en la España de Franco, pese a que le colmaran de honores. En su último autorretrato, incluido en el brevísimo Phoenix (1935), se asoma al espejo y se pregunta quién es, si el adulto de “ojos fatigados” o aquel niño de “dulces ojos”. El poeta siempre vive en la infancia y no creo que Manuel Machado abandonara este territorio jamás.